La dimensión ponerológica


Las castas gobernantes del planeta están compuestas, en un amplio porcentaje, por psicópatas

 Vive España una de sus etapas más enmarañadas y autolesivas desde los plácidos tiempos de aquella Edad de Plata coincidente con don Miguel Primo de Rivera. Las divisiones entre bandos enfrentados se agravan a diario, alentadas por líderes patrañeros y desaprensivos que van a su negocio. ¡Cómo se esfuerzan en corromper a la ciudadanía, avivando sus peores instintos! Quien no practica el yoísmo santurrón, la cultura de la queja o la teatralidad ampulosa se ve fuera de juego. Nota que ha de sumarse a una cuadrilla, lucir la dosis testimonial de forofismo, trepar entre empellones al atestado transatlántico de la doxa, vaya adonde vaya. Y consiga o no, con pasaje de tal jaez, mantenerse a flote. Pues el individualismo, la libertad, la independencia de criterio, a su vez, se tienen por conductas suicidas, un nadar en aguas bravas. Noticias, discursos, exabruptos con vitola de opiniones y gestos culturales, lejos de constituir recursos para informar, persuadir, entenderse o subir el nivel, devienen en mañas de refriega, bazas para el escarnio.

Manuel y Antonio Machado con Miguel y José Antonio Primo de Rivera

¿Hemos enloquecido? Un sabio como Aristóteles nos dirá que en el medio reside la virtud, en evitar el exceso o la carencia. Sana actitud que, por supuesto, no despeja las antinomias kantianas, léase la coexistencia de visiones incompatibles dotadas de parejos merecimientos para merecer consideración; pero que ahorra errores de juicio. No obstante, una oposición como la de frío-caliente atestigua no sólo la función práctica de las gradaciones. Sino también el dislate de que la tibieza posea esa mala prensa doctrinal, cuando arroja ventajas más allá del manejo de la ducha. ¡Lástima que el individuo ordinario perciba sin esfuerzo la diferencia entre achicharrarse o aterirse, mientras que en cambio brujulee sin ton ni son, en una inopia ilusa, a menudo furibunda, al lidiar con oposiciones como cierto-falso, justo-injusto, noble-miserable, etc.

Sabido es que la teología y la arqueología no suelen hacer buenas migas, por mucho que les sea ineludible la colaboración. Gracias a su ejemplo, podemos confrontar con aprovechamiento dos polos hermenéuticos que no deberían hipostasiarse, sino dar pie a deducciones relativas a la bondad de una neutralidad emergente. Se alude, verbigracia, a los llamados minimalismo y maximalismo bíblicos. ¿Qué es el minimalismo bíblico, también llamado Escuela de Copenhague? Simplemente una línea científica, dentro de la arqueología académica, que tiende a enfatizar la narratividad o ficcionalidad de las Escrituras y a priorizar un tipo de empirismo erudito que, llegado el caso, es susceptible de entrar en colisión tanto con las diversas agendas religiosas como con los relatos de legitimización histórico-territorial pertinentes a la geopolítica de Palestina e Israel.

Thomas L. Thompson

Una de sus figuras señeras es Thomas L. Thompson, catedrático danés de Antiguo Testamento e investigador preclaro, si bien escorado hacia una interpretación que, por descontado, deja flancos abiertos. El maximalismo bíblico, por contraste, conformando un campo cognoscitivo no menos serio, y además heterogéneo, transita el camino opuesto: el de primar la historicidad de la Biblia, encuadrar la labor arqueológica en un paradigma de mayor verismo y, por tanto, prestarse más a determinadas interpretaciones que propician otro tipo de efectos que no son los de un literalismo insostenible a la luz de los hallazgos; mas sí aptos para alimentar controversias políticas o confesionales. ¿Cómo no percatarse de que, existiendo motivos para apoyar en parte ambos puntos de vista, el encuentro de un estado de la cuestión futuro acabará emergiendo de un punto medial, no necesariamente equidistante, sino fundamentado en la intelección más ajustada?

