A la izquierda política, como a ciertas religiones, le encantan los afligidos. La gente desvalida, sufriente y necesitada de consuelo es su cantera de afiliados y su mano de obra. Cuantos más mártires haya a mano para hacer gavilla, mejor. Por esa razón promueven sus astutos líderes los proteccionismos, las redes de beneficencia, la politización del quebranto, la colectivización del victimismo.
Constituyen los atormentados no sólo su cartera de clientes, sino también su gran excusa para atacar y esquilmar a los que no quieren ser encajonados en dicha categoría. Cuentan con que el victimismo es una pulsión altamente adictiva, que requiere dosis crecientes de atención, halago y recompensa para obtener un mismo grado de alivio. Puesto que se basa en la percepción de la propia inferioridad, se alimenta a diario del rencor y de la envidia, de la indignada observación de quienes son fuertes y felices, llevan vidas autónomas y obtienen premio a su trabajo. En eso consiste la desigualdad demonizada por los profetas de la redistribución. ¡Como si fuera posible repartir equitativamente la inteligencia, la honradez, el tesón, la belleza, la suerte, la herencia genética o la habilidad! La tarea de igualar lo desigual es inacabable. Digna de Sísifo. Desmochar, aplanar, capar, amputar. Sólo concluiría cuando se hubiese desincentivado, denigrado y destruido el último átomo de talento, de iniciativa individual, de ganas de sobresalir sobre los demás.

Hemos de contradecir a Hans Christian Andersen cuando considera la hiperestesia de la princesa del guisante como síntoma de genuina aristocracia. Menuda ingenuidad contrafáctica. Si una princesa no es aguerrida y todoterreno, difícilmente va a mantenerse ni cinco minutos en su puesto. Los verdaderos príncipes y princesas del guisante son los victimistas, los pasivos, los quejicas, los que profieren alaridos de dolor cuando se hacen una rozadura, los que consideran que sus gobernantes son responsables de cualquier tropiezo, contratiempo, rémora o carencia propia, y exigen airadamente su limosna, su subsidio, su paguita no contributiva, su sopa boba.
Príncipes del guisante son esos izquierdistas que logran insultar de una tacada a Isabel Díaz Ayuso y a empresas de alimentación como Cien Montaditos, Rodilla, Telepizza y Viena Capellanes poniéndose, brazos en jarras, como si los citados quisiesen envenenar a la población madrileña con su bajo nivel de exquisitez. Son los mismos que, por contraste, elogian el elevado bienestar de Venezuela, atribuyendo las largas colas a que los ciudadanos “tienen más dinero para consumir más”, como arguye Errejón, o ponderan las famosas tres comidas, sin duda de mejor nivel gastronómico y dietético, que los venezolanos reciben con rigor socialista gracias a la generosidad del chavismo. El comunismo caviar para niñatos consentidos. Que estos políticos expelan cuentos chinos con tamaño brío va en su vocación, talante y sueldo. Pero a sus votantes habrá que atribuirles el calificativo de tragacionistas, que viene a ser el reverso del negacionismo.
Parece que hoy abundan los príncipes y las princesas del guisante. Una demostración de libro de que, si a alguien le concedes mimo, munificencia y autoestima en raudo aumento, automáticamente subirá el listón de sus demandas, de su sensibilidad, de su ombliguismo y de su abulia. ¿Qué les importará a ellos la hegeliana dialéctica del amo y el esclavo? Les suena a bachillerato de antes, a franquismo o así, no a integración educativa, inclusión y cubitos de colores. No advierten desde su paradigma pedagógico, que es el de Carmen Calvo, Rodríguez Zapatero, y Pixie y Dixie, que el buen “esclavo” es el deportista que entrena con dureza, el empresario que madruga y arriesga, el autónomo que echa horas para pagar su hipoteca, el sabio que estudia y alumbra saberes. Y que los “amos” fofos, obesos, pegados al televisor o el móvil, incapaces de hilar tres frases con sentido, son ellos. Es demasiado pedirles que lo entiendan o lo busquen en la Wikipedia. Pero sus dirigentes les dicen que ellos mandan, que ellos tienen la sartén por el mango, que gracias a la presión fiscal y el monopolio de la violencia estatal, a la legislación emanada de la infalible voluntad popular, queda amarrada la deriva hacia la igualdad democrática.

