La masa humana es por inclinación inestable. Su estado ordinario es el burbujeo, la intranquilidad. Antaño, cuando se había producido una catástrofe, un vasto exterminio, una guerra cruenta, la gente, asustada, se amansaba por un tiempo, concluía que es preferible no pelearse por dimes y diretes, evitaba despellejarse por bajas pasiones y apetencias innobles, sopesaba que quizás trajera cuenta convivir en paz y tolerancia. Pero dicho equilibrio tenía fecha de caducidad. Porque en cuanto se tornaba rutinaria tanta concordia, los más inquietos o pendencieros comenzaban a buscar peros. Se ponían a cavilar: “Sí, pero es que la casa de Fulanito es más grande y bonita que la mía.” “Es que el niño de Menganito saca mejores notas que el mío.” “Es que la esposa de Zutanito es más alta y delgada que la mía.” “Es que yo me merezco más.” En esas etapas vuelve a aflorar un sentimiento capital en los humanos, la envidia. Que va fermentando e hinchándose, reconcomiéndoles las tripas, hasta que aparece un líder revolucionario que dictamina: “Hay materia.” “Podemos arrear al ganado.”
Aunque hay excepciones, lo habitual es que sea un vástago de familia acomodada, con algún rencor antiguo y enquistado, que atisba una oportunidad para descollar, resarcirse y pasárselo bien. Tanto por la impunidad de los propios actos, derivada del deber incendiario de cascar los huevos, como por el deleite vicario de supervisar la violencia desatada en los otros en virtud de su florida elocuencia. Ejemplos clásicos de ello son Lenin o el Che Guevara, que experimentaban una satisfacción genuina matando. Así lo expresó con sinceridad el segundo en carta a su progenitor, tras su primer asesinato; “Tengo que confesarte, papá, que en ese momento descubrí que me gusta matar.” Como dejó igualmente por escrito, pues su narcisismo marxista lo convertía en omnipotente, su desprecio a negros, homosexuales y mujeres.

Pero esos eran otros tiempos, otras mixtificaciones, otros pretextos para hacer lo que siempre han fantaseado hacer, de tenerlo a su alcance, nuestros congéneres: mandar despóticamente sobre los demás, acumular posesiones y signos externos de dominación, regocijarse observando la impotencia de los liliputienses, fustigar un trasero glamuroso hasta que sangre. Hoy en día, los cabecillas comunistas ya no aspiran a ese privilegio neroniano, sino que se conforman con servir a los supermillonarios globalistas, ejecutando en nombre de una confluencia de intereses lo que mejor saben hacer, que es manejar a súbditos a través del palo y la zanahoria, el miedo y el control, la desactivación mental y el adoctrinamiento.
Empero, ¿por qué no es viable contrarrestar la manipulación y el abuso mediante la denuncia y la crítica, apelando al sentido común, el raciocinio y las consecuencias de adoptar un adanismo tan lerdo, contrafáctico y ahistórico? Lo explicamos. No hay peor insulto que decirle la verdad a un pobre de espíritu, máxime si es con sinceridad y buen humor. La persona de este modo ofendida nos profesará una aversión granítica, enconada, inextinguible. No hace falta que ello ocurra ante terceros, lo que por descontado es peor. Basta que el aserto le confirme al afectado lo que intuye, aunque resulta horrísono e insoportable escucharlo de alguien que no es un cantamañanas. En esa tesitura, el malestar que el aludido albergaba se transforma en autojustificación terapéutica. Ha tenido la bicoca de toparse con un chivo expiatorio, con un desagüe providencial, con un mecanismo de compensación que posibilita desviar la culpa hacia el mensajero. Ergo se reafirma, como lapa que se aferra a la roca cuando pretendes despegarla.
Así, quien carecía de pensamiento propio, alardeaba dulcemente de su sumisión y exponía su convencimiento de que el éxito pasa por decirle a todo el mundo lo que quiere oír, resuelve descubrir que posee carácter, solidez reputacional, una dignidad que se ha visto zaherida. Es la hora de la indignación. Quien recibió preces de ti, se percata de pronto de que eres de una mezquindad inquisitorial. Quien disfrutó la indulgencia de tu silencio y comprensión ante sus defectos, averigua que eres un cúmulo de excentricidad y arrogancia. Quien, cuando esperaba de ti los dos que te pidió, recibió cuatro, siente que es imposible perdonarte tal oprobio. Y es que nada engendra más ojeriza que la generosidad obtenida. Si después sufres una descalificación susceptible de otorgarte galones de mártir, el rebote es colosal: no sólo no debes ya gratitud, sino que tu benefactor debe indemnizarte por haber resquebrajado los soportales de tu inviolable autoestima.
