Hay un enorme margen de mejora


Nada hay hoy más digno de conmiseración elegíaca que un votante socialista.

Llegará el día en que cierto sector de los españoles separatistas, comunistas, de izquierda, localistas o meramente afligidos por la necesidad de vengarse de sus progenitores, esa ingente tropa, asimile su aportación a la suerte de su patria. Porque será verificable. Tan crasa y ruinosa como vergonzante. El conglomerado de piezas disímiles que nos gobierna, conocido como el monstruo de Frankenstein desde que así lo bautizara Alfredo Pérez Rubalcaba en 2016, es en efecto un collage de cachos de cadáveres, en distintas fases de descomposición, ensamblados por una tenacidad biliosa, en una huida hacia delante, surgida de la mengua en el apoyo electoral, que recuerda la de Buster Keaton en El maquinista de La General. Empero, sin su comicidad. Preséntanse sus perpetradores dispuestos a todo con tal de seguir en el machito, como si sólo les inquietara continuar esquilmando al prójimo y su previsión de futuro alcanzara, a lo más, el altruismo de una garrapata o el desdén de una poetisa posmoderna.

Cada uno de esos fragmentos constituye la degeneración de algo que preexistió con rasgos menos chocarreros, cuando tuvo una personalidad de origen, unas bases doctrinales y unas condiciones de existencia que iban más allá de la ambición descarnada de sus capitostes. Esto es, cuando esas canales y despojos, con sus correspondientes humores, se hallaban integrados en un cuerpo propio, con rasgos de coherencia, armonía y funcionalidad. Basta comparar las carreras, provistas de principios, de los Enrique Múgica, Ernest Lluch o Jerónimo Saavedra con la desenfadada casquería de los Carmen Calvo, María Jesús Montero o Salvador Illa para comprenderlo. O confrontar al Felipe González que decía preferir que lo matasen de una puñalada en el metro de Nueva York antes que morir de aburrimiento en las calles de Moscú (sacando así el coraje para reivindicar el capitalismo liberal), con ese Sánchez del trotecillo surrealista a la vera de Joe Biden, luciendo su jovial, autocomplacida liquidez.

Enrique Mújica

Para que el milagro sea factible, hay que sumar a mansalva. Ningún poso o resto es desdeñable. Máxime cuando llevamos décadas en un goteo incesante: verbigracia, firmas estrella de PRISA y el búnker progresista que se van a otros medios o se mantienen contradiciendo a esos lobbies, con el único salvavidas de su trayectoria; o políticos de prestigio en peregrinaje regular desde partidos más de izquierdas a partidos más a la derecha. Para responder a este observable fenómeno, el Frente Popular o Monstruo de Frankenstein, sintiéndose encoger, responde de dos formas: una, tornándose más izquierdista y más separatista, más furibundamente antiespañol, en todas sus manifestaciones, con lo que la posición que ayer era “avanzada” pasa a ser declarada “retrógrada”, induciendo de paso al PP a incorporar muchos dogmas socialistas recién descartados, al objeto, opinan ellos, de “centrarse”; y dos, apretarle las clavijas a las televisiones, los diarios y los mecanismos de infiltración propagandística, al objeto de que se esmeren en ir divulgando las nuevas posturas y los nuevos inventos, faena para la que ya cuentan con el ejército de sumisos docentes, especialmente en la rama de Humanidades. Entretanto, los destinatarios de la argucia, los españoles incrédulos, se resignan a lo que les están infligiendo, optan entre adaptarse o hacerse el sueco y confían en que su calvario acabará algún día.

