Cuidar el lenguaje


Lejos queda la estrategia de cualquier legitimidad ideológica u opinión sincera por parte de los vocingleros.

El pasado 22 de noviembre, el diario ABC analizaba el borrador final de un documento gubernamental de 75 páginas dedicado a la Estrategia de Seguridad Nacional, brindando muestras de una prosopopeya cercana a la glosolalia. Como: “La gobernanza democrática sobre el futuro digital es de máxima importancia para resolver las inquietudes relativas a los derechos y libertades y a la competición geopolítica.” O bien: “Una España que PROTEGE la vida de las personas y sus derechos, así como el orden constitucional; una España que PROMUEVE la prosperidad y el bienestar de los ciudadanos y una España que PARTICIPA en la preservación de la paz y la seguridad internacional y defiende sus intereses estratégicos.” Según recuento del diario, se menta 29 veces el “cambio climático”, 23 veces la “resiliencia”, 12 veces la “gobernanza” y 11 veces la “transición ecológica”. ¿Hay quién dé más? ¿Cabe alarde más vacuo, tautológico y milagrero?

Los Sánchez, Casado y compañía se identifican gustosos con la cháchara globalista y bruselense. Pueden tirarse horas prodigando significantes que son puro flatus vocis, con el palpable objetivo de embaucar a su público y de agradar a quienes sabrán recompensar el que nuestros próceres desplieguen tamaña pirotecnia verbal. Sin duda confían unos y otros, los guionistas y los ejecutantes, en que funcione y les dé rédito eso que los redichos llaman la hipótesis de Sapir-Whorf: la creencia de que la lengua y las categorías lingüísticas determinan la cognición, o al menos la modifican. Vaya, la noción de que, hablándonos como si fuésemos imbéciles, con un neoléxico que empalaga como colonia barata, terminaremos captando la realidad a través de esas gafas.

Lejos queda la estrategia de cualquier legitimidad ideológica u opinión sincera por parte de los vocingleros. Y en sus antípodas languidece el menor atisbo de respeto por la filosofía del lenguaje; una disciplina sutil que, entre nosotros, ha dado tan destacado especialista como el asturiano Alfonso García Suárez, autor del monumental Modos de significar (Madrid: Tecnos, 2011). El asunto no es menor, pues implica la problematización entre palabra y concepto, entre percibir y expresar, entre lo subjetivo y lo externo. Estamos hablando de significados, que diría Alicia, pero también de “hacer cosas con palabras”, como lo formula el ágrafo y preclaro J.L. Austin. Nos hallamos, no en la grata compañía de Ludwig Wittgenstein, sino en el ámbito del newspeak orwelliano, en el de la Lingua Tertii Imperii que plasmara el filólogo Viktor Klemperer en su libro consagrado, no tanto a la propaganda nazi, sino al modo en que esos jerarcas se esforzaron, mediante la inoculación artera y contaminante de su jerga, en envenenar la mente del pueblo alemán. Por cierto, habituados cual nos tiene a sus amenas recopilaciones, Juan Eslava Galán acaba de regalarnos la última: Enciclopedia nazi contada para escépticos (Barcelona: Planeta, 2021), profusamente ilustrada y editada con rara profesionalidad.

¿Cómo no observar una mutación del mecanismo glosado por Klemperer en ese siniestro lenguaje que llaman políticamente correcto? ¿No conlleva su imposición mancillar la gramática, la lexicología, la historia, la huella civilizatoria y la propiedad estilística, a cuento de políticas, embelecos y negocios de género, raza o etnicidad? ¿No se practicarán estas transgresiones, estas afrentas a la sindéresis y al habla común, con la esperanza supersticiosa, tal vez fundada en parte, de que, trabucando unas palabras por otras, nos fuercen a mudar de convicciones, sentimientos, afectos y recuerdos?

