Globalizando


Hoy resultan ser los que mandan quienes alientan la insurgencia populista y la teledirigen contra objetivos designados.

Anuncian que las compañías del grupo Lufthansa van a dejar de utilizar la locución “Sehr geehrte Damen und Herren”, que viene a ser algo así como “Muy estimadas damas y caballeros”, y que tantísima consideración es debida al potencial ofensivo de la frase. Esto, en una nación que provocó dos guerras mundiales, causó abundantes millones de muertos y estuvo a punto de acabar con los judíos vivos que habitaban la tierra. Ciertamente la vida cotidiana del planeta parece haber enfermado de adanismo, o de adamianismo, en una de esas erupciones de superstición, medievalismo, ignorancia y hambre de jolgorio como las que nos trajeron a begardos, beguinas, hermanos del Libre Espíritu y demás afectados de aquellos trastornos psicogénicos de masas. Pero concurre una novedad curiosa. Antaño eran fenómenos patológicos espontáneos, que brotaban desde abajo y procedían de gentes desquiciadas, a mitad de camino entre la juerga y el motín, como cuando la turba sale a derribar efigies, quemar bibliotecas, saquear comercios, asesinar personajes y proclamarse, por un rato, el motor de la historia.

Hoy es enteramente lo contrario. Son tendencias urdidas, alimentadas y propaladas desde arriba, por empresas multinacionales, por conglomerados mediáticos o educativos y por líderes políticos polivalentes, que inoculan a la plebe las nuevas modalidades de comportamiento rebelde, de ruptura del orden pacientemente edificado por el avance de la civilización, de sabotaje grosero a tradiciones, símbolos, monumentos, recordatorios, lecciones aprendidas e hitos culturales. Hoy, repetimos, resultan ser los que mandan, y ganan buenos dineros de camino, quienes desarrollan un pintoresco interés en que haya malestar, discordia, batahola, subversión y pandemónium. Los que alientan la insurgencia populista y la teledirigen contra objetivos designados.

Lo cual no impide, desde luego, que sean reconocibles los mecanismos descritos por Elias Canetti en su obra cumbre, Masa y poder, originalmente publicada en 1960. En contra de lo que algunos piensan, el libro no es un estudio sobre Hitler o su ideología, sino una descripción del totalitarismo como derivación de los procesos colectivos, del ansia de rehuir el miedo mediante la inmersión de lo individual en lo masivo y del aprovechamiento de tal pulsión gregaria por parte de quienes deciden ordeñar esas ubres para la sumisión, la obediencia y el ejercicio de la crueldad. Cuatro son los rasgos esenciales de la masa, según Canetti: su deseo permanente de crecer, el régimen igualitario que impera en su interior, su gusto por el apelmazamiento, como si fuera Carnavales, y la necesidad de dotarse de un rumbo. Los aprendices de brujo que acierten a cabalgar ese tigre o esa ola, y en el presente se vislumbran unos cuantos aspirantes a escala universal, llevan no poco adelantado. En verdad han quedado retratados con las manos en la masa.

Hoy, repetimos, resultan ser los que mandan, y ganan buenos dineros de camino, quienes desarrollan un pintoresco interés en que haya malestar, discordia, batahola, subversión y pandemónium.

Dicha estrategia globalizadora disfruta de flamante apoyo tecnológico, aunque la ecuación sigue combinando los ingredientes más antiguos: la persecución del objetivo designado, el éxtasis violento de la plebe y los salvíficos proveedores de doctrina. Modernamente cabría situar sus orígenes en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial. Si el estalinismo fue uno de los grandes triunfadores, y Churchill hubo de volverse a casa por elección de sus ingratos votantes tras haberles ganado la guerra, a fin de hacer sitio a un socialista nacionalizador, el nacionalsocialismo no fue en puridad derrotado, sino que se adaptó con sigilo a un nuevo marco formal. Los mejores científicos hitlerianos fueron ávidamente reclutados por los Estados Unidos, y el jefe del espionaje nazi, Reinhard Gehlen, lo siguió siendo del espionaje de la República Federal Alemana hasta su jubilación en 1968, no sin antes haber reorganizado a fondo la OTAN, trabajado eficazmente para la CIA y haber alumbrado organizaciones como ODESSA y Gladio.

 

Entretanto, no todo era guerra fría, ni enemistad acérrima, ni destrucción mutua asegurada. Mentes privilegiadas como la de Alexandre Kojève vislumbraron desde los años cincuenta un fin de la historia posthumanista, en el que no fueran contradictorios Hegel y Mao, ni tampoco su propia filiación comunista y su más que esencial aportación a la creación del Mercado Común Europeo. Es obvio que la semilla de lo que hoy llamamos Davos se sembró en ese tiempo por cabezas como la suya, y que la llamada Agenda 2030, que ya empiezan a rebautizar como Hoja de Ruta 2050, sugiere por eso mismo admitir que las cosas de palacio van despacio. Pero marchan, al menos en la óptica de quienes planifican estas cuestiones y llevan desde 1945 regalándonos estructuras y organismos mundialistas, supranacionales, transversales, discretos y sedicentemente altruistas, mientras se repantigan, como quien en su vida ha roto un plato, envueltos en los ropajes de la religión más noble, de la ideología política más munificente y de la promesa de felicidad más ubicua.

