El dinosaurio sigue ahí


La capacidad fabuladora del ser humano halaga al niño interior y va ligada a dicha ingenuidad, idealizadora de falacias infalibles.

La historia del comunismo es la de un éxito estupefaciente. Parece increíble que una ideología tan deficiente, cruenta y cogida por los pelos, elaborada por un par de aventureros algo disolutos como Marx y Engels, un arribista vengativo como Lenin y otros letraheridos con su comezón, produjera esa eclosión voraz, ese arrastre. Tras las vastas religiones emanadas del judaísmo, que jamás aspiró a ser mayoritario ni buscó hacer prosélitos, el comunismo es el tercer gran credo de masas. Es cómico que los dos amigos, los Laurel y Hardy del socialismo, se considerasen científicos. Eran un dúo de diletantes que negaban esa etiqueta a otros cantamañanas tan mixtificadores que ellos. Sus cálculos y pronósticos fueron casi todos erróneos. En su maquinar subversivo, improvisaban, repartían consignas y prometían el oro y el moro, mientras efectuaban un corta y pega de creencias, saberes, inquinas y soflamas. Epistemológicamente hablando, son una chapuza. Lo narra gráficamente Robert Service en su Camaradas. Breve historia del comunismo (Barcelona: Ediciones B, 2009).

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Robert Service

Empero a ellos, como a Lenin y Trotski, tal vez su demagogo más capaz, esto les trajo sin cuidado. Les divirtió un montón llevar a la praxis el comunismo, tanto como a Fidel Castro, Pol Pot o a sus caricaturas postmodernas. Desde el principio les constaba que su intuición era fecunda, que ofrecían un producto que la plebe, de entrada, les compraba. Un producto tan vendible, que incluso hoy soporta a un personaje como el nuevo presidente del Perú, balbuceando simplezas en televisión. Ciertamente el mapa geopolítico de América Latina asusta e impresiona, al ejemplificar cómo tan extendido territorio vuelve a caer, país a país, presa del comunismo. Y ello contra toda enseñanza ética, histórica, lógica y económica. ¿De dónde procederá el predicamento?

De arranque, es una doctrina sempiternamente joven, que resalta lo nuevo frente a lo viejo, lo novedoso ante lo familiar, la utopía contra la tradición. Anteponiendo, con la fe del carbonero, lo indemostrado a lo probado. ¿Quién no barrunta más sabrosas las manzanas del vecino que las propias, no ha barajado las cuentas de la lechera del cuento, no se ha repartido mentalmente, en lotes ilusamente conducentes a su dicha, el premio de la lotería aún por sortear? La capacidad fabuladora del ser humano halaga al niño interior y va ligada a dicha ingenuidad, idealizadora de falacias infalibles. ¿Cómo va a competir, en gancho y fuste, la fantasía con la realidad? La arrogancia bisoña no perderá ni cinco minutos honrando la prudencia, ni el furor genesíaco sujetará su apetito por valorar la ataraxia o el escepticismo. Porque las teleologías salvíficas tienen a gala el credo quia absurdum de Tertuliano. Y despiden, al ser gratis soñar, incontestable seducción.

quinto septimio florente tertuliano
Quinto Septimio Florente Tertuliano

También suele acaecer, sobre todo cuando median emociones y rencores, que se adopte una bandera contra algo o contra alguien, aun a sabiendas de que pueda ser dañino. O exactamente por eso. ¿A qué y a quién se opone el comunismo? A no dudar, a la autonomía y felicidad ajenas, a la justicia basada en la valía, al respeto al prójimo. Por eso sus prosélitos detectan una aberración en la persona creativa y libre, que no encaja en su esquema de lo colectivo. El individuo, con sus rasgos propios, debe someterse al rebaño entendido como conglomerado de piezas indistintas. Es la cacareada igualdad, adulando el instinto de turba. La embriaguez de una rugiente hinchada futbolística o de un tropel que trasiega sudores en carnavales posee utilidad propedéutica en los aperitivos guerrilleros, porque depara el gustazo de avasallar el frágil sentir íntimo de quien no se enardece. En el barullo se confunde y se camufla el miedo, se nota uno impersonal, sobrado e impune. Aunque la fase revolucionaria de romper cristales, quemar iglesias, dar palizas y saquear supermercados es efímera, y el “centralismo democrático”, que nunca creyó en la pamplina del buen salvaje, no tarda en abocar a sus peoncitos a la sumisión. O a la servidumbre voluntaria, según dijo Étienne de la Boétie, el llorado compañero de Montaigne.

¿A qué y a quién se opone el comunismo? A no dudar, a la autonomía y felicidad ajenas, a la justicia basada en la valía, al respeto al prójimo. Por eso sus prosélitos detectan una aberración en la persona creativa y libre, que no encaja en su esquema de lo colectivo.

La uniformidad y el compadreo que vienen añorándose desde los esenios son pupilaje generalizado, minoría de edad perpetua. Importará una higa ser de los últimos o de los primeros si el pobrismo socialista es la única ley. A ello se opuso con nobleza el distributismo de Chesterton, Belloc o Schumacher, siguiendo a la Iglesia Católica, y que supone la antítesis tanto del “capitalismo de amiguetes” como de las magnas concentraciones monopolísticas. Revelador es cómo la izquierda actual simpatiza de una tacada con Davos y el chavismo, con la OMS y el FMI, con la regencia omnímoda de los supermillonarios transnacionales y el vituperio de la propiedad privada. La ecuación les complace. Rousseau no sólo fue un hombre de talento prodigioso, una inteligencia egregia, el inventor del romanticismo. También fue un progenitor despiadado, un paranoico atrabiliario, un enemigo del cristianismo, un propietario riquísimo y un adulador de los poderosos. El comunismo, ese opio del pueblo que tanto le debe en su vertiente sentimental, siempre querrá que nadie posea nada excepto lo que reciba por obra y gracia de los jefes, quienes lo poseerán todo. Ellos, los enemigos del comercio, como los llama Antonio Escohotado en su elocuente trilogía, administran. El que cuando menos reparte, si no le permiten matar zares, se lleva la mejor parte. Por eso han puesto de mayordomo de la agenda globalista española al que han puesto. En su magín, la cartilla de racionamiento se llamará dron, geolocalización o microchip.

