Phármakon


Es evidente que el usuario ideal de un artículo es el que se engancha de por vida.

La industria del alcohol, la de los narcóticos y la farmacéutica conforman tres patas de un taburete. O de una misma estrategia de impregnación, cuyos accionariados se solaparán no pocas veces, concertándose para agradar a sus peones en los tres poderes clásicos del Estado. Las sinergias. No abundan los individuos liberales, que acepten adoptar sus propias decisiones potencialmente erróneas, arrostrando las consecuencias del azar o de sus actos. Y en cambio cunde la masa de quienes eligen conducirse con dolida devoción, externalizando sus responsabilidades. Sea como fuere, los humanos acudimos a esas sustancias buscando alivio, sin reparar en que caemos en dependencias esclavizadoras, mientras erigimos a sus distribuidores en amos inexpulsables de nuestras existencias y bolsillos.

Cuentan que los misterios de Eleusis se cataban una vez en la vida, como otras peregrinaciones o ritos de admisión, aunque cabe suponer que más de uno repetiría y se haría asiduo por haberle cogido el gusto al kykeon. Aun sabiendo que el primer chute es una aventura prodigiosa y que después sobreviene una cuesta abajo, no nos conformamos con la ejemplaridad y sabiduría de la monodosis. Igual que, si ampliamos el radio de nuestras flaquezas a Venus, resulta raro no envidiar a los donjuanes, cuando cabría valorar la monogamia con la perspicacia de la orca, el castor o el cóndor de los Andes. Por traer asimilado, como éstos, que lo mucho es enemigo de lo bueno.

Misterios de Eleusis

Empero, si la acucia de euforia o sedación llega adobada de justificación terapéutica, auctoritas del chamán, faramalla “experta” y presión legal o ambiental, sustraerse al consumo regular de fármacos exige ya no sólo carácter, sino inclinación a la desobediencia. El fabricante basa su colosal negocio, no en ofrecer un producto innovador, sino en reciclar lo disponible y sumarle un envoltorio seductor. Multiplicando el precio sin incurrir en coste adicional. No existe cliente provechoso si no se le despierta la afición al producto, empleando la vieja técnica de fidelizar e incrementar su consumo. Como no hay color entre los elementales consejos del Dr. Roy Taylor, de la Universidad de Newcastle, relativos a cómo paliar o evitar por entero la diabetes tipo 2, con mucho la más abundante, y los cerca de 30.000 millones de dólares que vale la industria de la insulina.

Roy Taylor

Es evidente que el usuario ideal de un artículo es el que se engancha de por vida. Si puedes crear un mal, imaginario o verdadero, que induzca a la gente a reaccionar de un modo determinado, fiando su dicha o su supervivencia a ciertas pautas de desembolso aparejadas a vaivenes de rutina estables, serás el rey Midas. No culpemos a quienes aspiran a ese lucro si alcanzan el éxito, rentabilizando una demanda ansiosa. Lo que llamamos malicia sanitaria halla terreno abonado en ese victimismo narcisista que pide a gritos la medicalización de sus avatares más triviales. Los mismos políticos y “científicos” que hoy pretenden “despatologizar” los trastornos de personalidad, en parte suscitados por la moda y la manipulación social, disfrazan como enfermedades –para las que prescriben un tratamiento caro y agresivo– conductas y estados de ánimo ordinarios.

Es un fenómeno semejante a esa manía progresista de considerar las faltas leves o las opiniones críticas como crímenes horrendos, y los delitos más cruentos y lesivos como imprudentes transgresiones, según quién las cometa o qué agendas disruptivas impulse. Dejar en libertad a peligrosos pederastas y asesinos, so pretexto de practicar la reinserción humanitaria, ¿es propio de juristas y dirigentes sin cabeza, o persigue una finalidad aviesa? Uno no puede sino rememorar la espléndida novela Erewhon, del victoriano Samuel Butler, una utopía sarcástica y presciente, en la que los delincuentes reciben trato y mimo de enfermos, en tanto que los enfermos son encarcelados como delincuentes.