Es obvio que la semilla de lo que hoy llamamos Davos se sembró en ese tiempo por cabezas como la suya, y que la llamada Agenda 2030, que ya empiezan a rebautizar como Hoja de Ruta 2050.

Charles Murray acaba de publicar su último volumen, Facing Reality. Two Truths about Race in America (Nueva York: Encounter Books, 2021). En él apunta que los negros, que conforman un 13% de la población norteamericana, representan el 50% tanto de los autores como de las víctimas de homicidios, o que los blancos multiplican por siete la tasa de éxito de los negros en las notas de acceso a la universidad. Y se pregunta: ¿Se alteran estas cifras perorando de racismo sistémico, supremacismo blanco o supuestos y nefandos privilegios adquiridos? ¿Se modifica esta situación cuestionando el orden liberal, la igualdad ante la ley, los valores de la Ilustración y la neutralidad constitucional, al objeto de perjudicar calculadamente a los que en buena lid quedan por delante y de beneficiar a los que, rigiendo la igualdad de oportunidades, quedan por detrás? Murray opina que el país se está pegando un tiro en el pie, que arrodillarse ante los negros y besarles los zapatos no va a hacerlos más competitivos, que esta autoflagelación de seres bienintencionados y decentes es un dislate contraproducente. Lo que no se pregunta es si el error propiciado por las élites no será deliberado, parte de un designio o una jugarreta.

Charles Murray

Lo que se pueda preguntar a estas alturas el canadiense Jordan B. Peterson será un poema. Cuesta imaginar que exista en el mundo actual un pensador más honesto, entrañable, brillante, querido y, a la par, vituperado por el progresismo que él. En su país, que solía ser un territorio hospitalario, abierto, democrático y generoso, Peterson es un apestado, el paradigma de la mala persona, el enemigo del oficialismo nacional. Si hablamos de sus autoridades. Desde que en 2016 este hombre valeroso plantara cara a las instituciones canadienses, ciertamente pioneras en la ideología de género más conminatoria, intolerante y sectaria, los valores canadienses y él han entrado en colisión. Y además por una cuestión lingüística, estilística, propedéutica.

Jordan B. Peterson

Basta seguir un poco los recientes usos verbales de Podemos, en lo tocante a corrección política, y las expresiones que profiere esa triste Irene Montero, como intentando grotescamente hacer ver que es que habla así porque le sale, o por elección y preferencia, o por la educación recibida desde pequeñita, para colegir que todas esas payasadas no son majaderías propias, ni arraigados antojos endógenos, ni guiños al idiolecto de Marx y Engels. Sino que resultan, a lo sumo, piruetas antinaturales, contorsionismos en los que aún se tiene poca práctica, pruebas de la flexibilidad y el acatamiento de esta izquierda, a la hora de atestiguar su desmañada servicialidad a una doxa externa, con banqueros y asesores. Proyecto que demanda esa aperreada destrucción del mundo previamente existente que llaman cancelación. Se trata, pues, de obliterar y retorcer la gramática y el lenguaje que proscriben los amos del cotarro. Una vez estipulado lo que es aceptable decir y lo que no, lo siguiente será prohibir y censurar todos aquellos textos en los que haya expresiones caídas en desgracia, como participios masculinos o referencias a realidades que desagraden a la jefatura. Cabría imaginar una Wikipedia redactada por entero en ese neolenguaje. Si la “memoria histórica” supone la extirpación de la realidad considerada inmencionable, la construcción de un mundo paralelo y la obligación de asumirlo como si fuese el real, este chabacano neolenguaje cumple un papel complementario y equivalente, intentando destruir los conceptos y los significados ideológicamente demonizados, e impregnando las mentes por vía de los nuevos significantes inventados, susceptibles de borrar los recuerdos existentes.

Comparado con esto, el pobre Thomas Bowdler, el médico y ajedrecista inglés que se propuso reescribir el canon literario de su patria con criterio moralizador y puritano, fue un bromista involuntario, y sus ridículas injerencias, a no dudar inoportunas, una trastada de niños. Ni siquiera la neolengua nazi según la estudia el diarista y filólogo Victor Klemperer en su Lingua Tertii Imperii, que se publicó por primera vez en 1947, se aproxima a la ambición totalitaria de lo que hoy estamos experimentando a gran escala. Un mismo fanatismo derriba estatuas, dinamita santuarios, resignifica símbolos y distorsiona los léxicos y los lenguajes. El propósito no es otro que el de alterar mentes, percepciones, reminiscencias, culturas relevantes y obras de arte solventes . En este sentido, el móvil y las redes sociales son al globalismo lo que la radio y las técnicas del Goebbels al nacionalsocialismo.