Que nos perdone el obispo Berkeley, pero su inmaterialismo o empirismo idealista nos parece una vislumbre errónea, un antojo solipsista, una ligereza ingenua. Por mucho que el anglicano irlandés fuese un pensador sofisticado y excelente persona, y posibilitase que Schopenhauer nos regalase la belleza de su El mundo como voluntad y representación o adelantara hitos aprovechables para el método científico o la moderna filosofía del lenguaje. No se trata del fuero, sino del huevo. ¿Cómo va a depender la existencia práctica de las cosas de que alguien las perciba? Es de un antropocentrismo escandaloso, al que acudiese William Wordsworth en sus Lucy poems.

Es evidente que yo percibo cosas que otros no perciben, y no me cuesta percatarme de que otros más lúcidos que yo perciben cosas que yo no percibo. ¿Va a depender el estatus ontológico de algo de la atrabiliaria percepción de alguien? Borges podrá decir lo que quiera, pero el pragmatismo epistemológico está con el Dr. Johnson y su famosa patada a la piedra. Como si se la hubiera propinado al número pi, la merecida patada, para ilustrar que esse y percipi no tienen derecho a ir del brazo, como si fuesen parroquianos del mismo club. ¿O es que el número pi no existió antes de Euler, Oughtred, Arquímedes o el autor de Reyes 7:23-24 cuando describe la sapiencia de Hiram, sin duda partiendo de hallazgos mesopotámicos y fenicios?

Es obvio que, si Juan Ramón se va, se quedarán los pájaros cantando. Como que, si se muere el pájaro, Juan Ramón escuchará el silencio. Tan palmario como que puede haber alucinaciones perceptivas, del tipo de la anoréxica escuálida que se ve gorda, y uno creerse que es Napoleón o enorgullecerse de una anomalía, invisible al resto de los mortales, como experimentar que usurpa un cuerpo o una identidad equivocados. La cansina disforia del argumentario comunista, o globalista. A qué retorcimientos llegan por embelecar. Podemos imaginarnos lo que nos pete, el delirio nos dicte o nos convenga. Un idiota puede considerarse inteligente. En puridad es lo común. Un malvado puede dar a entender que es bondadoso. Un zarrapastroso puede suponerse la caña de España. Pero eso no significa que lo sean. Por mucho que despatologicemos.

