Una cuarentena de jóvenes, alumnos pertenecientes a una academia de policía escasamente loca, entrena algunas mañanas en el parque. Da gusto verlos, admirar cómo se desenvuelven, imaginar la ilusión que depositan en las pruebas que habrán de superar, anticipar –no sin melancolía– la cosecha discriminatoria de éxitos y fracasos que les aguarda. La mitad son hombres y la mitad mujeres, grosso modo. Muchos están delgados y en buena forma física, aunque los hay también fofos, desmañados y poco atractivos. En las pausas que les consiente la instructora para recuperar el aliento, bromean y charlan, coqueteando con ingenuo desparpajo. Pero cuando se ejercitan, lo hacen por separado y bastante en serio. Las mujeres por un lado y los hombres por otro, sin risas ni concesiones. Realizan carrera continua, series de velocidad, tablas de gimnasia, rutinas con pesas o tensores y otros ejercicios de fortalecimiento. Se sobrentiende que varones y hembras conforman dos universos disímiles, determinados por la biología.
No se les aprecia inclusivos, ni resilientes, ni turbados por las figuraciones trans. No se preguntan si ocupan un cuerpo equivocado. Sino que se hallan concentrados en buscar la eficacia, maximizar sus posibilidades y lograr resultados. Algo normal. El observador alberga sentimientos encontrados. De una parte se manifiestan ante sus ojos el fulgor de los cuerpos, el juego de contrarios de los sexos, el desempeño de músculos, destrezas, vigores y flaquezas. El brillo del sudor. De otra, comprueba la implacable vigencia de lo simple, tan verificable y repetitivo como las abejas de Plinio. ¿Cómo se habrá llegado, de la mano de agendas urdidas por dementes, a confundir lo obvio y ensuciar lo bello, sometiéndolo a afrentas, distorsiones y fantasías que parecen escapadas de una pesadilla de Lovecraft?

Efectuando una transposición al ámbito educativo, cabe entender al instante la segregación entre varones y hembras, por razones tan útiles como prácticas. Aunque sea sano y gratificante defender una enseñanza mixta, también lo es lo contrario, si lo escogen, por meditada conveniencia, sus destinatarios. No hay la menor duda de que universidades estrictamente femeninas como Bryn Mawr, Mount Holyoke, Radcliffe, Smith, Wellesley, Vassar y muchas más, en los Estados Unidos, son centros de elevado prestigio que cuentan –a un podemita puede darle un síncope– con todos los pronunciamientos progresistas favorables. ¿O nos parece que Hillary Clinton, Meryl Streep o Alice Walker e tutti quanti estudiaron en centros de este jaez debido a que eran monjiles y retrógadas? ¿Fueron víctimas de un atropello que las dejó mentalmente taradas? ¿O antes bien se enorgullecen de haber disfrutado del privilegio de poder optar por tan elitista formación?

En otro orden de cosas, mas sin abandonar la pedagogía, tiene igualmente sentido plantearse si no es un dislate juntar en una misma aula a personas con niveles muy diferentes, so pretexto de propiciar la igualdad. La referencia no es ahora a la conveniencia de separar o no a hombres y mujeres, como resulta indispensable para nuestros aspirantes a superar las pruebas de ingreso a la policía, sino de distanciar sin complejos a los inteligentes de los torpes. Pues también el cerebro se puede y se debe entrenar en aras de su mejor rendimiento, y facultades singulares requieren trato singular. Si mezclamos sin ton ni son a los más capaces con los menos productivos, perjudicaremos y engañaremos a todos. Porque la desigualdad es completamente natural. Pretender combatirla forzando a los excelentes o más prometedores a fijar su techo en el suelo de quienes se arrastran por debajo es una humillación suicida.
Pero volvamos a los muchachos del parque (a todo esto, si escribimos “muchachos y muchachas”, el corrector de Word, aún no adiestrado en la parla de Yolanda Díaz, aconseja escribir “muchachos”, por entender –será ultraderechista el corrector– que el término es genérico), a nuestros policías in pectore. El caso es que, incluso dentro de cada grupo definido por su sexo, se forman con espontaneidad subgrupos. Porque unas personas despliegan mayor energía y esfuerzo que otras, o poseen mayor fortaleza física, en tanto que otros le van a la zaga. Los que exprimen su tiempo con mayor sacrificio, además, son diferentes de los que procrastinan, se dejan llevar por la pereza y, como por despiste, introducen pequeños descansos o hacen trampa, tomándose atajos en el recorrido o simulando atarse el zapato o atusarse la ropa. Es el suyo un microcosmos que refleja el caleidoscopio de la vida y las conductas humanas.
Existen diferentes aptitudes, diferentes disposiciones y talantes. Por tanto, cualquier preparación, cualquier entrenamiento o puesta a punto, resultarán tanto más fecundos y eficaces cuanto mejor ordenen y jerarquicen a los distintos miembros del grupo. La recompensa jamás podrá ser igual para todos, salvo que lo que se pretenda es socavar la moral y arruinar la valía. La correlación entre capacidad y premio es meridiana. Si el número de plazas de policía es muy inferior al número de opositores, el cuerpo preferirá hacerse con los aspirantes más valiosos. ¿No es el igualitarismo socialista lo más artificial, lo más antinatural y contraproducente que concebirse pueda? Consiste en aupar al incompetente al lugar que no merece, castigando y humillando al virtuoso en razón de sus virtudes.
Pero el socialismo es inasequible al desaliento. Un sentimiento religioso. Las nuevas versiones de la igualdad ya no estriban en rechazar que unos tengan pan y otros pasen hambre, como en el Lazarillo. Sino que unos conduzcan un coche de 30.000 euros y otros lo tengan de 60.000; o que unos vivan en una casa de 100 metros y otros en una de 200. La sublevación progresista, entonces, se dirige contra el hecho de que las gentes –dirigentes excluidos—detenten patrimonios divergentes, como poseen distintas herencias genéticas y estratos diferenciados de categoría moral. Lejos estamos de sugerir que estos índices vayan en racimo, automáticamente aparejados, como llegaron a creer Calvino y la teología de la predestinación. Pueden darse notorios criminales o terribles mafiosos con niveles de renta o de impunidad muy elevados, al igual que miríadas de combinaciones alternativas. La virtud mancillada y la injusticia padecida sin remisión son clásicos que pueblan la literatura universal, amén de contingencias para las que ninguna religión tuvo respuesta convincente. Lo seguro, no obstante, es que la igualdad ni se compadece con la naturaleza, ni dimana de decretos o imposiciones. Es una quimera que agitan demagogos y psicópatas, para reírse del personal y hacerse de oro.

