El papelón de los intelectuales


Suelen ser galanes de la picaresca, desaprensivos, hábiles, gorrones y engreídos, según confirmas cuando rascas.

Andan protestando los profesores de filosofía por el trato dado a su disciplina por el señor Sánchez, y señalan que sustituye una asignatura de contenido profundo, útil para enseñar a pensar y que los alumnos maduren, por catecismos simplones diseñados, bien como material de relleno inane, bien como adoctrinamiento estólido. Pero varios de quienes se rasgan las vestiduras son políticos, senadores, conmilitones y recios baluartes de ese mismo socialismo que adopta la medida de marras. Les ha encandilado dejarse mimar por él y prosiguen a su servicio aun siendo conscientes de cómo las gasta. No tiene un pase enrolarse en una famiglia que lleva cometidas incontables tropelías, reforzando su cohesión con tu teórica profesionalidad, para llevarte las manos a la cabeza cuando el modesto negocio al que han prendido fuego es el tuyo. ¿Se sorprenden de veras, o son melindres para la galería?

La paradoja, lacra y defección de numerosos intelectuales reside en que aman más las recompensas materiales que las obligaciones de su oficio, anteponiendo vanidades y prebendas a la satisfacción cognoscitiva o al recto uso de su dotación neuronal. Que debería consistir en generar conocimiento sobre lo que ocurre, desenmascarar las ficciones malignas y esclarecernos. No en favorecer el vasallaje. ¿Son una subespecie pretenciosa del bufón? Desde luego saben dar volteretas y despedir ráfagas de ingenio adoptando un rictus grave, fementidamente crítico, cuando lo que ansían es agradar al poderoso y degustar las delicias que caen de su mesa, luciendo halagos y ampulosidades ante quien parte el bacalao. Pero sería injusto olvidar que la historia, e incluso el presente, deparan asimismo mentes generosas y veraces, jalones de la agudeza que nos eleva como especie. Su sitio no estuvo nunca a la vera del pesebre, sino a una intemperie escogida a sabiendas, para reflexionar sin cortapisas.

Podría haber estado su lugar en la universidad, benemérito reducto, de no haber sido ésta de las primeras en caer en manos de una izquierda cuya hegemonía la inundó de burocracia, nepotismo, intolerancia y dirigismo, al menos en Humanidades. Cómo no darle la razón a Lezama Lima, ese adorable asmático, cuando le apuntó al cultísimo José Rodríguez Feo que “sabio es lo que tiene sabor; universitario es lo insípido”. Si hay quien conoce en español lo que cuesta ser un intelectual o artista decente bajo la batuta comunista, esos son los cubanos, de Virgilio Piñera a Guillermo Cabrera Infante, pasando por Severo Sarduy, Reinaldo Arenas e incontables otros que ejemplifican el fenómeno. Ciertamente conmueven los afilados e idiosincrásicos Diarios (Barcelona: Anagrama, 2021) del difunto Rafael Chirbes, acucioso escritor que se ganó la vida como crítico gastronómico. Su estalinismo impensado, sincero y a machamartillo, quizás tenga que ver con una condición reactiva, interna, pasional. Hay rebeldías y revanchas nacidas de sensaciones de inadecuación tempranas, exacerbadas por la bisoñez. Amén de que la inteligencia, en su caso y en el de cualquiera, es sierva de las emociones previas, no a la inversa. Pero volviendo a las mentes lúcidas y autónomas.

José Lezama Lima

En esta tierra tienden a ser reconocidas, si acaso, cuando los cuerpos que las albergaron ha mucho que los engulleron los gusanos. El intelectual de éxito, como el dirigente o comunicador que medran, ha de reunir un conglomerado de defectos que determinan su ascenso. Son incompatibles con veleidad virtuosa alguna. Suelen ser galanes de la picaresca, desaprensivos, hábiles, gorrones y engreídos, según confirmas cuando rascas. Lo último que debemos consentirle a un miembro de esta clerecía es que aduzca inocencia, idealismo, sanas intenciones, haber sido engañado. No son alguaciles alguacilados. Puesto que reunían las habilidades para haber desarrollado cualidades dignas. Sino criaturas que, tras haber jugado al cetro, el partidismo y la simulación, se quedan con aire de Enric Marco. Y que, una vez pillados, aún buscan salvar los muebles y cobrar un subsidio. Porque se han habituado a que el parasitismo les funcione. A caer de pie con la camisa y la chaqueta correctas.