Algo análogo cabría aplicar al espectro derecha-izquierda, suponiendo que la dicotomía se emplease con propiedad, y no con la logorrea de un progresista al uso. Esto es, prodigando unas gotas de decoro, de ecuanimidad, de respeto al conocimiento. Para escrutar dicho asunto con provecho conviene salir de la burbuja de autocomplacencia y ponerse en el lugar del otro. Involucrar con generosidad las categorías del oponente, tanto sus fobias irracionales como sus vislumbres legítimas. Al objeto de concretar, con honestidad, cuáles podrían ser las virtudes y los defectos de la izquierda, y cuáles las virtudes y los defectos de la derecha. Vaya, justo lo contrario de la intransigencia y el narcisismo identitarios que nos inoculan desde las televisiones, los centros de enseñanza, las redes sociales y esas instituciones hoy usurpadas por la garra de los Largo Caballero, los Rodríguez Zapatero y los párvulos gamberros, todos expertos en amasar dinero fácil, esos que hoy remedan, en ferocidad y fanatismo circenses, a los endemoniados de Dostoievski. Empero es evidente, aunque los ciegos no lo verán, que nadie ostenta por entero la razón, que el cainismo es un sentimiento que degrada a quien lo alberga y que, con el maniqueísmo ceporro, el cinismo intolerante, el infantilismo talludito y la acreditada vileza de sujetos como los que emponzoñan el debate patrio, no es viable ir ni a la esquina.

No muy distinto, salvando las distancias, es lo que nos acaece con el asunto de las pandemias, las vacunas y su repercusión social. A un extremo se localizaría la posición “creyente” u “oficial”, pongamos que buenista, colaborativa y dócil, la que asume que las autoridades, lo mismo que los científicos y los consorcios terapéuticos, son por definición providentes, probos, precisos y altruistas. En tanto que, en el otro, estaría la posición “desconfiada”, la que detecta engaños, intereses, turbiedades y otras sombras, una ambiciosa operación de amedrentamiento, control y estabulación. Una correcta praxis epistemológica buscaría, a no dudar, recorrer con cautela cierta senda intermedia, hacerse más amigo de la verdad –una sustancia inestable, móvil y esquiva– que de Agamenón, formularse preguntas y lograr sobrevivir sin respuestas. Antepondría por consiguiente, con cautela y humildad, aprender lo que desconoce a impartirle una lección a los demás.

Sam Harris

No vamos a refutar, por atenernos a este periplo reflexivo, que somos consecuencia, tal vez juguetes, en ocasiones incluso esclavos, de nuestros condicionamientos biológicos. El escritor y neurocientífico Sam Harris ha esbozado en Free Will (Nueva York: Free Press, 2012) que el libro albedrío encierra no poco de quimera, y que las derivaciones de asumir este hecho podrían ser de alcance. Según esa óptica, el pederasta, el etarra, el yihadista, el cleptómano, el alcohólico violento, o quienquiera que cause un daño criminal a terceros por el prurito desatado de exteriorizar sus pulsiones, “no podría evitar” ser como es. En tal sentido, aquella inimputabilidad de antiguo asociada a los dementes se convertiría en ubicua, ilimitada, universal. En prerrogativa o patente de corso.

El grueso tomo compilado por Matthew White, El libro negro de la humanidad (Barcelona: Critica, 2012), un atlas de casi mil páginas que reúne las mayores crueldades, masacres y atrocidades de la especie, sería puesto en sordina por las elucubraciones genéticas y culturalistas, o por los delirios salvíficos de los principales exterminadores, el comunismo en cabeza. Como lo sería la trayectoria de un asesino en serie tan sádico y siniestro como el Dr. Marcel Petiot, ejecutado en la guillotina en 1946. Su historia la narra David King en un libro estupendo, Death in the City of Light (Nueva York: Broadway Paperbacks, 2011). Encima de que los actuales candidatos a dominar el mundo, los multimillonarios y marxistas de la agenda 2030, pretenden infligirnos las tablas de la ley de su macabra distopía, ¿no vamos a poder denunciar sus abusos, delitos y barbarie? La sevicia y la inmoralidad de un Calígula, un Stalin, un Pol Pot, ¿hallarán coartada en la genética? La orilla contraria, y de modo acaso comprensible, acogería el argumento de que los malignos merecen ser castigados, como con altura poética se expresa, para consuelo de inocentes, perseguidos y mártires, en Proverbios 14:32 o en Proverbios 2:22. O en Isaías 13:11.

