En una carta dirigida a sus hermanos el 22 de diciembre de 1817, cuando aún estaba sobrado de animada aptitud para descubrir y fascinarse, y faltaban más de tres años para su muerte por tuberculosis con apenas 25, John Keats da expresión a la celebérrima negative capability: “… cuando un hombre es capaz de permanecer en incertidumbres, misterios, dudas, sin esa irritante necesidad de aferrarse a los hechos o a la razón.” Esa “capacidad negativa” la ve él como virtud y marca de poderío en un escritor, atribuyéndosela a Shakesperare. Sabido es que la tisis resulta proclive a desatar entusiasmos y catapultar optimismos, porque el concepto posee también utilidad para designar disposiciones anímicas que se asemejan poco a la bella vislumbre del poeta londinense. Un prodigio de determinación artística, consciente de que su enfermedad significaba una condena a muerte, y resuelto a ganarse un puesto en la tradición literaria inglesa a partir de lo que pudiera componer contra reloj, a solas con su talento, en un magro puñado de años.

Esta misma capacidad negativa puede asimismo combinarse con la falta de entendimiento, lo mismo que con una carencia de empatía o una insensibilidad estructural. Como ir aparejada a una habilidad social notablemente seductora, la facilidad para caer de entrada bien a cualquier desconocido. Lejos de todo romanticismo, se trata de una condición común en no pocos ciudadanos. Quienes, en vez de seguir las enseñanzas de Sexto Empírico, nuestro pirroniano del siglo II, relativas al uso recomendable del escepticismo, teniendo por predisposición natural desechada toda inquietud epistemológica, trajinan instalados en un modus vivendi tan simple como operativo. Que consiste en aprovecharse del mundo, rentabilizar las oportunidades sin azoro, fabricarse una autoimagen glamurosa y sacar tajada. Lo que consideran triunfar.
A su manera, se sitúan en las antípodas de quienes, al modo de nuestro admirador del clasicismo griego, abrigan aquella reputada cupido sciendi, como el Edipo de Lacan. Una pulsión, por otra parte, equivalente a la libido sciendi pascaliana (que el pensador francés integra en una tríada en compañía de la libido sentiendi y la libido dominandi, trazando una analogía que es sólo aproximada a la otra tríada en 1 Juan 2: 16: “la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la jactancia de las riquezas”). Con lo que se cierra el círculo de una curiosa paradoja, toda vez que el ansia de saber se alía o se enfrenta en tal contexto, dependiendo del plano analítico y del mayor o menor fervor cognitivo, a la voluptuosidad, la codicia y el hambre de poder, inclinaciones propiamente ajenas a una inteligencia que anteponga el hallazgo al lucro.

En otras palabras, y matizándole al Evangelista, no todo deseo de aprender ha de implicar concupiscencia, sino esa clase de deleite inherente a la creatividad de quien se siente arpa eólica, pescador de homofonías y asociaciones, instrumento corpóreo para que, a su través, hable el lenguaje. Que una mente vulgar lo ignore no significa que no exista. Es lo que, por ejemplo, se ha aseverado del surrealismo lírico de un Vicente Aleixandre, que tras la cosecha incontrolada de la duermevela cabe y rinde fruto empuñar el bisturí de la discriminación, o la navaja de Ockham, y perfilar los contornos de tan valiosos materiales, puesto que el objetivo es generar saber. Un deslumbramiento duradero. Así las cosas, el conocimiento genuino se opondría al éxito político. Podríamos hablar, metafóricamente, de una negative capability masculina, más teorética, empeñada en hallar la iluminación, y de otra femenina, digamos aplicada, que aspiraría a un dominio no por oblicuo menos ambicioso. Sin que una modalidad u otra estén, desde luego, biológicamente ligadas al azar de ser varón o hembra.
La última novela de Fernando Aramburu, Los vencejos (Barcelona: Tusquets, 2021), como toda realización meritoria del ingenio, trasciende las intenciones de su autor. Sus 700 páginas, que se devoran sin esfuerzo, mas no sin desazón, despliegan una cámara que graba, un reproductor que proyecta, un magma existencial mediante cuyos borborigmos el pensamiento piensa. Un atractivo añadido para quien la lea recién publicada es su proximidad a un Madrid constatablemente actual, con referencias a hechos y personas de ayer mismo, y escenarios identificables con inmediatez. Ello no obstante, aunque encontremos ubicaciones, situaciones y guiños de una cotidianeidad casi periodística, y por mucho que el idiolecto del narrador-protagonista –un atrabiliario profesor de instituto de filosofía, supuestamente amante de los libros, en la cincuentena– se conceda a veces giros y expresiones algo rudimentarios (no sin la sensación de una indolencia extradiegética que aboca, acaso sin quererlo, a cierta banalización), el libro alcanza un logro relevante, cual es el de infligirnos sufrimiento. El de arrojarnos, con destreza literaria y afilada honestidad, a una tristeza amarga, verosímil, sin consuelo.
Quienes se asientan con sinceridad en un partido o en una ideología suelen desconocer la negative capability, al habitar un credo que los cobija y les da satisfacción. Al objeto de defender ese bienestar psíquico, harán lo imposible por eliminar interferencias que pudieran lesionar su fe. Emulan al hincha de un equipo de fútbol, que detecta falta contra sus colores donde no la hay, e inocencia inmune a la sanción en cuantas faltas cometan los suyos. Sacrifica el forofo la objetividad de mil amores por gozar de su fidelidad emocional. No es necesariamente fanatismo, sino antes bien una identificación inmadura, mimosa, entrañable, cual la del niño pequeño que da por indiscutibles tanto la bondad de su madre como sus dotes para protegerlo. Y luego están los jefes de esas sectas o partidos que, al disponer de más información, no pueden ni deben permitirse creer en el propio mensaje. De sobra saben que su producto es un simulacro, un trampantojo. Ellos sí disfrutan de una mutación astuta de la negative capability que, unida a la familiaridad con el producto que venden, los ha vacunado de toda ingenuidad.