Tal vez subsista algo aún más dirimente que el mesianismo esenio en el comunismo marxiano: el rencor interpersonal, que es la pulsión inconfesa de todo izquierdista. Si en épocas de carencia el resentimiento podía, teóricamente, proceder de los desfavorecidos, en tiempos de bonanza la cantera de resentidos se torna cada vez más independiente de la cuenta bancaria. Ello explica a la perfección cómo opera la izquierda caviar. Del mismo modo que los Revolucionarios de Octubre eran en su inmensa mayoría burgueses y rentistas, muchos de los cuales –como Lenin—jamás trabajaron, se requiere un cierto grado de malacrianza para abrazar esa ideología.
En la medida en que la riqueza del planeta va cuestionando las predicciones malthusianas de hambruna y escasez, el comunismo identifica espacios novedosos en los que sembrar la discordia. Que crecientemente se ubican en esferas alejadas del marco laboral o las necesidades básicas. No sólo se trata de trasladar la antigua lucha de clases al conflicto entre hombres y mujeres, blancos y negros, cristianos y musulmanes, jóvenes y viejos, padres e hijos, profesores y alumnos; sino de abrir idealmente un frente de enemistad en cualquier dúo de individuos adscritos a esos colectivos, colocando al Estado como árbitro. Hoy en día no se libra de tan avieso intrusismo ni la relación entre humanos y mascotas. Porque entre un hombre y su perro, como entre un granjero y su vaca, ya empieza la autoridad gubernativa a meter las narices, su dedo sancionador y su avidez recaudatoria.
El nuevo marxismo se basa, pues, en la desprivatización de la vida privada, en la politización de la intimidad, en la supervisión panóptica, que diría Bentham, de lo más personal y subjetivo (si bien él hablaba solamente de una cárcel; mientras que el socialismo al uso torna a todos los ciudadanos en presidiarios). No pueden subsistir secretos ni zonas de sombra para el Gran Hermano. Que tan pronto medra con el Covid como atiza el miedo climático y las ventosidades bovinas o procede al lavado de cerebro sexual a los niños pequeños, preguntándoles si no les apetece ser lo que no son.

Empero, al votante de izquierdas no le afectan ni la corrupción ni el despotismo de los políticos de su cuerda. Apoya dicho bando y se regocija de que quienes roben y saquen tajada sean los suyos, y no sus opuestos. El votante liberal, en cambio, ocupa otro plano de exigencia ética. Se avergüenza cuando sus líderes incurren en derivas delictivas. Conocedor de esto, el progresismo tiene permanentemente dispuesto el difusor de las inmundicias reales o inventadas, apoyándose en el holding propagandístico que ponen a su disposición, al menos en España, los bancos y las grandes empresas subsidiadas, quienes financian vastos ejércitos de intelectuales, historiadores, cómicos, universitarios y periodistas.
El liberal ama la desigualdad, al discernir en ella un síntoma de justicia redistributiva, un incentivo para esforzarse uno mismo y mejorar. Por eso quiere pocas normas, pocas reglas. Pero que sean firmes y se fundamenten en una auténtica división de poderes: un parlamentarismo sin partitocracia, un poder judicial independiente, un ejecutivo honesto, meritocrático y fácil de reemplazar a la primera señal de que incumple su funcionamiento cabal. Aspira a que cada palo aguante su vela. Que triunfe el juego limpio, el imperio de la ley, la verdadera libertad de mercado. Que exista la protección social indispensable, pero que no invoquen a cada paso el sentimentalismo, la victimización o el empeño de proteger, salvar, condecorar y arrullar a todos los afligidos del planeta.
Los antiliberales, por su parte, no persiguen sino regular hasta la asfixia. Cuanto más tupida sea la maraña jurídica, y más sabroso el presupuesto consagrado a “hacer el bien”, más ocasiones brotarán de cambalaches. El que reparte se lleva la mejor parte. De ahí que exijan ese proteccionismo en dosis cada vez mayores, pues no ignoran que cada brindis al sol o cada fasto inútil les abren autopistas. La factura se la endosan, contra su voluntad, a los chivos expiatorios elegidos para ser desplumados, que de camino se derivarán para ellos coimas, comisiones y pellizcos. La asimetría, por consiguiente, es notoria, y deja inermes a los liberales. Aunque individualmente sean fuertes, y estén seguros de la bondad de sus principios, basados en una desconfianza saludable. Si son lo que predican, carecerán de envidia y estómago para emular a sus contrincantes. Lo que reclaman es un aire respirable. La posibilidad de labrarse un destino mediante su trabajo, ingenio y sacrificio.