Marcel Petiot

¿Por qué ocurren las cosas ignominiosas que ocurren? San Agustín distinguía entre el mal natural, que no viene de Dios (un terremoto, una erupción volcánica, un meteorito que extermina a los dinosaurios), y el mal moral, que procede del hombre. Su perspectiva no parece rebatible, de suerte que podríamos centrarnos en los cuatro factores inmutables que determinan la citada proclividad humana a provocar estragos. Los cuales serían, en conclusión meditada de quien suscribe, los siguientes: la estupidez o ausencia de cohesión mental; la insensibilidad o incapacidad de fusión afectiva; la torpeza física o las deficiencias en psicomotricidad; y, en fin, eso que Wilhelm Reich denominaba la coraza caracterológica, es decir, las taras psíquicas autogeneradas por el individuo a partir de la infancia, al efecto de afianzarse en el mundo.

Andrzej Lobaczewski

Con todo, subsiste otra explicación a las desdichas que nos conturban. Quien dio con ella, con mérito e intenso sufrimiento personal, fue un psiquiatra polaco, Andrzej Lobaczewski (1921-2008), el inventor de la ponerología política, uno de los mejores estudiosos del totalitarismo comunista. Su libro esencial, Political Ponerology (Grande Prairie, Canadá: Red Pill Press, 2007), originalmente escrito en polaco y sometido a censuras y agresiones brutales, es casi un panfleto clandestino. La razón estriba en su elocuente contenido clínico, sociológico y politológico, tan solvente como impugnador de las élites, toda vez que postula una tesis tan devastadora como incontrovertible: la de que las castas gobernantes del planeta están compuestas, en un amplio porcentaje, por psicópatas. No es la suya una intuición novedosa, pero sí lo es que demuestre cómo los dirigentes en cuestión emanan de una selección natural, darwiniana, “inversa” en relación con la moral, centrada en la fruición de hacer daño. El afán de poder es ansia de dominio, apetito de humillar y doblegar, vanidosa vocación de forzar a muchos a hacer lo que no quieren, y divertirse observándolo. La obtención de lujos y riquezas comporta apenas un efecto secundario.

La patocracia, que sería la manifestación hegemónica del sistema, daría cuenta de por qué mandan quienes lo hacen, de cómo ello alcanza a ser una realidad observable y de por qué la gente corriente, aun contando con abrumadora ventaja numérica, tiene poco que articular ante esto. Y es que observar un comportamiento ético en ese contexto, aun siendo inexcusable para que conquiste la felicidad el hombre común, es como luchar contra un antagonista maligno con un brazo atado a la espalda. Equivale a respetar las reglas mientras el otro hace trampas. Es como participar con honradez en una votación parlamentaria, a sabiendas de que otros votarán en plan cuadrúpedo, con pies y manos a la vez. Recuérdese aquel famoso caso de un senador socialista, reputado político andaluz, allá por 1991.

Ni que decir tiene que la aportación de Lobaczewski puede emparentarse con los trabajos clásicos sobre psicopatía de Hervey Cleckley, The Mask of Sanity (St. Louis: The C.B. Mosby Company, 1950) y de Robert D. Hare, Sin conciencia. El inquietante mundo de los psicópatas que nos rodean (Barcelona: Paidós, 2003). Son igualmente pertinentes a este respecto los trabajos de quien fuera presidente de la Asociación Norteamericana de Psicología, Philip Zimbardo, así como la película de 2015 The Stanford Prison Experiment, basada en una de sus obras esenciales.