No por ello hay que seguirle, como respuesta, la corriente a letraheridos, envidiosos y quejicas. El antagonista de un bribón o ventajista no es necesariamente alternativa mejor. Por cada triunfador en estas lides rapaces, hay miles que fracasaron intentándolo. Dado que el resentimiento los enoja, y es empeño poco original denunciar la fatuidad y las vergüenzas de tantos famosos, mandamases y premiados como circulan por España, ellos posan sin descanso de damnificados, sugiriendo que bajo el agravio de haber sido ignorados laten reservas cuantiosas de virtud y talento. Nada más lejos de la realidad. La valía auténtica ni se autoproclama ni se duele, pues está demasiado absorta en el placer intrínseco de crear, sumida en el privilegio de actuar en tal milagro, consciente de que el más solitario de los entendimientos puede hallar, siquiera online, almas gemelas.

El desmantelamiento de la enseñanza pública a cargo de los progresistas es coherente. Salvar sentimentalismos y fábulas urdidos para embaucar en un contexto en que la obesidad bulímica constituye la tara de la gente más impróspera –ya que hambre en serio sólo la pasan los aristócratas selectos, las modelos de alta costura y los atletas de competición—, y el consumo voraz de televisión, telefonía móvil, estupefacientes y festejos es ley habitual, comporta ese agasajo. Ese dar otro paso. Embrutecimiento y dopamina. Añadir sostén terapéutico a la pasividad, la insipiencia y la molicie, al objeto de consolidar un sopor plácido. ¿Para qué van a necesitar filosofía o matemáticas los destinatarios de la agenda 2030? No se requiere mucha persuasión para que aplaudamos desde balcones, bares y butacas. Nuestros filósofos progresistas ponen su granito de arena junto a cuantos, sin herniarse, nos tornan cada día más cebones, timoratos y sumisos. Carne de distopía y transhumanismo. Peleles que se desdicen de la raza blanca, Occidente, la procreación heterosexual, la propiedad privada, esa familia nuclear que odiaba Engels y, cómo no, el dominium terrae explicitado desde Génesis 1:28 al Discurso del método de Descartes.

Descartes

Si Raphael Lemkin inventó la palabra “genocidio” –hoy usada con frivolidad infantil por el progresismo– en 1944 para describir la destrucción sistemática de una nación o grupo étnico, nos haría falta acuñar otro neologismo paralelo para designar la autoeliminación o el suicidio intencional de la civilización euroamericana en términos genésicos, demográficos, sociales, anímicos y económicos. Que es con precisión a lo que asistimos, incluyendo el autosacrificio voluntario de la mujer, la cual ha renunciado a su identidad y su poder biológico en el ara sacrificial de lo carnavalesco, amorfo y líquido. Porque con el heteropatriarcado matamos también el heteromatriarcado, y el puesto de ambos lo heredará un ser anónimo con bata blanca, rodeado de probetas y simpáticos embriones de andrógino en un laboratorio asiático. El logro de esta ingeniería posthumanizadora es que no precisa coerción: los propios encaminados a su aniquilación cooperan por entusiasmo ideológico.

