El psitacismo


El libro es un esperpento, un aquelarre de negrura, una pintura truculenta en crudo claroscuro, un grito de asco, rencor y pesadumbre

Se deriva del griego psittakós, que significa papagayo. Es la palabra empleada por Philippe de Villiers, quien fuera candidato a la presidencia francesa en 2007, en su último libro, Le jour d´après (Paris: Albin Michel, 2021), aún no traducido al español, para interpretar la unánime docilidad de los gobiernos a la hora de reaccionar ante el COVID, implementar políticas de coerción colectiva y adoptar, con tal pretexto, un seguidismo clónico y acrítico al evangelio globalista emanado de Klaus Schwab, el mismo que explicita en sus libros, el último de los cuales es La cuarta Revolución Industrial (Madrid: Debate, 2021). Si prologa esta edición Ana Patricia Botín, no será por disconformidad.

                Acaso no luzcan plumazón de papagayos sólo los gobiernos. Parece innegable que se unen gustosos no pocos ciudadanos adiestrados en ciertas categorías mentales provenientes de la educación, las televisiones y las redes sociales. Trátase de tres segmentos colonizados a placer, ante la abulia de una derecha acomplejada o directamente cómplice, por la doxa progresista, la desmemoria histórica y la infantilización atrabiliaria. Y trátase de votantes que se creen crecidos, astutos e indignados, y se burlan de cuanto los supera, porque lo saben todo. Serían los biznietos de Marshall McLuhan, el que dijo que el medio es el mensaje. Aunque tal vez quiso decir que el medio es el masaje. En cualquier caso se ejerce la dominación, ya no a través del terror, sino mediante la caricia. De ahí Netflix y el esplendor pornográfico a un clic, los videojuegos y –en nada– el metaverso, mientras bisbiseamos el mantra de que somos niños buenos: criaturas resilientes, digitales, sostenibles e inclusivas. De suerte que ya no se requieren ni un Plan Madagascar, ni un Treblinka, ni la bomba de neutrones. Confinados en casa y enganchados felices a las TIC, no tienen ni que desenchufarnos. Aunque previsiblemente lo harán cuando les pete.

En España, llueve sobre mojado. Si el cainismo y la cerrazón preexisten como clásicos populares, hoy arrecia la vieja campaña para enlodar su historia y sus símbolos, al objeto de postular un relato que sumerja narcisismos y pasiones en un presentismo amniótico, cuanto más chocarrero, mejor. A Sartre le dio por argüir que el infierno son los otros. Empero, los alienígenas invasores parecemos nosotros, una vez guionizados por los que atizan el fuego de la discordia étnica y la sempiterna lucha de clases, sexos, banderías y supersticiones. Enemigo principal en esa estrategia resulta ser el cristianismo. Se ha vuelto socorrido escarnecer sus símbolos, de la Historia Sagrada a la Navidad, mientras se fomentan el islam, la magia y el paganismo de saldo. No por apego al pluralismo, sino por quedar bien tirando piedras a la cultura judeocristiana.

Sartre
Sartre

En tal contexto viene a encajar el hito reciente de Antonio Soler y su Sacramento (Barcelona, Círculo de Lectores, 2021), una novela que podría haber sido cautivante, pero que se queda en un visceral ajuste de cuentas con el catolicismo. Se ocupa esta obra del cura malagueño Hipólito Lucena Morales y de su escandalosa peripecia, a no dudar un tema jugoso, rico en facetas, complejidad humana y polisemia psicosocial. Tristemente, tan delicado material deviene en una excusa para fabricar un panfleto, y para que el autor se enzarce con sus demonios subjetivos. Así, lo que podría haber sido un espléndido ejercicio de investigación histórica, elucidación psíquica, profundización patogénica y recreación imaginaria se queda en airado autoexorcismo. Existía ciertamente la oportunidad de construir un objeto artístico sutil. Pero tal opción se dilapida en beneficio de un autorretrato del que escribe. De un guiño, a modo de sobrentendido, dirigido a los que comparten fobias y anteojeras.

No se nos explica en ningún momento la singular simbiosis entre la generosidad vocacional y la esforzada entrega de Don Hipólito como sacerdote, de una parte, y su inusitada capacidad de seducción místico-erótica, de otra; como no se traza el menor vínculo entre la masacre causada por la izquierda entre el clero malagueño, incluyendo el bestial asesinato de dos hermanos curas de nuestro personaje, y la deriva de éste a un solipsismo místico no exento de peculiaridad. Menos aún se pondera la sabiduría y discreción del entonces obispo Herrera Oria y del propio Vaticano cuando les incumbió resolver tan grave problema; como tampoco se acierta a relacionar con la debida seriedad dicho caso con el fenómeno de los alumbrados y otras manifestaciones comparables, que naturalmente no se circunscriben a España, ni a la fe católica. Por el contrario, lo que nos cae encima es un aluvión de antifranquismo furibundo. El mismo que nubla el entendimiento de quienes lo sufren, y les exige meter en el mismo saco todo aquello que el bando nacional defendió, de Viriato a Manuel Machado, para acabar fantaseando con la destrucción moral de cuanto pudo hallar cabida en el ánimo de quienes se alzaron el 18 de julio.

