Reflexiones liberales


El malentendido más perverso y la mendacidad más dañina consisten en identificar liberalismo y privilegio

El liberalismo está en la diana de casi todo, o casi todos. Es la bestia negra de la izquierda y de las innumerables personas que en España, pero también fuera, abominan de la libertad individual, la propiedad privada, la meritocracia. De los que detestan cualquier aristocratismo profesional, intelectual y cognitivo, al habitar en la envidia, el rencor o los complejos. Pero el liberalismo clásico está también en la diana de las auténticas élites, los que en verdad mandan y buscan defender sus privilegios. Davos y el globalismo pandémico de Gates y aliados ejemplifican la fusión perfecta entre los monopolios del poder económico y esa opinión pública progresista que pide sumisión y colectivismo igualitario. Teniendo a mano la coerción, concluyen, para qué queremos responsabilidad individual. Ello hace que el liberalismo, pese a aducir raíces morales y filosóficas intachables, y enlazar directamente con aquellos pensadores ilustrados que buscaron la emancipación humana, sea vilipendiado como algo repulsivo.

El malentendido más perverso y la mendacidad más dañina consisten en identificar liberalismo y privilegio. Alentar las condiciones para que crezca en libertad el talento individual no es fabricar injusticias. No es halagando la inferioridad, excusando el fracaso, ensalzando la debilidad o dorando la incapacidad con ñoñería como se fomentan frutos valiosos. Quien busca aplastar el genio, la brillantez o cuanto sobresale de la mediocridad no defiende bondad alguna. Si la igualdad es el cruce bastardo entre la virtud y el vicio, la igualdad es un engendro monstruoso. Recompensar por igual la nobleza y la bellaquería es un crimen de lesa cordura. El odio a la excelencia es el núcleo esencial del cainismo. Halagar el resentimiento entre el populacho es lo contrario de educarlo. Los líderes de la revolución sólo pretenden engañar a los infelices prometiéndoles una redención, basada en el ultraje a cuanto es mejor que ellos. Que los acabará defraudando, porque del holocausto sólo brotarán fealdad, esclavitud, culpa y rutina.

Liberalismo y religión, o en Occidente libertad y cristianismo, no siempre fueron amigos. Hubo un tiempo en que ciertas religiones proclamaban mensajes comunistas, por mesianismo o para atraerse adeptos. Asoma un reflejo caricaturesco de ello en la retórica de Pablo Iglesias y su conquista del cielo por asalto, que como todo en su parafernalia se resume en un plagio, en este caso de Marx. Libertad y cristianismo tuvieron sus desavenencias en tiempos remotos, como se aprecia analizando el Concilio de Constanza y el cruel engaño del que fue objeto Jan Hus, quien había creído en la honestidad de las promesas que le fueron hechas sobre su seguridad personal y en una voluntad compartida de buscar la verdad, y así le fue.

Concilio de Constanza

Hoy, sin embargo, cristianismo y liberalismo tienen en común algo primordial. Ambos provocan, en las huestes progresistas, el efecto de una ristra de ajos en el conde Drácula. Un social-comunista normalizado experimenta idéntica mezcla de aversión, histeria y miedo ante el pensamiento liberal que ante el fervor religioso. Ello atestigua la cercanía entre liberales y cristianos. Los primeros aceptaron de oficio, por convicción de base, a los segundos, quienes por su parte apreciaron una confluencia que iba más allá de sufrir al mismo enemigo. Igualmente coinciden, por supuesto, en una versión más amable de la vida, basada en la tolerancia, la bonhomía y el humanismo. Y en principios axiológicos, desconocidos en la actual izquierda política, como el respeto al otro, la coexistencia pluralista y la idea de que las instituciones de gobierno han de concebirse como instrumentos imperfectos, limitados en su proclividad a sojuzgar al ciudadano.

Rod Dreher

El avance del totalitarismo, la persecución ideológica y la censura se han convertido en una realidad de nuestros días. Quienes se llenan la boca con proclamas de amor universal y de lucha por la justicia son sus principales victimarios, y naturalmente reprimen a liberales y cristianos tratando de achicar sus espacios y de amedrentarlos con múltiples amenazas que, con cinismo, ubican en lo políticamente correcto. La expresión es un rasgo de humor negro, pues parece lo mismo que decir “verdad falsa”, “atropello amable” o “te lo impongo porque me da la gana”. Rod Dreher es autor de dos libros de éxito, La opción benedictina. Una estrategia para los cristianos en una sociedad postcristiana (Madrid: Ediciones Encuentro, 2018) y Vivir sin mentiras. Manual para la disidencia cristiana (Madrid: Ediciones Encuentro, 2021). En ellos apunta consideraciones sensatas. Pero el lector detecta con claridad su carácter defensivo, el agobio. Una sensación que se acrecienta cuando se invocan justificadamente, para la supervivencia de la religión, el heroísmo y las tácticas de resistencia de Solzhenitsyn en tiempos estalinistas.

Alexander Solzhenytsin

Vale la pena recordar las declaraciones que Juan Benet dedicó al gran escritor ruso, Premio Nobel de Literatura en 1970, cuando éste visitó España en 1976: “Yo creo firmemente que, mientras existan personas como Alexandr Solzhenitsin [sic], los campos de concentración subsistirán y deben subsistir. Tal vez deberían estar un poco mejor guardados, a fin de que personas como Solzhenitsin no puedan salir de ellos.” El pavoroso pecado de Solzhenytsin, quien se había pasado media vida en gulags, había sido afirmar en esos días que “si gozásemos en la URSS de vuestras libertades quedaríamos boquiabiertos”, lo cual irritó sobremanera a este ingeniero y novelista caviar, íntimo de Felipe González y residente en un chalé de El Viso con un Daimler Sovereign a la puerta.