Samuel Butler

Las elefantiásicas farmacéuticas, por mucho que sean empresas privadas, no suponen una excrecencia del capitalismo, ni del mercado racionalmente entendido. Representan organismos, conglomerados y oligopolios cuasi-estatales, supranacionales, que hacen danzar a administraciones, burocracias y estadistas. El miedo a la enfermedad, al dolor y la muerte de la ciudadanía deposita en ellas un ascendiente omnímodo. Han pasado a ocupar el lugar de los ejércitos nacionales, a la hora de “defender” a la población. Ya no es preciso amenazar, como hizo Orson Welles cuando adaptó La guerra de los mundos de H.G. Wells, con una invasión que destruya tu hogar y mate a tu familia, porque tu rendición preventiva está garantizada si de la sanidad se trata.

La congoja egocéntrica justifica, de siempre, el uso de las drogas o el alcohol. La cuestión de su legalidad o ilegalidad es mutante y trae trampa. La “heroína”, inventada hacia 1874, fue el nombre comercial que le puso al caballo la reputada compañía Bayer al comercializarla a partir de 1895. No pasó a estar oficialmente maldita hasta los años sesenta. Los norteamericanos, además, le deben a la Ley Seca, que rigió entre 1920 y 1933, dos efectos de impacto: el auge del crimen organizado y la introducción del impuesto sobre la renta, al objeto de paliar –con obvia sobrecompensación– la merma en los ingresos fiscales. ¿Es el prohibicionismo una manera inteligente de lidiar con los estragos del abuso? ¿Hemos de erradicar los cuchillos para impedir que los ciudadanos se lastimen? Un liberal no cree en la abstinencia impuesta por una autoridad externa. Sino en la cautela, el autocontrol y pagar las propias culpas. Cuando se le sustrae al individuo su iniciativa, y se confía su tutela al político, al traficante y al recaudador de impuestos, se sacraliza lo que William S. Burroughs, el autor de El almuerzo desnudo, denominó “el álgebra de la necesidad”.

Dicho esto, es palmario que el alcoholismo literario goza de un prestigio tan infundado como lamentable. Los Poe, Scott Fitzgerald, Faulkner o John Cheever produjeron maravillas a pesar de la botella, no gracias a ella. Por eso el agudo Stephen Vizinczey, una prueba más del talento húngaro, postula como el primero de su “Los Diez Mandamientos de un escritor” el siguiente: “NO BEBERÁS NI FUMARÁS NI TE DROGARÁS. Para ser escritor necesitas todo el cerebro que tienes.” Está en su recopilación Verdad y mentiras en la literatura (Barcelona: Seix Barral, 1989).

Stephen Vizinczey

Nadie discute que el exceso no sólo empacha y empalaga, sino que destruye. Se aprecia en libertinos como el genial John Wilmot, conde de Rochester, o en el marqués de Sade, el caso más radical. En pura economía del goce, es evidente que, al aumentar la dosis, la satisfacción va decreciendo y desaparece. De ahí que el premio para cualquier libertino que se precie sean la impotencia y la degeneración. Pero si respetamos el libre albedrío, y hasta el moralismo implícito en la correlación entre los propios actos y sus consecuencias visibles, hemos de respetar, desaprobándolos, cuantos desaguisados privados se cometan sin dañar a terceros. Por ejemplo, suicidarse mediante una pantagruélica comilona como en La Grande Bouffe, la cinta que dirigiera Marco Ferreri en 1973. Nada tiene que ver dicha película con El festín de Babette, la obra danesa de 1987 debida a Gabriel Axel. Si acaso, encontramos en ésta una reivindicación del epicureísmo mediterráneo en lo que alberga de belleza moderada, excepcional, única. Una exaltación de la felicidad serena que nuestro don Francisco de Quevedo ensalzó en su Defensa de Epicuro contra la común opinión, publicada en 1635, en donde hace del griego casi un pensador cristiano.

