Los dos liberalismos y el señor comunista


Se comprende ahora por qué hay dos liberalismos. El liberalismo globalista es la última consecuencia del capitalismo financiero.

Curioso, cómo se emplea hic et nunc la noción de “delito de odio”. Un concepto jurídico sensato, que de ser aplicado con rectitud debería declarar fuera de la ley la lucha de clases, la hispanofobia agresiva o el mandar a asalariados de tu partido a reventar a pedradas el mitin de otro partido, aunque el ministro del Interior lo camufle. No es así como se usa, sin embargo. Sino que es de facto un truco de los odiadores para escarnecer a los odiados, y odiarlos más impunemente, en una proyección especular.  ¿Cómo va a odiar el fuerte al débil, el independiente al envidioso, el superior al inferior, el afable al esquinado, el decente al tramposo? Es psicológicamente irreal, como sostener que llueve de abajo arriba. El asunto sucede al revés, en la dirección contraria. El odio es reactivo, no proactivo. Es una manifestación de impotencia y de resentimiento. Como la del acomplejado rijoso que codicia, viola y mata a una chica bien. El arma de quien va de afligido y, lejos de corregirse, pretende una venganza diferida, taimada, cobarde. Para colmo imputándole al objeto de su tirria un supuesto odio. Y hay más. Todo el regodeo ufano que la santurronería biempensante experimenta con lo identitario se esfuma en un santiamén si el culpable de una fechoría pertenece a un grupo “protegido”. Entonces se prohíbe decir que el asesino o pederasta es, pongamos, un gitano, un inmigrante ilegal, un negro, etcétera, so pretexto de evitar el odio a ese colectivo. Precaución que es inexistente si el transgresor procede de un sector “demonizado”.

Descrita la primera trampa del desatino, vamos con la segunda. En dichos términos falaces, ¿cómo va a ser perseguible el odio? Será un delito agredir físicamente o causar daño fehaciente, y sería justo castigarlo, lo cual no siempre ocurre, en absoluto. Porque las infracciones penales han pasado a ser relativas, según quién las cometa y conceptúe. No hay más que reparar en Juana Rivas. Pero decirle a alguien lo que no quiere oír, expresarle antipatía o desprecio, sentir animosidad persistente contra alguien, esas pulsiones vulgares y consuetudinarias, ¿han de tener carácter de delito? En ese caso, numerosas personas se pasan buena parte de su existencia delinquiendo, de modo más o menos explícito. Desde Caín y Abel, el odio es pulsión más preponderante que el amor. Igual que concurre una desproporción estadística entre la tacañería y la generosidad, el rencor y la capacidad de perdonar, la codicia y el desprendimiento. A favor de lo primero. ¿Cómo es que de repente se ponen estupendos, lanzándose a perorar, con cínico remilgo, sobre estas constantes? A todo esto, es el feminista Pablo quien anhela azotar a Mariló “hasta que sangre”, no la dama al sayón.

Max Scheler

Con el corazón en la mano, ¿quién odia más, la izquierda a la derecha o al revés? ¿El musulmán al cristiano o a la inversa? Puestos a enunciar un patrón verosímil de comportamiento, que no una peripecia concreta, ¿es el blanco el que odia al negro, el rico al pobre, el alto al bajo, el guapo al feo, el triunfador al fracasado? ¿Y por qué habrían de perder su tiempo en ello los primeros? ¿Tanto desvariaron Nietzsche en su Genealogía de la moral y Scheler en El resentimiento en la moral al pormenorizar el mecanismo opuesto? Empero, en la praxis política actual, nos describen el odio como una lluvia que se precipita de abajo arriba, sin que resulte fácil, salvo en raras excepciones, solventadas de inmediato con gentiles exculpaciones, decir lo correcto: que, cuando diluvia, lo hace de arriba abajo. Instante en el cual quien no ha roto un plato recibe el aguacero si ha salido sin paraguas. Se comprueba a diario en aquellos ámbitos en los que, por profilaxis, nos han cancelado la presunción de inocencia.

Joseph Conrad

La izquierda es una factoría de victimismo sesgado, unidireccional, de ley del embudo. Empuña el catalejo por el lado que no es. Por eso el liberalismo, una actitud filosófica consistente en defender idéntica libertad para todos, la igualdad ante la ley, la primacía de la individualidad y lo concreto sobre la masa indistinta y el prejuicio, es pintado como el ogro, la bestia negra. Y atentados contra la paz social, la equidad moral y, sobre todo, el derecho a la propia intimidad, la propia vida y la propiedad legítima, que poseen neto carácter de crímenes –sean ejecutados ora por un terrorista, ora por una instancia gubernamental–, quiere pintarlos como gestos de humanitarismo altruista, entrañable y solidario. La neolengua de 1984 es ya lengua oficial. Quiere tornar cotidiano “el horror, el horror” de Joseph Conrad, el que resume El corazón de las tinieblas.

Pero hemos de tener algún cuidado con lo que venden como liberalismo. Distinguir entre el liberalismo globalista y el liberalismo clásico. Porque el primero hace ya tiempo que trabaja codo con codo con el comunismo, en un aggiornamento más amable, aparentemente incruento, de eso que los nazis llamaban Gleichschaltung, y que la Wikipedia describe adecuadamente como “un sistema de control totalitario sobre el individuo, así como una estrecha coordinación de todos los aspectos de la sociedad y el comercio”. Ello sorprende tan poco como aquel enterramiento de Montesquieu del que hace largo tiempo alardeara Alfonso Guerra, hoy tan sulfurado con el presidente Sánchez. En ambos contextos se trata de eliminar contrapesos e ir a una, como los mosqueteros. El sueño húmedo de la izquierda coetánea para con el poder judicial, las fuerzas armadas y el empresariado, toda vez que ya colonizó la cultura, la enseñanza y los medios. Y puede ir alternando a conveniencia, sin que su claque rechiste, la peluca revolucionaria y la socialdemócrata.