Con estos bueyes toca arar. Así que jamás de los jamases podrá un liberal llevar a su terreno, que es el del contraste civilizado de pareceres, a un no liberal. Podrá éste en el mejor de los casos mostrarse menos hostil o atrabiliario e incluso, con suerte, aparentar cierta cortesía. Mas siempre predominará su necesidad biológica de laminar la libertad de los demás. De ahí que las posibilidades de llegar a acuerdos resulten tan reducidas como la amistad entre una hormiga y un elefante, por acudir a un símil del filósofo canadiense George Grant, quien describía así la desproporción entre su país y los Estados Unidos. En consecuencia, el votante español antiliberal, que domina de cabo a rabo el espectro, a lo sumo podría suavizar levemente la expresión de alguna filia o fobia dentro de márgenes reducidos, aunque sin modificar desde el raciocinio o la ética el epicentro de su afiliación sentimental.

George Grant

El nazismo, no obstante los alemanes dijesen tras la guerra que el Führer hizo todo solito y ellos prácticamente ni se enteraron, fue un movimiento de la mayoría contra la minoría. Por eso avanzó tan fácilmente. Y por eso estuvo a partir un piñón con el comunismo, su modelo y precedente cronológico a la hora de arremeter contra la burguesía liberal. Al comunismo le copió el fascismo la afición a los campos de concentración, la colectivización y el expansionismo agresivo. Stalin tardó semanas en despertar de su estupor tras la invasión germana, porque había admirado a Hitler y visto en él a su pupilo. ¡Qué ridículo el de los comunistas españoles, como la Pasionaria, que siguieron a su amo en el vaivén! Así que no son novedosos estos matrimonios contra natura, pese a que acaben como el rosario del alba. Por eso el Grupo de Puebla, en carta oficial dirigida en abril de 2020 a António Guterres, Secretario General de las Naciones Unidas, alabó “las relevantes y progresistas acciones desarrolladas por la organización que usted maneja con capacidad y dedicación”, declarando que “estamos de acuerdo con el espíritu de la Agenda 2030”.

Una ingente mayoría aria, se supone que moralmente superior, se empeñó en aniquilar a la minúscula minoría judía, llevando a cabo una rebelión popular, ejecutada por la masa definida en términos canettianos, contra la aristocracia profesional, cultural y financiera encarnada por el pueblo judío. Se trataba de un levantamiento de los muchos contra los pocos. La evolución a partir de 1933 aporta útiles lecciones. Cabe repasar cómo quienes deciden no irse de Alemania con lo puesto, o no pueden, van gradualmente acostumbrándose a vivir peor, a perder sus trabajos y sus casas, a ser encerrados en espacios cada vez más asfixiantes, antes de acabar, como humo, elevándose sobre los crematorios. Trazada la comparación con el presente, apreciamos que el liberalismo cree imposible que se cometan barbaridades contra las vidas individuales, aunque de momento va transigiendo con las nuevas leyes progresistas. Va habituándose a que, poco a poco, se restrinjan libertades, se aumenten prohibiciones y se vaya implantando un uso schmittiano, omnímodo, dirigista de las leyes.

Desde otro ángulo, hay asimismo coincidencia entre Davos y la Revolución de Octubre. Estriba en el hecho de que una exigua fracción de aventureros –bien es verdad que, en el primer caso, multimillonarios y muy bien situados—aspire, en inverosímil tentativa, a imponerse a unas amodorradas sociedades. No nos hallamos al inicio de dicho proceso, sino en la fase final, después de habernos ido viendo paso a paso sometidos a un tropel de obligaciones novedosas, que trastocan la propiedad, la movilidad, la moral pública, la salud, el consumo o las decisiones individuales. Un cúmulo de atropellos que se nos anuncia en nombre de un bien común, indiscutible y salvífico. Es la apoteósis del liberticidio, consentida mansamente por sus destinatarios.

Frente a esto, el nazismo tuvo menos mérito. La maquinaria de exterminio en Polonia fue el producto de la fuerza bruta, claro, si bien en ocasiones se valió también de la astucia y el engaño, como hizo Eichmann al entrar en Budapest para liquidar, apenas sin tropas y en escasos meses, a medio millón de judíos húngaros. Por no hablar de la habilidad esgrimida por el mando ante la necesidad de combatir los brotes de repugnancia moral que experimentaban algunos soldados adultos, cuando se les encargaba matar a niños a millares.

El liberalismo defiende el juego limpio y por ende exige normas mínimas que lo garanticen: imperio de la ley, independencia judicial, igualdad de oportunidades, responsabilidad individual, un equilibrio coherente de premios y castigos. Muy bien. Pero ¿y si la mayoría se opone a esta visión? ¿Y si las leyes que prefieren o consienten dichas masas postulan un sistema contrario, regido por jueces y policías ad hoc, cuyas sanciones y recompensas beneficien con rotundidad a los enemigos del liberalismo? Ingenuo es creer que dicho régimen tenga que llegar impuesto por el terror o la fuerza. Perfectamente puede responder a una voluntad mayoritaria o a una ceguera delirante. En ese caso, el liberalismo deberá acatar su derrota. Aceptar que ha generado un método para su autodestrucción.