Bernardo Chevilly y la poesía


¿Alguien duda de que la tarea del poeta sigue siendo la de llevar la contraria, iluminar lo relegado para reivindicar lo velado?

Como el tiempo anima a la serenidad, hoy variaremos el registro, para abrir nuestros poros a otra prestancia. La química del ánimo -que es como decir el fundamento celular y la factura genética del chasis que nos mueve y habitamos- viene a ser casi todo, tal se desprende del decurso de ese raro teólogo que fuese Soren Kierkegaard (de quien Clare Carlisle acaba de publicar una bella biografía: El filósofo del corazón, Madrid: Taurus, 2021), en realidad un caprichoso y algo autodestructivo escritor. Aunque la mayor parte de los buenos poetas tiende al desbordamiento y a la elocuencia, dando en ocasiones lugar a arquitecturas prodigiosas, se dan también los creadores discretos como el que hoy queremos traer ante nuestros lectores. Y ello en su triple faceta de cautela, perspicacia y fragmentariedad, porque la contención es una forma de expresar sutileza edificante ante lo dado. Bernardo Chevilly, musicólogo canario de antepasados franceses, ha llevado al límite esta segunda posibilidad.

Para piano solo [Algunos poemas, 1983-1998] es la escueta antología de su obra inicial, basada en dos libros impresos y algunas composiciones inéditas, volumen (Tenerife: Baile del Sol, 2003) en el que se dejan implícitas verdades sobrecogedoras. Como señala Felipe L. Aranguren en un prólogo empapado de empatía, cabría describir a Chevilly como «un poeta cuántico, que obra en un microcosmos diminuto que termina por explicar un macrocosmos infinito.» Sería así nuestro hombre un autor que podría estar haciendo suyo a Swedenborg al modo de William Blake, quien dijese que «para ver el mundo en un grano de arena y el cielo en una flor silvestre» hemos de «abarcar el infinito en la palma de la mano y la eternidad en una hora.»

Sin embargo, alcanzado este objetivo que, en su originalidad, difiere de la tópica pretensión romántica de tropezarse con un dios indagando en las propias entrañas no menos que se aleja de las célebres poéticas del silencio caras a los epígonos de José Ángel Valente, acaso porque en su escepticismo entran en sordina tanto el sentimiento trágico de las cosas como el arrobo metafísico, Chevilly decide a continuación transitar otros caminos. Como es habitual en él, se toma su tiempo, y no será hasta 2009 cuando Pre-Textos dé a la luz, en lujosa edición, una singular Galería de Retratos, prologada por Jaime Siles. En aguda lectura, el poeta valenciano nos ayuda a preservar nuestro énfasis en la modernidad, si se quiere en la filiación vanguardista o experimental de la escritura que el lector tiene ante sus ojos, y convendría recargar estos términos de su potencialidad semántica, hoy arruinada por la banalidad neomarxista.

Pues si de una parte nos hallamos ante retratos de personajes reales, vinculados en su mayoría a la peripecia de nuestro poeta, y de esta suerte forzando cualquier horizonte de expectativa convencional, de otra hay que apuntar que emana de estos poemas una desconcertante sensación de irrealidad, derivada del lugar inesperado del que brota la voz. Con no poca malicia textual, Chevilly fabrica unas someras prosas, por descontado poemáticas, de inusitada eficacia, pródigas en intertextualidad alusiva, cargadas de una emocionalidad que nos hace pensar en Pessoa y sus poetas fingidores, aunque con una plasmación radicalmente distinta, adánica, como la de un Walt Whitman hebraico y selvático inventándose el amanecer del planeta. Para que se comprenda mejor: la dificultad de la creación siempre ha estribado en lo que Eliot denominaba el correlato objetivo, en superar el miedo a que ya todo se encuentre escrito en bibliotecas borgesianas, formulado en pura matemática, para terminar resultando estéril por la acumulación de siglos, tentativas, errores y repeticiones.

Que nunca dejará de ofrecérsenos un más difícil todavía lo evidencian las Cartas imaginarias que publicó la sevillana editorial Renacimiento en 2017, con ajustado prefacio de Pere Gimferrer y siete enigmáticos dibujos de Ginés Liébana, a los que van añadidos otros tantos fragmentos literarios del artista de CÁNTICO. Si en el libro precedente se incurría en una arriesgada y fascinante exposición a las ficciones del verismo, bordeando en el ejercicio considerables precipicios aptos para podernos el corazón en un puño, aquí la orientación del espejo se invierte, y es la simulación la que alumbra una autenticidad no menos desgarradora.

