Los engañaditos


Al izquierdismo sólo le importa el mito religioso de “la igualdad” como bandera para reclutar agraviados y perdedores

Algo que van diciendo mucho últimamente los buenistas, hoy el nuevo sinónimo de candoroso peleado con la realidad, es “nos engañaron”. “Es que Pablo Iglesias me engañó”, te espetan. Vamos a ver. Si entregas un dinero que te quema en el bolsillo a unos trileros de Atocha no puedes luego despotricar: “¡Los trileros me tomaron el pelo!” Francamente, si la reacción es para regañina en un chaval de catorce años, ¿qué habrá que hacer con un progresista talludito? ¿No será que te dejaste engañar porque ello te apetecía, inflaba tu autoestima, te daba la satisfacción de ver en la picota al chivo expiatorio de tus envidias, frustraciones y carencias? Sterling Hayden, haciendo de Johnny Guitar en la cinta de Nicholas Ray, le espeta a una colosal Joan Crawford, en el papel de Vienna: “Miénteme. Dime que todos estos años me has estado esperando.”  Pero estamos ante un tipo duro dirigiéndose a un monumento de mujer, con todos los sobreentendidos que caben entre dos seres sobrados de dignidad, experiencia y sentimiento trágico de la vida. No ante un pececito que, por estar en su papel de pececito, se zampa el señuelo.

El votante de izquierda que cree que sus candidatos le van a bajar el precio de la luz es corresponsable si, cuando llega la izquierda, la factura eléctrica se pone por las nubes. Máxime cuando dos tercios de la tarta no se corresponden con el consumo ni con el precio real de la energía, sino con los impuestos fijados afanosamente por el gobierno. Si le compras un crecepelo milagroso a un charlatán de feria y no te brota una melena de lagarterana como la que gastaba tu ídolo, el prenda que se despatarra en público cual icono de ese manspreading que, sin fijarse en las piernas del mesías, demonizan sus militantes compañeras, ¿cómo puedes declararte burlado? Pero operan el sustrato genético, la conveniencia percibida, el delirio autoinfligido. Esperar de la incoherencia y del dislate recompensa es como exigirle a una garrapata autonomía y desapego.

¿Cómo solucionamos esto? Asimilando que, a partir de la pubertad, causas y efectos van de abajo a arriba, y no al revés. Es lo que los liberales llaman responsabilidad. No es el progresismo de pandereta el que crea a sus votantes, sino esos votantes los que se embaulan, con adicta avidez, su confianza ciega en el progresismo de pandereta. Así, son los supuestos estafados los que generan el desenfocado análisis, la burbuja de ensoñación. Por atribuir moralidad y sapiencia a una superstición desacreditada innumerables veces. Por decirse con retintín de papagayos que “utopía” es la parada de autobús que aguarda a la vuelta de la esquina, cuando la palabra, desde que la acuñara santo Tomás Moro, significa no-lugar. No obstante, aunque sumisos, pardillos y quejicas, ellos mandan. Aunque se enorgullezcan de detestar la libertad. Por eso somos este populoso hormiguero siempre dependiente del pulgar de alguien, llámese Nerón, Lenin o Schwab, una marabunta que no se sabe si ruge, cruje, o muge.

En un país que ha instruido a su población en los réditos de castigar el talento, odiar el mérito y proclamar insolidario a todo el que triunfa más allá del fútbol, la gastronomía o la frivolidad, vamos mal. Y empeorando a diario. Declarar ahora impronunciables los nombres de Santiago Ramón y Cajal, Ramón Menéndez Pidal, Gregorio Marañón, Alejandro Malaspina o Juan de la Cierva es la última ocurrencia de quienes por costumbre, inclinación y cálculo empuercan lo más bello, extraordinario o valioso. Antes les tocó la china a Cristóbal Colón, Hernán Cortes o a quienes cimentaron la grandeza del imperio español. ¡Menudo ejercicio de progresismo, obsesionado en fabricar amnesia, incultura y zafiedad! Pero cuanto sirva para alimentar discordias, rencores y bajos instintos es lo que se antoja prioritario en la estrategia gubernamental.

Si por añadidura resulta aventurado esperar aplauso cuando alguien encarece la decencia moral, rechaza el pandillismo o ejecuta proezas destacadas, es obvio que no cabe esperar nada de la educación, esa sentina de escombros (por plagiar al elocuente y torrencial Neruda antes de que prohíban por sexistas sus poemas de amor) que, cuando estaba en mejores manos y era un instrumento emancipador, servía para desbastar, pulir y elevar. La han convertido en una rama del adiestramiento en la servidumbre, en un ente cuyo cometido central se diría que es el de quebrar las almas nobles mientras halaga y da alas a los torpes. En nombre del igualitarismo y los mecanismos niveladores, sostienen. A ver cómo dejamos atrás estas falacias, sin duda imprescindibles en sus planes, proyecciones y agendas, constatado el esmero que ponen nuestros dirigentes en asfixiar todo impulso de liberalización y mantener a la gente estabulada, “protegida” y monitorizada.