Otro campo de minas, desde hace cuatro décadas, viene siendo el de las llamadas lenguas peninsulares. Basta reparar en su devastadora traslación al sistema educativo, las crueles prácticas de inmersión y su instrumentalización sectaria con una sola pretensión: destruir la unidad de España desacreditando su historia y su cultura, mientras se entorpece la movilidad laboral y familiar de los españoles, sometiéndoles a localismos caciquiles, discriminadores y erráticos. El “éxito” logrado con el vascuence, el catalán y el gallego, en realidad un desmadre balcanizador, lo quieren ahora ampliar al asturiano. Importa poco que el bable no exista como lengua unificada y real. El libro emblemático de Eva González (1918-2007), titulado Hestoria de la mía vida (León: Club Xeitu, 2018), y que ha sido editado por su hijo Roberto González-Quevedo, insigne militante del invento, contiene tres versiones distintas del mismo texto: una en el bable original, otra en un bable “normalizado” y otra en castellano. Inútil decir que las tres se asemejan mucho, y que plantear esa versión “trilingüe” es tan risible como lo sería producir una ristra de “traducciones” del relato al panocho murciano, al castúo extremeño, a la fabla aragonesa o a un engendro que acaban de parir, el Êttandâh pal andalû. Pues evidente resulta que, si se quiere dotar de “lengua propia”, extranjera para el resto, a Andalucía, igual que está pasando ahora con el bable, habrá que “idear” a toda prisa un batua, una koiné ortopédica, que dé empleo a lingüistas, maestros, traductores y policías del lenguaje, los que espían a los niños en el recreo.

Si en la actualidad nos choca el mejorable catalán que hablan, entre ellos, ciertos “charnegos” de vacaciones en Sevilla, que se mantendrán por si las moscas, o por no descentrarse, bajo su síndrome de Estocolmo voluntario cuando visitan la Giralda, será dantesco imaginar la confusión que sufrirán en el futuro algunos compatriotas cuando dispongamos de nuevas lenguas oficiales, estandarizadas por sus correspondientes academias, una vez destrozados los dialectos respetables en que se originan, y la gente se mueva, siquiera por turismo, o por el exotismo de pisar tantísimas naciones diferentes sin salir de España, por una babélica piel de toro.

Martin Heidegger

Los humanos somos, por naturaleza, moralmente lábiles. Nos aqueja una tediosa tendencia a descontar –como si fuesen merecidas– las bondades recibidas, con vistas a sacar pecho, plantear nuevas exigencias y regar nuestro entorno de ingratitud, contrariedad y oportunismo. La política española sufre este mal en alto grado. Por cordura, por conveniencia y por consideraciones éticas, deberíamos contrarrestar dicho vicio. Eludir ese error. Y para ello, nada más aconsejable que tratar con esmero y cuidado las palabras. Pues conforman, como bien dijo Heidegger, la casa del ser. Algo que guarda los tesoros esenciales. Los valores que subsisten más allá del capricho. Los que no intoxican con añagazas y falsas virtudes. En este caso, la lengua de Alfonso X, la de Juan Ruiz, la de Cervantes y Santa Teresa de Jesús.

Pierre Teilhard de Chardin

Las fuerzas motrices de una sana existencia habrían de ser la gratitud, la alegría, la celebración. En vez de estar hipnotizados ante la pantalla, siguiendo las últimas consignas y recomendaciones de la autoridad, deberíamos gozar del don impagable de estar vivos. Si probamos a caminar, por ejemplo, por el parque otoñal con la caricia del frío en el rostro, acaso nos crucemos con un semejante anónimo, cortés y en silencio, o nos sorprenda el bullicio de una veintena de cotorras argentinas. En tal instante, quizás lleguemos a sentirnos circundados por el Deus sive natura de Spinoza, e incluso nos venga a la cabeza el Punto Omega de Teilhard de Chardin. Epifanías no verbales, compartidas por la condición humana, exentas de manipulación.