Nada hay hoy más digno de conmiseración elegíaca que un votante socialista. Exento del oropel y las componendas de aquellos a los que respalda sin esperanza de engrosar sus filas, ejecuta el ritual por unas migajas, sean virtuales o remuneradas. Tan desairado papel sólo en parte lo explican el asco visceral a los conservadores, la tirria a la competitividad, el resentimiento nacido de carencias personales o el autismo moral. Late algo más, tras esa filiación identitaria, bajo dicho sentimiento tatuado en la piel. Pero absolutamente nada lo emparenta con aquel tsunami de entusiasmo cívico, amor a la democracia, convivencia plural entre ciudadanos decentes y convencido europeísmo que asombró al mundo en 1982. Porque sus dilatadas tragaderas han tenido que hacer desaparecer los GAL, una ciclópea corrupción cuantificada en sede judicial (sin parangón en ningún otro partido o régimen anterior), los alegres ERE, la mendacidad y la manipulación ubicuas, así como la fulminación de cualquier vestigio de calidad en el sistema público de enseñanza. Amén de zamparse la responsabilidad de haber maleado la cultura, la universidad y las instituciones oficiales, de andar con la Guerra Civil como Mateo con la guitarra o de calumniar sin pausa a España, mancillando su historia y sus valores. Por el curioso placer de odiarse a uno mismo. Pero vayamos con otras partes del engendro.

Hoy sabemos que el Jordi Pujol de la transición estaba más absorto en el chiringuito familiar que en la política, en puridad su vaca lechera, de ubres ubérrimas. Antes de ponerse a amenazar con los niditos de los pajaritos que hay en las ramitas. Fue por cronología alumno del Colegio Alemán de más acendrado nazismo, predispuesto a ver en el andaluz a un ser que “vive en la ignorancia y la miseria mental” y supone una “muestra del menor valor social de España” (según explicitó afablemente, y con sinceridad incuestionable, en 1958), susceptible de bastardear Cataluña. Esto, sin dejar de ser el perejil de todas las salsas, el rompeolas de todos los fervores y, para ulterior decepción nuestra, un sujeto prescindible, sanchopancesco, menor. Que incluso aceptó que el diario ABC le nombrara “español del año” en 1984.

No negaremos jamás cuánto nos enamoraron los aires del bello principado y de su entonces romántico Hinterland: el setabense Raimon y lo que pensábamos eran la catalanidad de Prim, Carner o Salvat-Papasseit, el lustre de Federico Mompou y Salvador Dalí, la inteligencia de Pla y tantos personajes admirables. Lindando con la europeidad populachera de Benidorm. Daba Cataluña algo que no ofrecían Galicia o Vascongadas en igual medida, cierta densidad y encanto culturales, gracia con soltura, una fenicia inclinación al comercio, sin olvidar esa burguesía salaz y divertida amante de la ópera. Otra versión por momentos amena de lo español, con Carmen Amaya, Peret y la gitanería espabilando al señoritismo. Pero esas licencias estéticas eran una cosa, y la pamplina étnico-delirante en que han desembocado, es otra. Contemplar a descendientes de alcaldes franquistas proclamar su superioridad racial y odio a España tiene bemoles. Tal lo es ver a comunistas y fascistas otra vez cogiditos de la mano, como en 1939. Pero peor aún es que el gobierno español lo dé por saludable y busque complacerles sus caprichos, asando para ello la manteca de los presupuestos. Y que nuestros socialistas aplaudan genuflexos, por mantener el carguete.

Federico Mompou

De nuestra pasión por el País Vasco tampoco vamos a abjurar. Aunque los numerosos libros de Jon Juaristi, de tan sabrosa elocuencia, nos mostraron tempranamente la endeble construcción de su nacionalismo, nos dejábamos llevar por la belleza del paisaje y la seducción de su mitología. La espantosa sucesión de asesinatos de la ETA incrementaba nuestra simpatía por esos perfiles vascos que parecían pintados por Ramón de Zubiaurre, Ramiro Arrue o Aureliano Arteta. Nos llamaba la atención que, cada vez que detenían a un comando terrorista, sobreabundara la proporción de apellidos gallegos, castellanos y extremeños. Hasta en eso había subcontratas y clases. Como nos la llama hoy que sean los herederos de dichos criminales, los de Bildu, quienes lleven de la correa, como a mascotas, a los políticos peneuvistas, y sean quienes hayan impuesto su parla. Sucede esto, una vez más, en no escasa medida gracias a los tejemanejes de Sánchez y su banda, que son los que lavan más blanco. Para calibrar cuán lóbrego e inmundo es lo que blanquean, conviene leer el último libro de Luis Haranburu Altuna, Odiar para ser. Nacionalismo vasco. Resentimiento e identidad (Editorial Almuzara, 2021).