Antonio Escohotado, ese hombre de incontestables honduras que piensa tal y como le parece, y no como querría la clerecía educativa que le negó una cátedra, se pregunta si las actitudes de paternalismo hacia los negros y la llamada discriminación positiva, que iniciaron las universidades norteamericanas hace más de medio siglo y hoy se halla hipostasiada hasta extremos delirantes, difieren mucho de la caza de esclavos de antaño, practicada como es sabido con asiduidad por los propios negros. Y concluye que no hay mayor garantía de retroceso que hacerse trampas, que encomendarse a la caridad y al racismo sandio de requerir ser juzgado por el color de tu piel, y no por tus méritos. Algo que evidentemente suscribiría Thomas Sowell, el gran economista y pensador que nos regalase, entre otras muchas obras harto valiosas, su Economía básica. Un manual de economía escrito desde el sentido común (Barcelona: Deusto Ediciones, 2013). Una de nuestras mayores luminarias liberales.

Si volvemos a Hegel y a su magna parábola, parece que es más interesante “progresar” (no en el burdo sentido progresista, sino en el convencional de avance basado en el ingenio y la fortaleza, en la acepción no orwelliana de perfeccionamiento neto) a partir de la condición de “esclavo” en acepción clásica, por entendernos. Ahí está Epicteto, que lo fue, y además sin ser negro, como si el color contase, cuyo odioso amo dicen que le rompió la pierna en oprobiosa corroboración de su impotencia inane, sin restarle un ápice de genialidad a su filosofía. O el liberto Juan de Sessa, amigo de Gonzalo Fernández de Córdoba, que fue catedrático de Gramática y Lengua Latina en la Universidad de Granada, amén de poeta excelente. Como parece asimismo que estos “amos” de pacotilla y cartón piedra fabricados por la corrección política son ominoso augurio de ruina, decepción y, a lo sumo, tardío desengaño.

Por fortuna, aún no se han extinguido los individuos sanos, los que ansían ser dueños de su propio destino, los que en modo alguno aspiran a ser víctimas y no van a dejarse engañar por los cantos de sirena del otro “progresismo”, el de los cansinos vendehúmos marxistas que no se sacan de la boca el empalagoso fetiche de lo colectivo. Cuando ciertamente las personas somos cuerpos y mentes individuales, apegados por instinto y ambición natural a la libertad, la diferencia, la desigualdad. Al vasto proyecto de parir cohortes de víctimas se suman ahora los caballeros de Davos, esos que pretenden monitorizar nuestra salud telemáticamente y traernos el forraje sintético con un despampanante dron. Sueñan con ejércitos de sumisos, con muchedumbres de adictos al amparo, el dogal y el pesebre. Nada sorprende la unanimidad que se da entre cuantos, procediendo de ámbitos en teoría diversos, comparten una misma agenda global. La batalla política de estos tiempos no es entre derecha e izquierda, sino entre un sistema que defienda una imperfecta libertad individual y otro sistema que, bajo el pretexto del amor al prójimo, la aplaste y la suprima.

La única alternativa útil es la que fomente los sanos ejemplos de individualidad, responsabilidad sobre uno mismo, autoemancipación creadora. Un instrumento débil, por supuesto, frente a las masas dopadas, enganchadas al soma distópico que nos inyectan por tierra, mar y aire. Un perro sobrealimentado cada vez se moverá menos, sus arterias se estrecharán cada vez más, cada vez tendrá menos voluntad propia. Era coherente que Lenin desoyera a quienes le aconsejaban que fusilase a Pávlov, al fin y al cabo un científico burgués. ¿Quién mejor que él para instruir al comunismo en cómo hacer babear, en reflejos condicionados, a súbditos despojados de iniciativa, a autómatas serviles?
Idéntico propósito persigue en la actualidad la degradación de la enseñanza, la nivelación de las calificaciones. Dejemos un instante de lado la injusticia que supone penalizar y castigar los resultados académicos positivos, debido a que, según pontifica el Ministro de Universidades Castells, el suspenso “machaca a los de abajo y favorece a los de arriba”. Está claro que aquí hay algo más, que no se reduce a considerar enemigos a cuantos posean superioridad moral, intelectual y cultural, postura que recuerda esa estrategia de Pol Pot consistente en arrasar las ciudades, fusilar a cuantos llevasen gafas o acreditasen estudios superiores e imponer, habiendo exterminado a los mejores cuadros del país: la celebérrima igualdad. Ese algo más es el “hombre nuevo”, el perro de Pávlov, el modelo de talla única de ciudadano, habiendo extirpado de la faz de la tierra a librepensadores, seres independientes y, consiguientemente, criaturas resistentes al designio.

El alumno que recibe un aprobado que no se merece o una promoción para la que no está cualificado se ha convertido en dependiente, en menor de edad perpetuo, en caniche que se arroja a los pies del dueño, el Estado, para que el funcionario le espete: “No vales nada por ti mismo. Me perteneces, pequeñajo, porque he sido yo quien te ha concedido cuanto eres.”
Magnífico artículo, ha sido un sorbo fresco. Me congratulo comprobando que aún quedan personas que piensan así y pueden escribir así de bien lo que piensan.