Dejar ganar al desmañado en cualquier lance por misericordia es una equivocación que se paga. Lo entenderá como un derecho adquirido, y si no se repite cada vez que su inferioridad quede patente, lo transmutará en inquina contra quien despliegue la osadía de enjuiciarle con objetividad, sin propinas ni dejarle pasar por delante. La desconstrucción postmoderna del mérito y los valores estaba ideada para esto, para enervar y quebrar, alumbrando avideces, premiando taras y propagando enfermedades sociales. Tal ha sido la afanosa dedicación de los Marcuse, Lyotard, Foucault, Derrida y sus epígonos de segunda y tercera generación, que hoy infestan el sistema educativo. Los destinatarios de estas iras son obviamente los mejores, los más altruistas, los más valiosos, creativos y capaces, que ven cómo la oligarquía financiera, la clase política y sus medios propagandísticos azuzan contra ellos a las turbas de obnubilados y celosos.
Lo que antes era el proletariado como argumento político, la famélica legión, ahora son otras huestes, puesto que los obreros desean trabajar, ganar dinero, pagar menos impuestos y prosperar, motivo por el cual su talante es liberal-conservador. Al quedarse sin explotados, urgía dotarse de nuevos peones. Cómo ha ido modificándose el perfil en la subcontrata de víctimas por parte de la incansable izquierda. Antiguamente, el objeto de sus desvelos eran los trabajadores. Cuando estos le dicen “no, gracias”, el progresismo se pasa a los negros, los musulmanes, el Tercer Mundo, las mujeres, las minorías sexuales, los obesos, los fracasados por bajo rendimiento académico. Si se resisten, o prefieren llevar su condición con independencia, y no se dejan reclutar como tropa para imponer el paternalismo antiliberal, se convierten en aborrecibles. Sólo son apreciados si sirven para atacar y castigar a los que valen, a los que destacan, a los que son inteligentes, a los que generan riqueza.
Cuando escasean los obreros, y ya no digamos los campesinos, de natural conservador, que encarrilen la revolución, hay que buscar unos descontentos que sean abundantes, sencillos de detectar y fabricar, y más fáciles aún de embaucar. Para disponer de tal recurso en cantidad significativa, era imperativo alimentar un resentimiento masivo, patológico. Porque el único sitio donde quedan en rigor oprimidos, criaturas que pasan hambre y penalidades, vegetan con lo mínimo, sufren violencia, represión, brutalidad gubernamental y tiranía, son los enclaves comunistas que sobreviven, esos paraísos amados por nuestros sindicatos y ministros socialistas.
Ahora se percibe uno de esos momentos previos a una inmolación colectiva. Es como si lo confirmaran las entrañas de las aves. Se aprecia un notable ascenso en los niveles de estulticia e ignorancia, vemos inflamarse a diario el hábito arraigado de la queja, la irascibilidad y el pancismo, cunde la incapacidad de elevar los ojos sobre el triste plato del fanatismo y los prejuicios propios. Pues el obtuso también sufre. Percibe como agravio que le den por su bella cara más de lo que merece. Así que se ofusca e irrita genuinamente, le suben las ganas de romper algo, de desahogarse, de arremeter contra quienes no parecen compartir su dolorosa problemática.
Mientras, los altavoces rugen que el mundo está fatal, peor que nunca. Fíjese el personal en los pronombres y el lenguaje existente, en la palabra “negro”, en la gesta colombina, en general en el pasado histórico, en el canon cultural y en lo que albergan los museos, en el célebre calentamiento global, en las flatulencias bovinas, en el sexo que te asigna la biología cuando a tus padres les da por engendrarte, en que siga habiendo ricos y pobres, listos y tontos, guapos y feos, esbeltos y gordinflones. Es un completo desastre que a estas alturas no haya igualdad y no se hayan corregido estas cosas. Por fortuna, políticos, intelectuales, periodistas, educadores, correveidiles y banqueros nos instruyen por todos los canales disponibles sobre nuestra condición victimizada. Lo que se hace de suyo para adobar la carne de cañón antes de usarla. Porque cuando haya cumplido su papel, ya retomaremos el punto de partida. La reconstrucción no es menos lucrativa que la destrucción, apuntan algunos que argumentaba Keynes, y desde luego calculaba Dick Cheney.

Tanta maravilla no habría sido posible sin los intelectuales, de los que se dan dos modalidades. Están los que propiamente ejercen su función y trabajo, que es anteponer la verdad a su conveniencia, y los que envilecen su cometido para acceder a los lujos y las mieles del poder. Como la proporción es de uno a diez más o menos, en favor de los segundos, el influjo sumado de la clase intelectual es palpable. Llámese compromiso, mancharse del barro del camino, defensa de los menos favorecidos y del bien común, fidelidad al Führer o como apetezca, la estrategia es tan burda como transparente. Se trata de bendecir con sofística y ornamentación la deriva perniciosa que los sátrapas del momento hayan urdido. Para ello es menester que acallen, calumnien y, si no hay más remedio, supriman a sus colegas virtuosos, los no prostituidos, que constituyen un recordatorio permanente de sus malas artes. La lucha es desigual, pero interesante, porque enfrenta a la fuerza bruta con la modesta autenticidad. Y a veces David vence a Goliat.