Sacramento

El libro es un esperpento, un aquelarre de negrura, una pintura truculenta en crudo claroscuro, un grito de asco, rencor y pesadumbre. No hay humor, ni distanciamiento, ni piedad, sino una saeva indignatio que deja en mantillas las ínfulas de un Fernando Vallejo o de una Almudena Grandes. En su explosividad reactiva, supone una lluvia de misiles contra la caricatura de un enemigo inventado. Para desgracia estética y epistemológica del intento, Sacramento versa ante todo sobre Antonio Soler y su incurable herida, mientras que Hipólito Lucena Morales, el individuo pintoresco, que tanto podría interesar a una antropología inquisitiva, se le escapa inasible, desconocido e impune.

Si Antonio Soler deseara conocer otras estrategias literarias para recrear una constelación equivalente, podría empezar estudiando la figura de Jacob Frank, el pretendido mesías del antinomismo que, en el siglo XVIII, sobresaltó a judíos, musulmanes y cristianos, entrelazando sexualidad y culto. Un libro excelente para ello es el de Pawel Maciejko, The Mixed Multitude. Jacob Frank and the Frankist Movement, 1755-1816 (Philadelphia: University of Pennsylvania Press, 2011). Y si deseara hallar más respetable formula para novelar tan apasionante sustancia, recomendaríamos la obra maestra de la polaca Olga Tokarczuk, Premio Nobel de Literatura en 2019, que ocupa casi 1.000 páginas. Aún no está disponible en español, pero hace poco ha visto la luz una magnífica traducción inglesa: The Books of Jacob (Londres: Fitzcarraldo Editions, 2021).

Olga Tokarczuk
Olga Tokarczuk

No le negamos a Soler habilidad en su escritura ni fuste en el manejo de recursos. Es un literato competente y meritorio, al que traiciona la necesidad de que su ideología impregne su creación. Seguir la moda de la metaficción, por descontado, no ayuda. Mas se detecta asimismo en Sacramento una fallida emulación del modelo joyceano, que resulta pedestre y produce páginas fantasmagóricas. Es como si se retrocediese a estadios más inmaduros del Retrato del artista adolescente, en lugar de aprender del Ulises y ya no digamos de Finnegans Wake; experimentos vanguardistas que serán en cualquier caso susceptibles de alimentar un feísmo nihilista, pero que no sirven para resolvernos las aristas, las sombras y las rarezas de los singularísimos acontecimientos habidos en torno a Don Hipólito y sus hipolitinas. Tratar, por cierto, a este grupo de mujeres como inocentes perturbadas sometidas a engaño constituye una simplificación y un pecado de leso igualitarismo. Que cuando Don Hipólito regresara a Málaga, tras dos décadas de prisión eclesiástica y ya en su vejez, acudieran algunas hipolitinas a recibirlo al aeropuerto es suficiente estímulo para pensar.

Ramon J. Sender
Ramón J. Sender

Por lo antedicho, quien acuda a Sacramento –cuyo título es ya una declaración de intenciones—para aprender, averiguar o profundizar en algo, se verá defraudado. Lo que le saltará como un felino airado al rostro en cada página es lo que Antonio Soler cree, piensa y siente. Algo menos interesante que desentrañar esa confluencia entre religión, misticismo, lujuria, individualismo hereje y justicia punitiva a cargo de la Iglesia. Es como si Ramón J. Sender, al escribir La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, en lugar de adentrarse en la personalidad de su protagonista, hubiese aprovechado su libro para meterse con España, vituperar la conquista de América, desacreditar a la Corona de Castilla o disparar a cuanto pudiese irritarlo.

Y eso que estamos ante una novela que se ha ido cocinando durante décadas, y cuyo responsable ha tenido acceso a documentación de primera mano y confidentes generosos, tras una trayectoria trufada de apoyos, premios y aplauso de los suyos. ¿Por qué ese regodeo en la leyenda lúgubre del nacionalcatolicismo? El catálogo de tópicos es un runrún omnipresente, como cuando se complace en describir detalles físicos ridículos o repugnantes, pinta obispos grotescos o repite hasta el aburrimiento que Franco tenía la voz aflautada. Por cumplir con el progresismo, cada vez que habla de las derechas, lo hace con ironía o insensibilidad, buscando gustar a la parroquia contraria. Hay sarcasmo incluso cuando describe las ejecuciones de religiosos o las violaciones de monjas, que glosa con dureza y frialdad. Así no se llega a buen puerto. La alta literatura no puede destinarse a iniciados de tu cuerda o fogueados en el odio. Sino que ha de apelar a un lector desconocido y sin prejuicios, y buscar atraerlo.