El liberal, en tanto que individuo a la intemperie, no puede evitar desenvolverse en un estado de vigilia epistemológica. No en vano comparaba Wittgenstein los sistemas filosóficos con escaleras de mano, útiles principalmente para acceder a un nivel superior y que, cumplida dicha función, dejábamos de lado. Está sempiternamente al acecho de la idea mejor, el conocimiento más solvente, la hipótesis menos engañosa. Depende de la contingencia y de sí mismo y lo prefiere así. Enemigo de dogmas y racionalista coherente, acepta conclusiones desfavorables para él si intelectualmente son elocuentes. Como socrático buscador de verdades provisionales, desconfía del idealismo platónico. Y en tanto que empirista epicúreo, se muestra respetuoso con la ciencia. No la ciencia entendida como potestas académica, y menos aún como ese constructo de la propaganda que hoy esgrimen tantos demagogos. Sino como la auctoritas de quien se impone en buena lid, conjugando los datos disponibles, en una competencia abierta, limpia y sin trampas. ¿Cómo va uno a sorprenderse de que haya tan pocos liberales? Ya sea abonándose al relativismo cómodo, ya abrazando el oportunismo sentimental, sus detractores son legión.

Si en exigua compañía se quedó don Julián Marías, republicano y buen católico, al proponerse recorrer su periplo vital sin decir mentiras, convendremos que pocos abjurarán de una existencia presidida por el imperio abrumador de la trola, que viene a ser el aire que inhalamos. De ahí que una proeza narrativa como Los vencejos, que recuerda a Patria (tan justamente festejada) en consistencia atmosférica, diseño narrativo y seriedad moral, pero que renuncia –por más que algunos comentaristas digan lo contrario—a toda suerte de propósito historiográfico, de afán de crónica o indagación social, merezca una cordial bienvenida.
Aramburu no se arredra al decir lo que ve y lo que piensa que es, con autenticidad a lo Balzac, aunque sin su profundidad dramática ni abarcar tamaña diversidad con la mirada. Escribe sin rémoras ni hipotecas, sin lastre de prejuicio o ataduras a la doxa. Valiéndose de una medida constelación de personajes compone, eso sí, un retablo de la condición humana harto desangelado. Un piélago de incomprensión, gelidez, desdén y desapego determina las relaciones entre marido y esposa, entre padre e hijo, entre hijos y padres, entre hermanos. No existen el perdón, la salvación, el reconocimiento del otro. El retrato de la amistad que se bosqueja tampoco da para tirar cohetes. Y para un personaje bondadoso y altruista que aparece, nos tiramos media novela resaltando su fealdad, ridiculez y taras. Afloran, a no dudar, destellos de dignidad en varias ocasiones. Pero se quedan muy cortos para insuflar algo de alegría o de belleza o de esperanza a la grisura nihilista que impregna el panorama. Únicamente se da un ápice de afecto noble con la perra, y la mejor compañía sexual del protagonista, que concibe su relato como un camino controlado y voluntario hacia el suicidio programado, es una muñeca hinchable, a la que este hombre sin encanto ni atributos provee, entre un desahogo y otro, de lencería y perfumes caros.

Toni, que así se llama el personaje, es en esencia un ateo de sesgo progresista, que se acerca al Valle de los Caídos para escupir con disimulo sobre la tumba del Caudillo, el típico hombre-masa con sus ínfulas. Empero, está dotado de la suficiente honradez como para no culpar de sus males, por lo demás bastante ramplones, ni al capitalismo, ni al calentamiento global, ni a las veleidades de género, ni al franquismo, ni a la economía de mercado. El universo que se nos presenta se halla ante todo desnudo de grandeza, de sentimiento trágico, de resonancia, de sublimidad, de espíritu. El pesimismo es tan desolador como de digerible intensidad. En tantas páginas, nada se manifiesta que nos eleve por encima de una mediocridad prosaica, rutinaria, inmune a cualquier redención, heroicidad o exaltación estética. Si las élites de esta época se hubiesen concertado contra la plebe, el homme moyen sensuel que aquí se nos postula, como emblema antiheroico de los tiempos que corren, es la demolición, la blanda refutación de un luchador o un rebelde. Este profesor es voluntaria carne de cañón, cómplice anticipado de cualquier derrota.