Condición sexual y posthumanismo


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Si buscamos referentes eróticos de cierto predicamento cultural, acudamos al Banquete platónico. Y si nos interesa contrastar la actual efervescencia en torno al género, nada mejor que el célebre mito de Aristófanes en dicha obra. Resulta, en virtud de ese relato, que en tiempos menos imperfectos éramos redondos, con cuatro brazos y cuatro piernas, una cabeza bifronte, un juego genital a cada lado y considerable agilidad y osadía. Tal era nuestro peligro para los dioses, debido a la insolencia y el vigor que gastábamos, que fuimos castigados por Zeus con una división vertical de nuestros cuerpos, dando así lugar al erotismo de la pareja, la búsqueda sucesiva de nuestras medias naranjas y –una vez que nuestros aparatos genitales hubieran sido previsoramente girados desde la espalda a nuestra parte frontal—al encuentro venéreo cara a cara que nos separa de los animales.

Pero no es esa mecánica del deseo y la nostalgia lo que ahora mismo nos incumbe, sino el que hubiera tres sexos, hombres, mujeres y andróginos, distinguidos por sus atributos sexuales. Con lo que de los escindidos del primer sexo se derivarían los homosexuales, de las escindidas del segundo las lesbianas, y únicamente el tercer sexo, el andrógino, daría al escindirse un hombre y una mujer heterosexuales. Convincente, ¿no? De lo que se desprende que para la antigüedad clásica no existen tajantes diferencias axiológicas o morales entre las mencionadas opciones, sino a lo sumo preferencias transitorias o permanentes, e imaginables porcentajes de frecuencia. Y si del escueto diálogo de Platón nos trasladamos al Banquete de los eruditos de Ateneo de Náucratis, que ocupa ocho coquetos tomos en la edición bilingüe de Harvard University Press, tendremos ocasión de comprobar cómo a comienzos del siglo III, cuando se escribió esta entretenida composición, los ciudadanos cultos del helenismo tardío seguían gozosamente atentos a los placeres del buen gusto y la gastronomía, reflexionando de camino sobre la materia amorosa.

Aún está reciente la publicación del libro de la artista Erika Barahona Ede titulado By Special Desire (Bilbao: Popurrit, 2017). En él se explora la historia de una antepasada rusa suya, Maria Edenska, cantante de ópera que triunfó como contralto en los escenarios europeos entre 1859 y 1869. Sabemos que las contraltos, tan escasas como cotizadas, a menudo interpretan los papeles antaño escritos para los castrati, esos cooperadores necesarios de la majestuosidad de Händel, el último conocido de los cuales parece que fue Alessandro Moreschi (1858-1922). Pero nuestra gran dama de Riga no se conformaba con cantar papeles como el Romeo de Bellini o el Maffio Orsini de Donizetti, sino que aspiraba a ser, o más bien a parecer, un hombre. Y como era una figura que podía permitírselo, al poco de cumplir los treinta años escribió oficialmente al Zar, solicitando y obteniendo su permiso para abandonar los escenarios, retirarse a sus fincas en el campo y poder allí vestir ropa de hombre; convirtiéndose para su familia y vecinos en el tío Max, un terrateniente amable y suyo. Fue un privilegio notable conseguir que se aprobase tan anómala solicitud, vista la relevancia penal atribuida al capricho transgresor de lucir la indumentaria propia del sexo contrario; la Revolución Francesa, por exigencia de Robespierre, la castigaba con la pena de muerte.