En lo que atañe al comunismo, diríase que hemos retrocedido medio siglo. No hay más que evocar el eurocomunismo de Carrillo y Enrico Berlinguer y recordar la ingente contribución del PCE a la Transición, de la mano de Adolfo Suárez, el rey Juan Carlos, Torcuato Fernández-Miranda y otros valientes. Su aceptación de la democracia, la monarquía y la bandera rojigualda fue en verdad ejemplar, como lo fue la talla de líderes como Marcelino Camacho, Nicolás Sartorius y Álvarez de las Asturias Bohorques, Carlos Alonso Zaldívar o Ramón Tamames. Incluso Julio Anguita, tan dicharachero como honrado, de formas invariablemente pulcras, resiste mal el cotejo con un Alberto Garzón, y no digamos ya con la familia podemita que ha pasado a okupar ese espacio. De nuevo quien lleva la correa es el arribista, el barbilampiño radicalizado, hábil en hacerse un patrimonio de la noche a la mañana, que se desenvuelve mediante simplezas, bravatas y exabruptos. Un pájaro adanista que ufano va arrastrando lo que queda de algo extinto, que para algunos idealistas errados poseyera visos de honestidad y brillantez. Y ondean banderas como las del FRAP, la URSS o la II República. Porque lo que les gustaría hacer de mayores es trabajar como secundarios en una película de los años 30, con guión de Willi Münzenberg.

Finalmente, para completar los trozos menos relevantes, mas no por ello menos lucrativos, de la deforme criatura que sostiene de cabeza pensante al presidente Sánchez, están esos bocaditos de fiambre y restos de saldos procedentes de organismos regionalistas y locales, del cántabro al turolense o del BNG a Nueva Canarias, que apenas coinciden en su “qué hay de lo mío” a la hora de prestarse al contubernio, honrar el segundo principio de la termodinámica e instalarse, cómodamente eso sí y con la palma extendida, en un cosmopolitismo paleto, en un izquierdismo reaccionario, en una indignación victimista, en un marxismo de Groucho, Harpo y Chico.

Aquilino Duque

Quizás no pueda haber regeneración sin previa degradación a conciencia. Aunque se quemen libros, se compren y amaestren intelectuales, se silencien prodigiosos escritores como el recientemente fallecido Aquilino Duque o se difundan embustes sobre “memoria democrática” y otras zarandajas urdidas por patéticos pedagogos, la cultura, la inteligencia, la lengua y el alma del país sobrevivirán. De hecho, constituirán la base de un renacimiento maravilloso. Por mucho que pretendan los caciques actuales que en cada rincón de España reine un monolingüismo en un dialecto diferente (algo que no se le ocurriría al italiano, el inglés, el francés o el alemán más desnortados, quienes, poseyendo una diversidad lingüística más rica que la nuestra, respetan su lengua nacional como primer activo), a fin de que cada comarca padezca un sistema de enseñanza, unos contenidos docentes y unos requisitos formales diferentes e incompatibles entre sí, y la movilidad geográfica se torne un imposible, la cordura se abrirá camino. Los nicaragüenses podrán leer la última novela de Sergio Ramírez, aunque ello irrite al dictador Ortega, y los españoles recuperarán sus señas de identidad, pese al PSOE y a su Boris Karloff de serie B.