¡Ah, espetarán, y porque tú lo digas! Pues yo tengo tanto derecho a tener razón como tú. Mi percepción tiene el mismo derecho que la tuya a ser válida. El mundo es relativo y, en democracia, lo que cuenta es lo que quiere, siente, vota, opina y demanda “la gente”. A lo más, si hay querella, que la dirima el jefe, el experto, la reina de Alicia en el País de las Maravillas. Y a esos, como es normal, en una oclocracia los pone el pueblo y por eso encarnan el acierto, porque es fructuoso que esté al cargo quien nos diga lo que queremos oír, o posea el salero hirsuto y desabrido del epidemiólogo Simón. Hemos dicho oír, ojo, no escuchar. Que para oír está casi contraindicado escuchar. ¿Cómo voy a saber que la luz de la nevera queda apagada cuando cierro la puerta? ¿O lo que dicen de mí a mis espaldas si no me dedico a espiar en plan cotilla? Esse est percipi. El resto es consenso, que diría un Hamlet progresista.
El lector que haya soportado la exposición hasta aquí, por columbrar que sólo de lo inesperado se deriva un aprendizaje que desautomatice sus rutinas, espabile sus sentidos y confunda al asnal autocorrector informático, hallará recompensa. Vamos a quedarnos más acá del bravo filósofo y de sus nobles especulaciones, para entonar un “ser es ser percibido” más mostrenco, al alcance de cualquiera, incluso del que escribe. Porque la frase es por desgracia verídica de otras maneras. Coloniza y regula nuestras vidas, impregnando las de nuestros coetáneos. De modo que con estos bueyes hay que arar. Vamos allá.
Esse est percipi, sentido dos: lo que pienso, creo, opino, veo o escojo adoptar como interioridad psíquica es lo que es, lo que hay, lo que cuenta para mí y debería, por tanto, ser acatado por la humanidad. Es decir, discurro que existe el calentamiento global y el “cambio climático”, que la naturaleza es buena, sabia, estable, dulce y como una princesa de Walt Disney, y los humanos somos niños malos que, con cada paletilla de cordero que nos zampamos, desencajamos un cachito el eje de rotación del planeta, contribuimos a desatar un tsunami en Filipinas y nos hacemos dignos de que Greta Thunberg o José Ignacio Sánchez Galán reciban nuestro óbolo penitencial.
Si esta convicción nos habita, esta convicción es, ocupa un pedazo de lugar en el mundo, crea y destruye puestos de trabajo, trastoca hábitos y relaciones de poder, amarga nuestro humor. Y los humores pueden ser peligrosos, y desestabilizar el ecosistema, como sustancias químicas, no pocas veces malolientes, que son. Lo dicho sobre la religión calentológica vale para “mi” ideología en la parcela equis, mi amor al Barcelona Club de Fútbol, que es mi estilo de liberar pueblos oprimidos, o el partido político que pretendo seguir votando, porque los otros son repugnantes y a algo hay que aferrarse, máxime si no se nos ocurre recurso mejor para sentirnos integrados. Por no hablar del Covid-19 y sus orígenes, de la situación afgana, de los pronombres y las desinencias de género, de las aportaciones intelectuales y morales de Podemos a nuestra patria, no importa, del tópico que toque. Mi prejuicio, el color de mi cristal, mis anteojeras, mi educación, mis batallitas biográficas, mi genética, llámense como se llamen, fabrican y conforman lo que es. Y tanto si me he enterado como si soy inconsciente de ello, el dilema me trae al fresco, porque me gusto cual soy, y ponerme en duda me dejaría una sensación incómoda en la tripa.
Esse est percipi, sentido tres: en realidad, soy un posibilista, no tengo por qué mostrarme sincero o adoptar una posición concreta, más vale estar a todas, como en las partidas de póker. ¿No es útil mostrarse poliédrico? Pues no se me escapa que esto es una jungla tal la de Apocalypto, llena de bichos y sujetos potencialmente hostiles, y que mi mejor opción es tener en cuenta sus percepciones, medirlas con anticipación, al objeto de erigirme yo en amo y en verdugo, en lugar de que los hados se decanten al revés. En este crudo sentido, mi labor principal estribará en modular, tramar u orquestar cuanto vaya a constituir el ser que los demás perciban como sólido, y articularlo en mi propio beneficio. ¡Cómo no van a interesarme sus ideas, sus suposiciones, sus gustos, sus pasiones, sus apetencias, sus placeres! Son la sustancia con la que se construyen mis sueños, crematísticamente hablando. ¿En qué otro menester se afanan los asalariados de la “memoria histórica” o de la OMS, los gobernantes, los diseñadores de moda, los pedagogos, los presentadores de televisión?
Lo que es metafísicamente falso, como la superioridad racial nazi o catalana, puede postularse como “políticamente correcto” y resultar, por consiguiente, sociológicamente cierto. En la medida en que sea percibido, es. Aunque digan que la mentira es privativa de los humanos, seguro que cualquier depredador con vocación de continuidad recurre a lo mismo, a las falsas creencias, al gestionar las expectativas ajenas para después soltar el zarpazo. Se trata de un modus vivendi elemental, darwiniano, veterotestamentario, conductualmente testado, propio de cualquier concurso en una isla.
Lo que es metafísicamente falso, como la superioridad racial nazi o catalana, puede postularse como “políticamente correcto” y resultar, por consiguiente, sociológicamente cierto.
Esse est percipi, sentido cuatro: la estética. Habiendo dado por sentadas las tres acepciones anteriores, que hemos ido desgranando en homenaje a Berkeley y no aparecen precisamente como divertidas o edificantes, nos resta lo más suculento. Aceptando que las cosas son como les da por ser, y que tal vez no haya compañero más grato que Sexto Empírico, el divulgador del pirronismo, para afrontar la condición humana, podemos salir a pasear por la calle y gozar del espectáculo que se despliega ante nosotros. En vez de adoptar un platonismo lerdo, confrontando lo que nos sale al paso con sus respectivos modelos abstractos, con fanáticos ideales de perfección izquierdista, encontrando fallos, disonancias e irregularidades por doquier, podríamos comenzar a buscarle su poesía a la fealdad, la deformidad, la infinita variedad de lo contingente. Si los antiguos aristócratas visitaban cottolengos, manicomios y presidios para solazarse con la contemplación de los espantos lombrosianos, por algo era. Los enanos pintados por Velázquez, aún no prohibidos, emborronados o quemados por tan piadosa dirigente política como Rocío Ruiz, esa consejera de Igualdad, Políticas Sociales y Conciliación de la Junta de Andalucía que busca condenar al paro a los trabajadores del “bombero torero”, ejemplifican dicha inteligencia. O su falta, según se contemple.
Decisión íntima que no implica sino el posicionamiento estético ante la realidad exterior. Una actitud aristotélica, empírica, respetuosa, cognoscitiva, analítica. Despierta ante las formas, los colores, las líneas, los movimientos, los sonidos, los olores. Empeñada en aprovechar lo que nos ha sido concedido en forma de aparato intelectivo, sensibilidad, discernimiento, pesquis y visión en perspectiva. No incurramos en el error de subestimar la dimensión política de un gesto que sustituye lo pasivo por lo activo, y nos permite susurrar: esse est percipere.