El Tío Max

Ahora que Alicia Vallina acaba de publicar Hija del mar (Plaza & Janés, 2021), una novela sobre la ipagrense Ana María de Soto y Alhama, que combatió en la marina española bajo el nombre de Antonio María de Soto en el siglo XVIII, es útil recordar que el travestismo en circunstancias bélicas tiene una larga trayectoria y ha dado lugar a innumerables proezas femeninas, que tienen su correlato en el deporte. Ahí está el caso de Kathrine Switzer, quien hubo de ocultar su condición de mujer para correr la maratón de Boston en 1967 y conseguir terminarla en algo más de cuatro horas. Parece inaudito que en fecha tan tardía perduraran prohibiciones tan ridículas. ¡Qué harían hoy estos legisladores ñoños con la ultrafondista guipuzcoana Eva Esnaola, quien con sesenta años cumplidos y la misma belleza juvenil sigue corriendo muy deprisa, y no precisamente humildes maratones! En 2019, por ejemplo, la deportista cubrió 210,030 kms. en las 24 horas de Albi, acercándose a sus mejores marcas de todos los tiempos.

Pero no es lo mismo caracterizarse para que te dejen hacer lo que quieres o para asumir la identidad sexual que te atrae, a despecho de tu anatomía y de tus cromosomas, que pertenecer al sexo contrario desde el punto de vista legal, con o sin manipulación quirúrgica. En los años setenta hubo no poca polémica con la oftalmóloga y tenista transexual Renée Richards a cuenta de su participación en torneos femeninos, como de hecho la ha habido, sin mediar transexualismo, en los casos de deportistas femeninas como Caster Semenya, que poseen elevados niveles de testosterona. En los años sesenta, cuando apareció la Sexuología de Rinaldo Pellegrini (su excelente versión española, en Ediciones Morata, es de 1968), la ciencia médica tenía claro que la intersexualidad era cuestión de grados y que la biología, la mente y la conducta podían imbricarse de modos inhabituales; una vislumbre que ya tuvo el barón Richard von Krafft-Ebing, quien abogó en vano por despenalizar la homosexualidad. En épocas más recientes hemos asistido al paso de hombre a mujer de Caitlin Jenner, antes William Bruce, el personaje que de ganar una medalla de oro olímpico en decatlón en 1976, derrochando masculinidad con su 1,90 de estatura, pasó a cruzar esa frontera en 2015. Hoy aspira a ganar las elecciones para ser gobernadora de California.

Ir de mujer a hombre es lo menos complicado. Ahí está el innecesario aplauso ante el hecho de que un tal Rubén Castro haya dado hace poco a luz, cuando es una mujer provista de útero que ha optado por masculinizarse. ¡Como si el cáncer de próstata fuese a eludir a transexuales, travestis y aquejados de disforia de género! Que la realidad biológica posee mayor entidad que la apariencia externa lo enseñaba José de Ribera, “El Españoleto”, al pintar en 1631 La mujer barbuda (Magdalena Ventura con su marido), lienzo sito en el Museo del Prado. Pero el infantilismo de izquierdas prefiere aferrarse al pensamiento mágico. Más arduo, laborioso y caro, desde luego, es transitar de hombre a mujer.

No nos referimos al tercer sexo polinesio, el mahu de Tahití que inmortalizara Gauguin, o al vasto universo de lo epicénico, tan relevante al teatro inglés de los tiempos de Shakespeare; y no sólo por la comedia de Ben Jonson, Epicoene, or The Silent Woman, de 1609, sino porque todos los papeles femeninos de la época eran interpretados por varones. Tampoco nos referimos al ámbito del transformismo, en el que varones no necesariamente homosexuales ejercen el arte de hacerse pasar por mujeres subyugadoramente femeninas, en las antípodas de esos homosexuales supermachos que pinta Guillermo Pérez Villalta o a los que representan pensadores de la masculinidad y el neotribalismo radicales como Jack Donovan, quienes reivindican la fuerza física y la virilidad desde un homosexualismo al que repugna cualquier afeminamiento gay.