Nos han correspondido tiempos dizque democráticos, de indubitable progreso material, en los que la ubicuidad del espacio compartido, la accesibilidad a hipertextos de toda laya, la sobrevenida respetabilidad del ombliguismo narcisista (ergo, los diez minutos de fama que evocara Andy Warhol, ese populista plutocrático) y el flujo instantáneo e indiscriminado de las informaciones impregnan cada rincón, impugnan las escalas axiológicas más reverentes y propugnan el hegemonismo del hic et nunc como criterio máximo. De ahí que hasta el venerable Oxford English Dictionary se haya tenido que ocupar de la llamada postverdad, mientras que los políticos manosean y explotan, para sus intereses, lo que hasta los menos esclarecidos describen como «el relato». ¿Alguien duda de que la tarea del poeta sigue siendo la de llevar la contraria, iluminar lo relegado para reivindicar lo velado?

Hoy más que nunca, se requieren posturas prometeicas, gestos de heroicidad estética e intelectual, defensas de la jerarquía epistemológica, si bien hayan de producirse con cortesía y sigilo, con la delicadeza de quien, a riesgo de su bienestar, protege la llama de una vela en mitad de un vendaval. Equivale ello a manifestar, frente a esas definiciones colectivistas y beligerantes de la palabra «cultura» que nos remiten al agro y a los pastos, a la mística telúrica de lo catastral y a la prelación tribal en la rentabilización de la gleba, que cabe una acepción alternativa, otro concepto de cultura, de «alta cultura» si se prefiere, que se construiría a partir del arte y la filosofía, de la ciencia y de la excelencia, del genio y de la brillantez. A eso se refiere el nombre de esta sección al mentar hombros de gigantes. Sería tal cultura una cultura sin fronteras ni cuotas, transversal e indómita, radicalmente individualista, de exploradores únicos, no en vano la que agrupa una constelación de grandes hombres y mujeres, volcados en diversas disciplinas del saber, que no precisan verse igualados mediante una nacionalidad, una lengua, una clase social, un credo religioso o una ideología política, para ser excelsos.

Nos obsequia Bernardo Chevilly en esta entrega con veintidós cartas que él califica de «poemas en prosa». Las misivas incluyen como pauta una fecha y un lugar de composición amén de, como es lógico, un emisor y un destinatario. A dichos cuarenta y cuatro personajes principales, mayoritariamente pertenecientes al campo de la música, y sólo en segundo orden vinculados al orbe literario, han de sumarse las personas de aura egregia mencionadas en las cartas. El grueso de las piezas se sitúa en nuestro tiempo, si por ello entendemos el siglo XX en sentido lato, aunque las hay asimismo del siglo XIX e incluso alguna anterior. Al repasar el elenco de figuras (Robert Schumann, Vicente Aleixandre, Manuel de Falla, Maurice Ravel, Alfred Brendel, Édith Piaf, Juan Ramón, Beethoven, Bach, Chopin, Federico Mompou, Vivaldi, Alfredo Kraus, Pablo Casals o Stefan Zweig, entre otros muchos) nos hacemos idea del estupendo espectro que se contempla en el poemario.

Reparemos en que una carta es por definición un rapto de vida detenida, un pálpito o reverbero aislados en el universo de lo transitorio, un corte de diestro cirujano en aquel río de Heráclito, un ente inasible y material, una circunstancia de época y de vicisitudes ambientales dentro del devenir: a la postre una mirilla para que el observador entrometido pueda, con delectación y regocijo, ejercer de voyeur. La honda familiaridad del poeta con los protagonistas escogidos, su grado de penetración, junto a una simpatía diríamos que profesional, de conocimiento del oficio, hacia sus existencias de artistas y los corolarios de las mismas, contribuyen a tornar estas Cartas imaginarias en una obra maestra, atestiguando una capacidad de proyección diríase que espiritista. Pero subsiste otra faceta aún más descollante: el lirismo perceptivo. Se constituye esencialmente en el lenguaje, en la afinación de la retórica y su historicidad, en el virtuosismo con el que se manejan registros, idiolectos, giros, expletivos y niveles de confianza entre los corresponsales, en una inagotable habilidad para delinear miniaturas que palpitan.

Robert Browning (Photo by Hulton Archive/Getty Images)

Si Robert Browning forjó en sus monólogos dramáticos una nueva categoría de poema, que influyó en Pound o en Cernuda, hay trazas y paralelismos de esa transmutación de espacios literarios, enteramente mentales, en el trabajo de Chevilly. Claro que podemos alzar al cielo la mirada y sumergirnos, para nombrar otro sintagma eliotiano, en la enjundia del talento individual. Los historiadores han debatido si la historia la hacen los dirigentes importantes o las masas de seres anónimos, si son más relevantes quienes empuñan el timón y orientan los acontecimientos o lo son los que, sin adquirir visibilidad como sujetos, encarnan las dinámicas sociales. No entremos aquí en esto. Sí concluyamos, empero, que esa alta cultura de la que hablábamos, la que justifica las ediciones exquisitas, las salas de concierto renombradas y la panoplia de recursos para la degustación de la belleza, descansa principalmente sobre los genios que en la civilización han sido. Admirarlos, comprenderlos e inclinarnos con gratitud ante ellos, que es a lo que nos aboca el libro de Bernardo Chevilly, es lo más sabio y gratificante que lograremos hacer en nuestras vidas.