Nuevo mundo feliz


Azuzan a mujeres contra hombres, hijos contras padres, jóvenes contra viejos, negros contra blancos, musulmanes contra cristianos, catalanes contra otros españoles

Decía William Blake que, en su Paraíso perdido, Milton se había puesto de parte del diablo sin darse cuenta, de tan atractivo que lo había pintado. No tiene ni pies ni cabeza. Si uno pretende componer una epopeya sobre ese episodio esencial para la cristiandad en el sentido que fija San Ireneo, su obligación es esa. Porque si el mal no fuese cautivador, no habría tenido un éxito tan clamoroso a partir del encuentro con la serpiente. ¿Cómo se manifiesta hoy el asunto? Sin duda alguna, igual que antaño, en el encantamiento del mal, en su irradiación lucífera. El mal enamora a buena parte de los poderosos. Es innegable que comporta réditos. La arquitectura del mal que vienen levantando los devotos de las soluciones finales para la humanidad y el planeta supone, en ese particular terreno, una proeza de la ingeniería comparable a la Muralla China, el Taj Mahal o el Burj Khalifa de Dubái. Luego está el candor de las muchedumbres. Si el mal no pareciese una estupenda idea a quienes van a sufrir sus consecuencias, jamás morderían el anzuelo.

Milton

 ¿A qué otra cosa llama “progreso” e “igualdad” la rugiente propaganda de altavoz, si no es al mal? Cualquier trilero espabilado va de spin doctor, gaste coleta, implante u otra pose. Kant definió la Ilustración como el despertar de los hombres de una minoría de edad autoinfligida. Pero la doxa paternalista de Davos, ese matrimonio entrañable entre colectivismo gubernamental y plutocracia privada, trae justo lo contrario: la sumisión regulada del género humano. De la mundialización de la informática, vislumbrada en la presciente “aldea global” de McLuhan, hemos pasado a uniformar el orbe con la rabiosa moda de las mascarillas. ¿Cabe mayor logro para quienes se carcajean de nuestras ínfulas de individualidad? Un mismo Gran Hermano nos tiene uncidos a los ordenadores, nos anuncia pandemias con antelación, advierte del cambio climático y vomita consignas, mientras nos arrea hacia el veganismo y nos aboca a ingerir la papilla sintética producida por sus fábricas. Si se sale con la suya, dirigirá el cártel más influyente en la historia del mundo, el más omnímodo, el que ha hecho bailar a su son a miles de millones de seres humanos. O el menos eso barrunta este trasunto contemporáneo de aquellos legendarios barones ladrones, cuyos apellidos se siguen asociando a la exacción monopolística, y cuyo negocio puede alternar los microprocesadores con las semillas transgénicas. La promoción que aquí han tenido adláteres como nuestros dirigentes políticos no es sino la versión carpetovetónica de un traje a la medida de cada país, adaptado a las tragaderas y el caletre de la sociedad en cuestión. ¿Se atreverá el individuo pensante a concebir que “lo público” no existe sino como pesadilla orwelliana, como estafa semántica, y que aceptar la monitorización forzosa de la población, igual que su homogeneización, significa vender el alma muy barata?

Si el mundo se va globalizando, no es en el sentido naíf que habían vendido, el de viajes más frecuentes, rápidos y económicos, mejor acceso a los frutos de la inteligencia, mayor respeto mutuo entre personas y grupos de todas las esferas, igualdad de oportunidades desde la meritocracia, la autodeterminación y la movilidad o un feraz intercambio, sin censura ni cortapisas por mor de la tecnología disponible, de saberes, datos o noticias. Hay antes bien lo diametralmente opuesto. Nos endosan un énfasis creciente en el localismo, la discordia, las restricciones y la incompatibilidad, como cuando se empieza a exigir el bable, un engendro aún por pulir, para ser guindilla en Asturias. Cuando se fomentan las “discriminaciones positivas” en el sistema legal, que es como decir las “injusticias bendecidas” o los “atropellos humillantes”. En la pretendida reducción en un 50% de los vuelos comerciales, por pías razones medioambientales. Cuando azuzan a mujeres contra hombres, hijos contras padres, jóvenes contra viejos, negros contra blancos, musulmanes contra cristianos, catalanes contra otros españoles. En la depauperación deliberada del sistema educativo y la inoculación por tierra, mar y aire de la más inmunda chabacanería mediante la televisión. En la limitación de la velocidad en las ciudades, tanto para desanimarnos con multas como para entorpecer los traslados. En el auge de la okupación ilegal, estimulando al ladrón y castigando al propietario. En la importación de bárbaros hostiles a las leyes, silenciando sus delitos para mejor ampararlos. En la manipulación grosera de contenidos en la enseñanza, los medios, el discurso político y el lenguaje. En el encierro domiciliario por nuestro bien, a cuenta de epidemias de génesis “ignota”. En el embate pertinaz contra la familia y el derecho a la vida. Si te apetecía progreso, bébete dos bañeras.