Karl Popper

Cuando los abundantes empleados que George Soros mantiene en la prensa, la universidad y la política españolas disertan con pomposidad sobre las sociedades abiertas, convirtiendo a su patrón en la reencarnación de Popper, están llevando a cabo el reverso de lo que predican. Jugando con el personal. Confundiendo globalización con globalismo. Apertura con cierre. Libertad con servidumbre. No están exentos de habilidosa elocuencia, y eso que los intelectuales salen considerablemente más baratos que los futbolistas. Léase el libro de Beatriz Becerra, la eurodiputada de ALDE, Eres liberal y no lo sabes. Un manifiesto europeo por el progreso y la convivencia frente al nacionalismo y el populismo (Madrid: Deusto, 2018) para degustar ese sabor. Estamos en la órbita homogeneizadora de la Agenda 2030, el enésimo intento de conformar un imperialismo universal.

Nicolás II y su familia

Si dicha Agenda 2030, la del “no tendrás nada y serás feliz”, depende en España de la podemita Belarra y la maneja oficialmente, desde una secretaría de Estado, el secretario general del Partido Comunista, por algo será. Este señor se afirma leninista “a mucha honra” y ha manifestado que, si en España se dieran las condiciones de la Rusia de 1917, “indudablemente” iría mañana a La Zarzuela a hacer, “por supuesto”, recalca, lo mismo que sus correligionarios le hicieron al Zar Nicolás II. ¡Acabáramos! Es probable que en otros países firmantes de esa agenda sus responsables sean algo menos fogosos y algo más disimulados, aunque el matrimonio del cielo y el infierno, tal lo imaginaba William Blake, queda plasmado. ¿Por qué se han emparejado el comunismo y el globalismo, forjando esta unión de conveniencia?

La razón estriba en la vislumbre globalista de que basta un porcentaje pequeño de la población mundial, tal vez del 15%, para producir cuantos bienes y servicios ven ellos necesarios. Juzgan, en consecuencia, que se da una redundancia. Que “sobra” la mayor parte de la humanidad. Sin entrar ahora en el método para reducir su número, buscan planificar el modo de estabularla y tenerla tranquila mediante una panoplia de recursos que refrenen su potencial desestabilizador. Los comunistas, que siempre han querido tener a la gente igualada, fijada al territorio y sometida a rutinas mecánicas e inamovibles, parecen ideales para aportar su knowhow. De esta suerte sólo existirían dos clases, la nomenklatura y las ovejas. Una aristocracia de mandarines y una plebe estable. Matizando que la segunda ya no es imprescindible desde un punto de vista fabril, sino una carga parasitaria. Obviamente la que más molesta, por innecesaria y crítica, es la clase media, siempre dándoselas de librepensadora y autosuficiente, exigiendo movilidad y espacio para desarrollar el talento.

Se comprende ahora por qué hay dos liberalismos. El liberalismo globalista es la última consecuencia del capitalismo financiero. La producción y el trabajo resultan factores secundarios, puesto que pueden resolverse con relativamente pocos recursos humanos. La única preocupación mencionable es que no sobrevenga la escasez o haya un colapso. Las élites, internamente enfrentadas según era previsible, experimentan desde laboratorios como Davos con diferentes estrategias, basadas en una socialización totalitaria, ensandecida, “posthumanista”, con la ciencia y la tecnología a su servicio. Las instituciones de la gobernanza mundialista están permeadas de esa aspiración, que dispone de luminarias como Fareed Zakaria, el astuto teorizador contra la llamada democracia iliberal, o capataces como Kristalina Georgieva, antes directora del Banco Mundial y hoy gerente del FMI, desde el que parece haber prevaricado en favor del gobierno comunista chino.

Alain de Benoist

Al campo de lo “iliberal” habrá que dedicarle atención aparte. Hallamos una esclarecedora aproximación en el último libro de Alain de Benoist, Contra el liberalismo (Madrid: Ediciones insólitas, 2020), en el que se meten todos los liberalismos en el mismo saco, se despotrica de Hayek y se justifica la deriva del Grupo de Visegrado. Un antídoto, a veces inquietante, que reivindica elementos nobles como la familia, la nación o la religión de nuestros padres. Apuntemos aquí sólo una curiosidad: la confianza que deposita en el comunitarismo, lo colectivo y tribal, como condición de existencia para la persona, le lleva al filósofo de derecha radical a una relectura casi enamorada de las fuentes de la izquierda, y a un perturbador desdén por el individualismo. Los extremos se tocan. Nihil novum sub sole.

El liberalismo clásico, por contraste, es el de los valores burgueses, en los que está –por fortuna y por desgracia, pues la hoja es de doble filo– incrustado ese romanticismo piadoso que han imitado como cacatúas, de boquilla, a su depredadora y atrabiliaria manera, los enemigos de la libertad. Estos últimos se llenan de continuo la boca con los “derechos humanos”, pero lo hacen desde su Ministerio de la Verdad orwelliano, con lo que su idea del derecho y de lo humano deja bastante que desear. Un liberal clásico es un humanista ilustrado. Es lo que trabaja, crea, aprende, innova y da a la luz en tanto que individuo. Es la civilización compartida que impulsa, la tolerancia sometida al respeto que propugna y el bien que hace voluntariamente, por ética y por estética. Globalistas y progresistas en cambio, sean conscientes o no de ello, son los heraldos negros del presente, fieles aliados del señor de las moscas.