Nos referimos a esos hombres masculinos, casados y con hijos, con carreras profesionales convencionales, que tras un período de crossdressing, o travestismo clandestino, que puede abarcar décadas, deciden afrontar la transformación y convertirse, a su manera, en mujeres. Lo fundamental no son los genitales ni su alteración quirúrgica, ni la filiación legal. Lo crucial es que necesitan ser mujeres, comprenden que son hombres y se lían la manta a la cabeza a sabiendas de que espantar a familiares y amigos no agotará su calvario. Deirdre McCloskey, una de las economistas liberales más importantes del mundo y una eminencia en el plano universitario e intelectual, lo sabe bien. Antes se llamaba Donald, era un padre de familia corpulento y rasgos rudos, deportista y brillante catedrático universitario, que asumió este dificilísimo desafío, tras treinta años de matrimonio con hijos y cuatro décadas de travestirse en secreto. Lo narra en Crossing (The University of Chicago Press, 2019). Como buen economista tiene muy claras las cifras. Los hombres como él, heterosexuales sin veleidades promiscuas o viciosas, que quieren ser mujeres son, aritméticamente, el 0,3%. Pero existen y conforman un patrón.

Claro que una cosa es vestirse de mujer a solas, con la connivencia de tu esposa, cuando tus hijos han crecido y abandonado el hogar, y otra muy distinta disimular una cerrada barba, una voz grave de bajo, una musculatura de jugador de rugby, una osamenta facial masculina, una talla 48 de zapatos, una calva tapada con peluca y, sobre todo, un lenguaje corporal de hombre, el que te sale con naturalidad al sentarte, gesticular o desenvolverte, para presentarte vestido de mujer ante los demás y, lo único que persigues, dar el pego, esto es, evitar que se rían o te vean como un adefesio. ¿Cabe misión más hercúlea? La honestidad y el coraje con que McCloskey emprende este viaje, con cincuenta y tantos años, sin parar de escribir libros de economía de alto voltaje científico, dictando conferencias en foros de primera fila, nos deja atónitos a los que hemos estudiado sus libros y descubierto que, si Donald era un prodigioso economista de la mejor escuela liberal, Deirdre aún le supera. Siguiendo la peripecia de McCloskey uno entiende por qué el feminismo llega a odiar a una transexual como ella. Estas memorias lo aclaran. Para Donald/Deirdre, ser mujer es ser femenina, es levantarse de buen grado a recoger los platos, es ceder plácidamente ante la impetuosidad masculina, es callar más y hablar menos, es tener tu propia caja de costura, atender el hogar y ser maternal con los demás. Es ser, a sus ojos, una señora de verdad.

Naturalmente, cuanto llevamos escrito no guarda relación con esa ingeniería social devastadora impuesta por los aprendices de brujos que nos trajeron el calentamiento global, la agenda 2030, la inmigración ilegal salvaje, el movimiento Black Lives Matter o esa dictadura legislativa, relativa a los pronombres y los neolenguajes “inclusivos”, experimentada en Canadá y que ha sublevado al gran Jordan B. Peterson, un intelectual descollante de esta hora. La Asamblea Nacional de Francia acaba de prohibir tal disparate en las aulas. El respeto a la diversidad racial, cultural o sexual implica el respeto a la libertad del individuo, y ahora se ve asediada y monitorizada como en las peores etapas de ignominia. Resulta chusco que la izquierda vitoree al chileno Víctor Farias cuando se explaya sobre el nazismo de Heidegger, y que esa misma izquierda se rasgue las vestiduras cuando Farias revela que la tesis doctoral del médico Salvador Allende está impregnada de un pensamiento eugenésico que habría regocijado al doctor Mengele. Auschwitz y el gulag. El laboratorio y las cobayas. La granja y los animales.

Que pobres mujeres que ocupan cargos en España digan “los impuestos y las impuestas” es lo de menos. Sólo pretenden agradar. Ahora que los señores de Davos quieren traernos un posthumanismo igualador de cíborgs y ovejas Dolly, de carne vegetal e inteligencia artificial, de estabulación de la ciudadanía y conversión del planeta en una réplica de la isla del doctor Moreau, tal vez nos interese despertar. Tal vez nos convenga percatarnos de que la insania sexual de feministas, devotos de la ideología de género, pervertidores de niños y autodesignados policías de falsos derechos nada tiene que ver con el amor al individuo o el respeto a su idiosincrasia, sino con su anulación, sometimiento y exterminio.