Finalmente, para quien en verdad desee profundizar en el lenguaje, está la poesía. La genuina, claro. Un crítico ecuánime debe dictaminar cuándo el emperador reina con majestad y cuándo está desnudo. Y no por el placer aristocrático de disgustar, en expresión de Baudelaire, sino por decoro epistemológico. La “lírica” contemporánea que ocupa tanto los estantes de las librerías como las nuevas plataformas de difusión es, en su mayoría, una baratija. Y no sólo por sus defectos formales, sino por la autoimagen de romanticismo barato, egolatría y flojera que se permiten sus autores. Si quienes escriben y publican no saben hacerlo mejor, es porque no leen, ni han aprendido a admirar a escritores de verdad. En lugar de imitarlos y de absorber sus lecciones de vida, inteligencia y plenitud, se apuntan al populismo gamberro. A ese plano de supercherías en el que recibe castigo el talento y se bonifican la minusvalía intelectual y la rudeza, si vienen adobadas de simulacros filantrópicos.

No, la poesía es otra cosa. Es Lope de Vega, es Camoens, es Hölderlin, es Paul Celan. Es un “estado del lenguaje”, como el hielo o el vapor lo son del agua. Pensemos nuevamente en un lenguaje esculpido en piedra, como antídoto a la verborrea. “Usa un cincel para escribir”, exige Basil Bunting en Briggflatts. Por eso la antipoesía, como el antiarte, aun cuando se vistan de galas progresistas, constituyen un sabotaje. Suponen atentados contra la casa del ser. Lo mismo que algunas de las estratagemas lingüísticas que venimos enumerando, y por los mismos motivos: atacar, confundir, degradar, colonizar, doblegar. Las palabras jamás son inocentes.

 

La pregunta es si, con técnicas como las mentadas, puedes o no aniquilar la lengua espontánea, natural, familiar, íntima. Si el muro de hormigón de la obligatoriedad puede extirpar la lengua que los niños adquieren de sus madres. O si, por el contrario, el agua que mana será capaz de atravesar la roca del autoritarismo, la ingeniería social, la inmersión coercitiva que hoy gravita sobre ese niño de cinco años, con las bendiciones del Defensor del Pueblo, antes ministro, antes rector y antes fraile autor de dos catecismos publicados bajo el franquismo. ¿Lograrán hacer de las personas monitos de feria amaestrados? El lenguaje nos habla. Las lenguas fluyen. La belleza del español volverá un día a subyugar a los oprimidos por la ira. Roman Jakobson propuso seis funciones del lenguaje, con esa su enorme perspicacia. A nuestros efectos, empero, vamos a dejarlas en dos: generar intelección y propagar belleza. Una poesía o una retórica política que no aporten conocimiento y consuelo moral deberían estar condenadas al fracaso. Aunque en un primer momento emitan brillo de oropel los lenguajes de la sofística, la demagogia y el engaño.

Octavio Paz

Concluyamos con un combativo poema de Octavio Paz titulado “Las palabras”. Podríamos usarlo cual estropajo untado de dentífrico, cuando la resiliencia nos salga por las orejas. No corren ya los tiempos en los que Fidel Castro peroraba en Naciones Unidas durante cuatro horas y media, o martirizaba a la Asamblea Nacional Cubana por más de siete horas. Ni ocurre como con las arengas de Stalin, que al concluir eran aplaudidas de modo interminable, porque todos temían que quien primero dejase de batir palmas pudiera ser fusilado al día siguiente, con su familia al completo. La bazofia lingüística es hoy distinta, aunque no menos maligna. Reside en esos discursos cursis, logorreicos, plagados de inflexiones engoladas, de ese narcisismo prendado de la propia vibración acústica, que ha exacerbado la pandemia. Escribe Paz: “Dales la vuelta,/ cógelas del rabo (chillen, putas),/ azótalas,/ dales azúcar en la boca a las rejegas,/ ínflalas, globos, pínchalas,/ sórbeles sangre y tuétanos,/ sécalas,/ cápalas,/ písalas, gallo galante,/ tuérceles el gaznate, cocinero,/ desplúmalas,/ destrípalas, toro,/ buey, arrástralas,/ hazlas, poeta,/ haz que se traguen todas sus palabras./”