La artista y el cainita


¿No es el comunismo una religión de la fealdad, del odio a la hermosura y la espiritualidad, un deseo de matar la intimidad, la conciencia individual y el disfrute exquisito?

En el parque solitario hace deporte una joven alta y delgada, de miembros prolongados. Corre sobrada, con un dinamismo vertical, alzando mucho las rodillas, rebotando a placer como si sus piernas fuesen muelles vigorosos. Su garbo musical implica generoso desgaste y despliega una elegancia funcional que evoca el baile de un caballo cartujano. Ello es sin duda equivalente a cierta poesía, a la polarización en el eje epideíctico del lenguaje que encarnan Góngora o Rubén. ¿No es esa tal vez la principal función del arte, es decir, expresar sus contenidos de una forma más complicada, más alambicada, más positivamente ambigua y seductora, al objeto de aportar un deleite más variado, gracias a la aptitud de lograr que puntos de vista distintos se identifiquen con un mismo objeto, porque cada observador, sin darle muchas vueltas, se ubica en la faceta o arista que más le complace? Pues lo contrario, por mantener el símil, sería el trote sabio y seguro de un viejo maratoniano con experiencia, que apenas alza los pies del suelo y ahorra sus fuerzas cuanto puede, centrado sólo en avanzar, en durar. Verbigracia, la prosa que va al grano, esencialista, práctica, denotativa, sin retórica, un discurso que sería en esencia sustancia comunicativa.

Carmen Grimau (París, 1953) acaba de publicar su primera novela, Porque los otros hablan en mí (Editorial Confluencias, 2021). Resulta inevitable mencionar que es hija de Julián Grimau y Ángela Martínez, cuyo obituario en El Mundo redactó ella misma en septiembre de 2019, y en donde relata el encuentro de ambas con Gabriel Albiac en 1972. Carmen y su hermana menor, Lola, lo mismo que Ángela (quien no pudo regresar a España desde el exilio hasta 1976), intentaron hasta 1989 que se anulara la pena de muerte a su padre y marido ejecutada en 1963 y se le rehabilitara, sin conseguirlo. No menos pertinente es señalar que Fraga y Carrillo, quienes compartirían risas y protagonismo en un acto conjunto celebrado en el madrileño Club Siglo XXI en octubre de 1977, han sido indirectamente responsabilizados, aunque de diferentes maneras, de hallarle utilidad al trágico final de Grimau; del mismo modo que nuestra escritora se ha mostrado sumamente crítica con Rodríguez Zapatero y su “memoria histórica”. En un emocionante artículo publicado en 2011 en Libertad Digital afirma por ejemplo: “Mi familia fue alcanzada de forma particularmente violenta por nuestra guerra civil: comunista, falangista, republicano conservador, ayudante en la División Azul, los hermanos Grimau repartieron sus querencias políticas.”. Y no es baladí traer a colación este escenario, porque en la propia contraportada del libro se afirma que estamos ante “una novela dolorida y dolorosa de la ruina atroz que dejó el sueño del comunismo”.

Empecemos por resaltar la justicia del título. En verdad somos las personas que nos habitan, y no podemos ni queremos renunciar a ellas. Claro que una autora ecuánime e inteligente como Carmen Grimau extrae de ese fondo una obra de arte fecundamente polisémica, susceptible tanto de conmocionar a comunistas honrados como de fortalecer a anticomunistas despiertos. No es poco acierto ser fiel a tu familia, a tus raíces y a tus experiencias, a tu evolución particular, a la par que describes con honestidad el comunismo, reconoces su infinita crueldad, comprendes que ese delirio es culpable de provocar injusticias sin fin y sufrimientos fuera de cualquier medida. La bella novela de Carmen Grimau no requiere que hagamos con ella lo que llevó a cabo Dámaso Alonso con su clásica edición de las Soledades de 1927 al trasvasar su encriptación culterana a prosa explicativa, esto es, traducir su atmósfera narrativa a anécdota política o biográfica. Mas sí que extraigamos de ella sus implicaciones más éticas, más poéticas, más morales, más filosóficas.

Pese a su breve extensión, Porque los otros hablan en mí brinda en efecto cobijo a voces que impactan al lector. Tenemos de entrada a Arlova, buena comunista y traductora, que sucumbe al terror estalinista de entreguerras con una suerte de resignación sacrificial y fatalismo bien característico, y que podemos identificar en innumerables perseguidos no sólo durante el Gran Terror, sino hasta la misma muerte de “Koba el Temible” e incluso después. Grimau refiere de continuo este desanimado ánimo al arzobispo Fénelon, como es sabido vinculado al quietismo, y también a Arthur Koestler, posiblemente el excomunista que más explícitamente desmenuzara los crímenes y los errores de la doctrina comunista; aunque el judío húngaro no fue en absoluto un pasivo, sino un aguerrido individualista, e incluso para morir, al lado de su esposa, escogió el mismo método que Stefan Zweig en la brasileña Petrópolis.