Edgar Allan Poe

A la inversa, es notorio que jamás hemos dispuesto de tamaño hontanar de fuentes de información, recursos culturales, referencias históricas, materiales de estudio, alicientes para aprender y, en fin, vías para acceder a las maravillas del espíritu. Gratis o a precio ridículo, señal de que el refinamiento es ajeno a los bolsillos. Nos circunda su riqueza en multiplicidad de formatos. Empero, no existe riesgo alguno de que despierten conciencias, enmienden errores o abonen emancipaciones. Están simplemente ahí, inadvertidos, despreciados, como la carta robada de Edgar Allan Poe, al alcance del personal y sin que la ciudadanía se sienta interpelada. Al barruntar el común que cultura es, a lo sumo, la música ligera, el folklore, la cocina, los seriales, las romerías, los videojuegos, la cháchara tertuliana. Cuanto pongan de moda, enganche y dé la tranquilidad de estar siendo prosélito de la doxa. Los más cifran en tal menú su horizonte, sin notar que son gansos destinados a foie gras.

Michel Onfray

Lástima que no contemos aquí con titanes de la filosofía como Michel Onfray. Será imposible no hallar puntos de desacuerdo con él, dondequiera que uno se ubique, porque posee opiniones vehementes, originales, sugestivas y consistentes sobre cualquier asunto que nos pueda ocupar. Pero Onfray, creador de la impagable Universidad Popular de Caen es uno de los humanistas más generosos, cultos y seductores que uno pueda descubrir. Anarquista nietzscheano, heterodoxo altruista, polígrafo fecundo, el personaje se impone por su rotunda honestidad epicúrea, por recordarnos que polemizar a cielo abierto, con esa elegante cortesía suya, aboca a la sana mayéutica, a la libertad. Ponderemos aquí su último libro, Sabiduría (Barcelona: Paidós, 2021), cuarto volumen de una Breve enciclopedia del mundo que comienza a escribir a raíz de la muerte de su padre, aunque serían incontables los títulos suyos susceptibles de volvernos más perspicaces y felices.

Para no flagelarnos en demasía, celebraremos algunas glorias patrias. Por ejemplo, Antonio Escohotado, sin duda nuestro primer intelectual vivo, al que por ese exacto motivo le negaron en su día una cátedra, como le siguen negando jurados y tribunales no menos miserables, año tras año, cualquier Premio Nacional pequeño o grande, no obstante la profundidad, la variedad y el peso, en cualquier sentido, que caracterizan sus publicaciones. De ellas se puede obtener noticia a través de su página, www.escohotado.org o gracias a los numerosos vídeos localizables en la red. También propondremos como ejemplo de intelectual cabal a César Antonio Molina, quien fuera ministro con Rodríguez Zapatero y desde ese puesto gestionara con éxito y valentía el caso Odyssey, arrostrando enemigos poderosos y realizando un providencial servicio a la cultura española. Narran la peripecia Paco Roca y Guillermo Corral en un magnífico cómic, El tesoro del cisne negro (Bilbao: Astiberri Ediciones, 2021), en el que se ha basado Alejandro Amenábar para realizar La fortuna. César Antonio Molina fue poeta, escritor y erudito décadas antes de ser ministro y, una vez fuera de esa responsabilidad, ha seguido siendo poeta, escritor y erudito con idéntica brillantez.

En los ámbitos cívicos, por contra, desolación. Algunos patitos feos acaban resultando cisnes, pero la mayoría afianza su condena según crece, con la aprobación risueña de los pedagogos. Quienes les enseñan a negar directamente los hechos, si éstos les disgustan. A comportarse como niños taimados que, sorprendidos con las manos en la masa, con entrañable terquedad se mantienen en sus trece, amenazando con echarse a llorar, romper el jarrón preferido de la abuela o revolcarse por el suelo, si se les contradice. Obedientes, ejercen una epistemología del descaro: dar por real lo conveniente, aun siendo falso, y por ilusorio cuanto lo desmiente, contra la evidencia. Adiestrados en que tal conducta lleva premio. A su vez los intelectuales, como los docentes y los periodistas, se afanan por poner la guinda y exhibir utilidad ante quienes han decretado el aborregamiento general. Su función tradicional, la de instruir e independizar, ha sido girada 180 grados. Son parteras para fabricar zombis enajenados, muñecos teledirigidos, lemmings que avanzan en tropel hacia el aprisco, el gulag o el abismo, lo que corresponda.