Quevedo

Nada más opuesto a la doctrina del filósofo de Samos que los desórdenes alimentarios hoy en boga. Porque tan perniciosa adicción es la bulimia como la anorexia. El humano no sólo es un animal ladino, según feliz expresión del ilustre politólogo de posguerra Nicolás Ramiro Rico, sino también un animal adictivo. Su elevación por encima de sus condicionamientos primarios ha de comportar la desactivación de los mecanismos que lo atan a sus vicios. Y no precisamente por la vía represiva, pues la asepsia exagerada debilita, al evitar la formación de anticuerpos. Ocultarse bajo una campana de cristal no compensa. El aserto es aplicable a otros tóxicos, como la ideología. Pues con los venenos procede un trato astuto, homeopático.

La mejor forma de lidiar con la frustración es la estoica: dejar que te resbale por el exterior y caiga al suelo, para escuchar el crujido de su cáscara al pisarla. El cuitado y afligido, en cambio, la somatiza, la promociona al rango de enfermedad, exige auxilios y analgésicos, ponerse en tratamiento, someterse a un equipo de galenos, asesores, masajistas, predicadores, subsecretarios y comisionistas, que lo surtan de arneses, riendas y anteojeras, le den palmaditas y lo amarren al dornajo. Es lo que llaman “no dejar a nadie atrás”, la solidaridad, “lo público”, la sociedad del bienestar. Entre drogarse, cogerse una trompa o enrolarse como damnificado en las listas de dependencia del Estado, lo tercero será lo políticamente correcto, pero anula.

Relegado a otras épocas el amour fou, el que nace con Tristán e Isolda (por cierto, vinculado a un bebedizo) en el siglo XIII y estudiara el suizo Denis de Rougemont en El amor y Occidente (1939), hoy no se da artilugio más insano y enemigo de nuestra autonomía que la intoxicación mediática. Cierto que en el mundo musulmán se sigue pensando que las playas nudistas abocan al pecado y a una violencia sexual que solamente el burka, el niqab y otras veladuras logran refrenar, cuando ocurre exactamente lo contrario, a juzgar por los índices de machismo del de veras en aquella cultura y en la nuestra. Entre nosotros la monitorización es de otro tipo, más sutil y mental.

Que Huxley dibuje en Un mundo feliz un futuro idóneo del modo en que lo hace, sobrecoge. Nos percatamos de que la izquierda no está sola en su desprecio al ser humano, pretendiendo fabricar un “hombre nuevo” que asuma ser autómata y rehén. Sino que también actúa con sigilo cierta élite iniciática, cultivada y científica que comparte idéntico desdén hacia la gente corriente, dándola igualmente por inútil al considerar que lo mejor que se puede hacer por ella, a excepción de exterminarla, es suministrarle soma, la droga magistral. ¡Qué lejos queda la democracia ateniense! ¡Qué lejos la Ilustración! ¡Qué lejos el parlamentarismo británico del XIX! Nos han preparado una kakistocracia (de la que hay una versión satírica en Idiocracia, un filme de Mike Judge que, en su día, 2006, pasó desapercibido).

Dean Koontz, autor de bestsellers que ha vendido cientos de millones de ejemplares, publicó en 1981 una novela titulada Los ojos de la oscuridad. En ella se menciona la creación deliberada de un virus en un laboratorio militar, con fines de guerra biológica. Este virus, llamado originalmente Gorki-400, es rebautizado como Wuhan-400 en la edición de 1989 y sucesivas, lo cual ha dado lugar a no pocas especulaciones. ¿Imita la realidad al arte? ¿Son los novelistas los guionistas involuntarios de quienes mueven los hilos? ¿Se inspiran éstos en utopías, distopías y relatos de ciencia ficción? Nos llevamos tanto el nombre de Orwell a la boca, que a saber.

Ahora que anuncian el metaverso, habrá ración doble de sucedáneos, para cubrirnos de placeres ilusorios, ebriedades postizas y hazañas para pasivos. Un desahogo sin química. Un embeleso inducido, globalizado, digital.