Koestler

También tenemos a Inés, un pulcro y delicadísimo trasunto de la autora en plena juventud, con motivo de su breve estancia en el Madrid franquista para acceder, tras diez angustiosos años de espera y litigio, a la exhumación del cuerpo de su padre de una tumba anónima y a la sepultura de sus restos en el Cementerio Civil de la capital. El tratamiento literario es de una altura y una dignidad conmovedoras y no puede ser más escueto, carente de concesiones al sentimentalismo o la autoconmiseración.

Estas dos historias hórridas, singularmente penetrantes, encuentran un sugestivo contrapunto en un personaje que actúa en la novela con su nombre real, Dominique Aury, la eminente mujer de letras y relevante directiva editorial en Gallimard; si bien su nombre auténtico no era ése, sino Anne Cécile Desclos, y acabara siendo famosísima en virtud del seudónimo, Pauline Réage, que empleó para firmar uno de los libros más comentados y perturbadores de la Francia de posguerra: Histoire d´O. Aury, y los hombres que cuentan de su entorno, dan testimonio de una filosofía, la del libertinismo, que se ubica en las antípodas del mal sueño comunista. El secreto, la clandestinidad, la libertad de elegir, el gusto por la sensualidad, la tolerancia y la sublimidad, el énfasis en la autodeterminación del individuo convierten al libertino, adecuadamente entendido, en la refutación más radical del colectivismo ensoberbecido y tiránico.

Dominique Aury

Acaso esta última perspectiva pueda ayudarnos a entender. ¿Se explicará la adscripción al comunismo de gente noble y refinada como una desviación masoquista? Ello complementaría, por la vía del contraste, la vena sádica que justificase la vocación comunista de resentidos, acomplejados y demás agraviados, imaginarios o reales. Se ha querido ver el masoquismo como perversión del fuerte, y el sadismo como perversión del débil. Aunque tal vez haya que matizar algo mejor ambas patologías. Posiblemente el masoquismo sea antes bien una enfermedad del individuo empático y sensible, mientras que el sadismo lo sería del cínico, del inmoral y del psicópata. En tal sentido sería una dicotomía más ligada a la psique que a la clase social.

Buena parte del placer del resentido es hacer daño a quienes disfrutan con la belleza; es arrancarles a las personas bondadosas lo que aman. Es mancillar, violar; amén de amedrentar y escandalizar. Epatar al burgués, sin dejar de codiciar sus bienes, sus puestos y el esplendor erótico de sus damas. Esta reivindicación rencorosa de los poco agraciados, de los obesos, de los fracasados, ¿no forma parte de la misma venganza? ¿No es el comunismo una religión de la fealdad, del odio a la hermosura y la espiritualidad, un deseo de matar la intimidad, la conciencia individual y el disfrute exquisito? Si contemplamos la arquitectura de Corea del Norte o la Unión Soviética, o nos situamos en el escenario carcelario de El cero y el infinito, el físico no menos que el mental, la clave es una constante: tornar inviable el apego a lo noble, invadir de horror geométrico y desolado cemento, de humillación y pavor, de sumisión a la mentira y la arbitrariedad, el rincón más diminuto del sentir interior, la indefensa fragilidad del ser humano. Destruido eso, hemos creado el hombre-robot, el hombre nuevo del marxismo-leninismo. Otras variantes del sádico son aquel lamentable Jon Manteca rompiendo farolas con su muleta, o el llamado Banksy español, actualmente detenido por su trayectoria como ladrón, tras haber pintarrajeado cuando se le antojó. Esos que salen a destrozar escaparates, fachadas, mobiliario urbano y propiedades ajenas para señalizar, supuestamente, ora su afición al arte de vanguardia, ora su sensibilidad progresista, al igual que esos deslenguados trolls de internet, ¿no cojean todos de la misma pata?

El comunista de hoy no puede sino ser epítome de desfachatez y tosquedad, apelando a un infantilismo ahistórico, amnésico y enrabietado. De ahí que blanda, como arma dialéctica, una descomunal quijada de asno, arma por cierto inventada, en lo que atañe a Caín, por una tradición iconográfica que empieza en el siglo IX. Si declara su deseo de azotar un trasero femenino hasta que sangre, ¿no fantaseará también con ese magno festival de tiros en la nuca que fue Katyn? Para que se dé la banalidad del mal de la que hablaba Arendt se ha de poseer banalidad. Y este comunista de hoy la tiene a raudales. En esto, además, no anda demasiado solo, habiendo no pocos coetáneos que se perciben acorralados por su impotencia, con la ira como única respuesta, tal ese niño caprichoso que, tras una leve reprimenda, rompe algún apreciado objeto familiar en cuanto lo dejan solo. O como quien, instalado en un necio narcisismo, proclama preferir el comunismo a la libertad.

Dicho totalitarismo es, por supuesto, incompatible con la democracia. Demócrata es aquel que atribuye respetabilidad a quien piensa desde unas coordenadas completamente diferentes. Demócrata es quien defiende elecciones limpias y el derecho a gobernar de sus antagonistas. No es precisamente lo que vemos ahora mismo en Madrid, ni lo que se produjo en 1934, o en febrero de 1936.