Curiosamente, el rencor a Occidente procede de los EEUU sesentaiocheros, de lo que se llamó contracultura e hizo levitar de gusto a la ultraizquierda. De ese delirio psicodélico e infantilizado, al que no eran ajenos los tejemanejes de MK-ULTRA y la torcida pericia de un químico. Lo narra con probidad impecable Stephen Kinzer en Poisoner in Chief. Sidney Gottlieb and the CIA Search for Mind Control (St. Martin’s Griffin, 2019). Permítasenos, pues, dudar de la espontaneidad del poder de las flores, el amor libre y la expansión de la conciencia. Fue en las universidades norteamericanas donde en verdad se impuso el marxismo de los Adorno, Marcuse y compañía, primero, y el oscuro posestructuralismo francés, no menos marxiano, de los Lyotard, Foucault e tutti quanti, después. ¿Por qué América se coloca en vanguardia? Acaso por la misma razón que impulsa al Mayflower en 1620. Gore Vidal, que conocía el percal, afirmó que las sectas puritanas no buscaban precisamente la libertad individual. Según él, la idea del Nuevo Mundo no supone ese arquetipo de un segundo Edén donde cada cual pudiera adorar a Dios a su manera, esa Nueva Jerusalén o segunda oportunidad poslapsaria, sino un andurrial lo bastante espacioso como para imponer tu propia teocracia de bolsillo, tal y como la describe Hawthorne en La letra escarlata.

Implica la susodicha cabriola quitarte de un plumazo dos o cinco mil años de historia occidental, un atajo posmoderno para saltarte siglos de doloroso aprendizaje de tolerancia y convivencia, en los que el liberalismo garantista e ilustrado creó las condiciones legales y constitucionales necesarias. George Washington y Alexander Hamilton, por lo visto, habían sido un espejismo. Se procede así con ligereza a una inversión hegeliano-marxiana, para sajar de un tajo el nudo gordiano de la historicidad. Quien parecía tenerlo todo por aprender se siente fuerte y promueve ahora un nuevo adanismo que exportar de vuelta, hasta tornar a Europa neonorteamericana (como Monedero y Errejón dijeron soñar con una España neovenezolana, con ellos de caciques). Ser yanqui, brusco y despiadado sería así algo semejante a ser leninista: sería ser anticonservador, iconoclasta y demiúrgico, por supuesto anticatólico, y no respetar otra jerarquía que no fuese la fuerza coercitiva. Más o menos lo que describe Henry Miller en Trópico de Capricornio. Cuando llegas a las costas californianas y descubres que no aguarda nada más al oeste, porque todo es una “pesadilla de aire acondicionado”, los inventores de utopías han de exprimirse las neuronas para urdir su siguiente distopía. Los falansterios de Fourier no funcionan. Su concepto es tan falso como el rótulo Arbeit macht frei.

Laurent Binet ha publicado hasta ahora tres novelas meritorias. La primera, HHhH (versión española, de 2011, en Seix Barral), que gira en torno a Heinrich Heydrich y el atentado que acaba con su vida, de ahí el título, es la menos brillante. La segunda, La séptima función del lenguaje (Seix Barral, 2016) es con diferencia la mejor, una desternillante sátira de la onda francesa del posestructuralismo en la que son personajes Kristeva, Derrida, Lacan, Umberto Eco o Camille Paglia. Y la que aquí nos incumbe es la tercera, tan ingeniosa como estrambótica, que se titula Civilizaciones (Seix Barral, 2020). Su protagonista es el emperador Atahualpa, que deviene en un Leif Erikson o un Pizarro al revés, puesto que son los incas los que, tras las incursiones americanas de vikingos y españoles, cruzan el Atlántico en sentido contrario, para conquistar Europa y determinar la geopolítica del Viejo Continente. Un fabuloso ejercicio de ficción, pero también en cierta medida un alegato ideológico del autor, que tal vez deseaba contrarrestar el escándalo creado con la irreverencia hacia las vacas sagradas del izquierdismo cultural posmoderno exhibida en la obra anterior, volviendo al redil de lo políticamente correcto.

Parece mentira la celeridad con que hemos olvidado el tétrico inmovilismo de la Guerra Fría, la noción de que la Unión Soviética y sus satélites iban a perdurar eternamente, y de que la única alternativa a la devastación del planeta en una guerra atómica era la coexistencia entre tiranía marxista y sociedad de mercado. En 1972 Rudolf Bahro, un comunista germano-oriental movido por nobles intenciones, publicó La alternativa, una valiente y castigada aportación a la llamada teoría de la convergencia, esto es, al propugnado acercamiento gradual entre el capitalismo monopolístico estatal del bloque comunista, mal llamado socialismo real, y el capitalismo democrático de Occidente. ¡Cuánta reflexión baldía! No cabía imaginar que el totalitarismo vencido, desprestigiado y genocida iba a retornar, artificialmente modificado, como un virus inficionado adrede por unos nuevos amos multimillonarios. Unos nuevos señores que nos ven como ganado y están pero que muy ansiosos por darle la puntilla a nuestras libertades. ¿O piensan directamente en nuestros pescuezos?