Habrá que apelar al corazón de las personas, a su biología, a las pulsiones atávicas. Si no estalla un brote espontáneo de honestidad y de ansia de mejora por parte de los de abajo, del ciudadano corriente, será difícil que se produzca cambio alguno. Algo de esto se ha manifestado en la abrumadora victoria de Díaz Ayuso en Madrid, que ha sorprendido y no debería sorprender tanto. Ese triunfo ha demostrado que quien puede parecer adormecido o catatónico en realidad sigue vivo, y abriga en su interior la capacidad de reaccionar. En la medida en que exista hambre de autenticidad, y no de fabulación engañosa, los males pueden enmendarse.

Igual que la desactivación del obrerismo marxista vino de los obreros, que entendieron que el empresario privado podría ser con mala suerte un desalmado, pero que el jefecillo o jefazo de la burocracia estatal ejercía una tiranía infinitamente peor, la desactivación del feminismo posmoderno tendrá que venir de las mujeres libres, independientes y pensantes. Lo mismo que la desactivación de la manipulación galopante agrupada bajo las siglas de LGTBI tendrá que venir de homosexuales, transexuales y seres no menos celosos de sí mismos. Su orgullo no se cifra en ese carnaval abracadabrante de friquis y carrozas, pues nadie interioriza con gusto la versión más circense y desquiciada de sí mismo. Como se entiende que la desactivación de Black Lives Matter habrá de proceder de los negros valientes y cabales como Rashard Turner, uno de sus primeros jefes y fundadores, quien ha desenmascarado este fraude, describiendo por enésima vez cómo causas superficialmente justas son desvirtuadas, vaciadas de cualquier fibra ética y aprovechadas para que sus promotores se hagan con mansiones a costa de los acomplejados cuyas vidas no les duele arruinar. ¿Alguien ha visto que se exija paridad entre negros y blancos en los equipos de baloncesto de la NBA? ¿Alguien ha visto que se exija reducir la ingente brecha salarial entre negros y blancos en la NBA? Y no seguimos con otras profesiones, algunas de mal tono, en las que, por “el mismo trabajo”, ganan por ejemplo el doble las mujeres que los hombres.

Al izquierdismo sólo le importa el mito religioso de “la igualdad” como bandera para reclutar agraviados y perdedores, una soldadesca barata al objeto de establecer su dictadura irreversible, pero odia tanto como teme la igualdad de oportunidades, la igualdad ante la ley, la igualdad que imparte justicia. Porque tal igualdad indeseable, aborrecible para un progresista, le da a cada cual lo que merece, sin que intervenga el político, ese árbitro, metomentodo, comisionista o intermediario que, típicamente, se embolsa la parte mollar a cambio de pontificar con “corrección política”. Como si el colectivismo no fuese al individuo lo que la mafia al tendero, lo que el socialismo al talento o lo que el sistema de enseñanza a la inteligencia creativa. Es decir, fórmulas sincopadas para desvalijar, parasitar y amedrentar.

La plebeyización de la política no es necesariamente social, aunque resulta evidente que para una pléyade de dirigentes es objetivo primordial su enriquecimiento. Por eso el desempeño atrae a personas que vienen de abajo y carecen de una formación que les hubiese permitido una carrera profesional de éxito. Son lo peor de cada casa. Quienes llegan a la política habiendo logrado antes con legitimidad un patrimonio saneado son más susceptibles de entenderla como servicio altruista y como satisfacción moral, pero será difícil que compitan en proporción numérica, hambre de poder y malas artes con los advenedizos sin escrúpulos. Esto produce un vaciado ético y un empobrecimiento intelectual que tritura como una picadora de carne los mejores recursos. Mas la plebeyización es asimismo intelectual, lo cual no debe extrañar después de tantas décadas de degradación educativa. Una pescadilla que se muerde la cola. Tal ingeniería social no puede sino ser deliberada, para impedir el despertar de las conciencias, limitando la formación exigente a minorías y élites controladas. Por eso los activistas de izquierdas, cuando logran ser nomenklatura y empiezan a soltar el pelo de la dehesa, no quieren para sus hijos la educación pública depauperada que diseñan para el conjunto, igual que no utilizan, como se ha observado en los tiempos del Covid, la sanidad pública que aspiran a endosar al resto. ¿Caerán algún día del caballo los engañaditos?