jean jacques rousseau
Jean-Jacques Rousseau

Quien haya visitado la Unión Soviética, donde se cumplía el dicho de que lo público no es de nadie, recordará el inenarrable hedor, acumulado a lo largo de las décadas, que impregnaba los retretes, incluso los ubicados en centros tan distinguidos como la Academia de Ciencias de la URSS. ¿Quién va a cuidar lo que no es suyo, o a remover con brío estajanovista la inmundicia depuesta por otros? Si el trabajo es obligatorio y la recompensa inexistente, ¿quién se esmerará? El que se entrena en atletismo, se sacrifica para ganar competiciones y obtener premio. Si quien se esfuerza menos o carece de motivación tiene garantizado un rédito idéntico, la tentación de que los mejores caigan en la frustración y la apatía será ubicua.

Escojamos, como hipótesis, la pesimista y digámonos que el comunismo está llamado a triunfar. Imaginemos que exista más gente remolona que gente laboriosa, más gente crédula y roma que gente avisada y emprendedora. Que lo aprendido tras haberlo experimentado uno mismo, se pierde y caduca cuando el empírico sobrevenido muere, y que pocos escarmientan en cabeza ajena. Que los neófitos que arriban vuelven a situarse ab ovo en el prejuicio, el candor y la intransigencia, reiterando el bucle. Para reforzar el timo están los intelectuales, los artistas, los actores, los opinadores. Quienes han convertido la ficción, la retórica y la sofística en oficio sirven a esa causa. El comunismo lo pintan glamuroso, aunque ellos vivan de lujo o lo intenten, pues darle alas implica un salvoconducto para su condición parasitaria, así como una vía para ganar influencia y músculo económico. Careciendo de poderío físico, logran así instalarse a la cabeza de la manada y orientar sus querencias antiliberales. Es el anhelo de todo juglar: ser el pequeño jinete que cabalga el elefante.

El que se entrena en atletismo, se sacrifica para ganar competiciones y obtener premio. Si quien se esfuerza menos o carece de motivación tiene garantizado un rédito idéntico, la tentación de que los mejores caigan en la frustración y la apatía será ubicua.

¿Qué cabe hacer en respuesta? Hay antiguos partidos de derechas que parecen abonados al pesebre socialdemócrata y ya coquetean con el globalismo. En el plano privado y personal, cabe seguir estudiando liberalismo, aprender a vivir con frugalidad, dejarle el boato y la codicia a los predicadores izquierdistas y a sus cuates derechistas y tratar de emular la sonrisa de Diógenes o de Epicteto ante la tosquedad ambiental. Los límites de nuestra capacidad de persuasión no residen en la calidad o veracidad del mensaje, ni tampoco en la eficacia de los mecanismos de divulgación. Apenas reflexionamos en voz alta para una minoría obstinada, que elige cordura y moralidad. Pícaros y vendehúmos entienden, claro, los principios que traicionan, pero su oportunismo les vence. La virtud no aspira a resultar lucrativa, ni espera razonablemente que el vicio o la maldad sean castigados. Así que nuestra felicidad reside en una vida discreta y precavida, sabedora de que el proyecto comunista no admite medias tintas. Su implantación, de suyo sin marcha atrás, requiere doblegar al conjunto de la población, sin escatimar medios y atribuyéndose licencia para romper cualquier regla. La verdad para estos estafadores es un constructo burgués, un comodín moldeable según dicte la estrategia.

Hablar de dogmatismo, fanatismo, sectarismo, psicopatía o egoísmo patológico no está fuera de lugar para calificar a los líderes comunistas. Pero también describe, mutatis mutandis, una condición humana harto común, la que mueve a cualquier mocoso malcriado que se agarra una rabieta, a cualquier violador o asesino en serie cuando han aprendido a salirse con la suya y depurado los automatismos para repetir jugada. El virtuosismo de Stalin alcanzó tales cimas que, una vez muerto, nadie se atrevía a acercársele, tal era el terror que inspiraba. Ni de cadáver dejaba de ser ominoso, tiránico, irracional y comunista. En comparación con su logro, la noción de arrepentimiento o de conciencia interior es insignificante. En una sociedad comunista es inviable sobrevivir sin doblez. La honestidad se torna más rara que un okapi.

Convivir con la mentalidad totalitaria es imposible. Dialogar con ella es como tratarse el cáncer con tiritas. Totalitarismo y cáncer esperan de ti que te rindas, o que pagues el precio de enfrentarte a ellos. No cabe oponer las tiritas del estoicismo o del pacifismo al furor del totalitario. Tampoco la tirita de la moralina, o apelar al bien. El comunismo, y se aprecia hoy en América Latina, es como el Covid-19 en ambición invasiva y usurpación del orden previo. Surge porque alguien descubre que es una portentosa idea: contagiosa, universalizable, susceptible de multiplicar el control, el pavor, el sometimiento, el pillaje. Un mecanismo fácil de desatar, muy eficaz para enjaular muchedumbres, que hace de oro a sus promotores. Por ello, lo que constituye una provechosa idea desde el punto de vista práctico es bastante arduo de desactivar, pese o gracias a su malignidad.