Se requiere un nuevo paradigma cultural. Un paradigma de confianza, fortaleza moral e intención edificante; no de melancolía, queja, abatimiento o indignación. La excesiva focalización en los desvaríos del presente es un error, una flaqueza reactiva, un abandono de responsabilidades. A los derrotistas y a los pusilánimes, el sindiós que sufrimos les parece sugerir que el vasto patrimonio cultural, los ingentes tesoros acumulados por nuestra civilización a lo largo de los milenios, y paulatinamente decantados por la labor minuciosa de estudiosos, creadores, historiadores, egregios profesores, museólogos, restauradores, arqueólogos y otros expertos, están en vísperas de ser borrados de un plumazo por una partida de iletrados, advenedizos, memos y fanáticos. Mas ello no va a suceder. Y no porque no les apetezca, ni porque no se afanen en lograrlo, sino porque no pueden.
El tropel de marmolillos y arribistas que se ha repantigado en las instituciones no representa la cultura. Las pirámides de Egipto no se derriban con el resoplido airado de la corrección política, ni la textura de la prosa cervantina –no obstante pueda sonarle a chino a la vigente autoridad educativa al ser anterior a 1812– se difumina por mucho que la rocíen con el disolvente o método cancelador que más agrade a los mandamases, así como a su corte de pedagogos militantes y agitadores de pandereta. Santiago Muñoz Machado, el brillantísimo director de la Real Academia Española e ilustre cordobés, nos acaba de regalar un volumen de 1040 páginas escuetamente titulado Cervantes (Madrid: Crítica, 2022), en el que sólo la bibliografía manejada ya ocupa más de 120 páginas. Las ambiciones del esfuerzo y el mérito desplegado son supremos, pues el autor se propone nada menos que sistematizar, con mirada original y propia, el análisis de la vida, la obra, la sociedad y la política de cuyas circunstancias acabó surgiendo esta gloria principal de nuestra nación.

Corren vientos favorables, por lo tanto, para buscar otros derroteros. El feraz y proteico Jon Juaristi puso no hace mucho en nuestras manos, en tándem con Juan Ignacio Alonso –un escritor con un perfil divulgador y documentalista comparable al de Dietrich Schwanitz–, su didáctico El canon español. El legado de la cultura española a la civilización (Madrid: La Esfera de las Letras, 2022). Bienvenida sea tan aprovechable aportación. Se trata de un recorrido tal vez algo menguado, y un punto inclemente, que va de Altamira a García Lorca, concebido acaso más al modo imperativo y oficioso de un Harold Bloom –tan exageradamente vituperado en su día– que con la altura de miras de un Jacques Barzun y su célebre Del amanecer a la decadencia. 500 años de vida cultural en Occidente.

Puesto que en la contraportada, a modo de excusatio non petita, a los autores de esta propuesta de canon les apetece dejar claro que operan “desde la objetividad, y fuera de todo chauvinismo”, el lector debe colegir que dicha actitud defensiva presupone atacantes y amenazas. Que se ponen la venda antes que la herida. O dicho de otra manera: que siendo debatible y estando sujeto a las opiniones contingentes cualquier canon nacional, lo elaboren ingleses, franceses, alemanes o zulúes, el caso español ha de adolecer por lo visto de entrada, para estos caballeros, de una patología singular. Consistente, hipotéticamente, en la interiorizada necesidad de blindarse contra el entusiasmo patriótico; así como de curarse en salud, pedir perdón, autoflagelarse y jibarizar la materia como paso previo a la prudente pretensión de no terminar demonizados como reos de leso progresismo.
¿Tanto cuesta entender que nuestra cultura está simplemente ahí, con todas sus aristas y sinuosidades, con sus cimas y valles, las evaluaciones mutantes, al modo que lo están las cordilleras imponentes? Esa es la metáfora de la que se valió Basil Bunting para rendir homenaje a los Cantos de Pound en un famoso poema. Reza así, en traducción de quien suscribe: “Ahí están los Alpes. ¿Qué hay que decir de ellos?/ No dan explicaciones. Glaciares procelosos, grietas para chiflados que osen escalarlas,/ revoltijos de rocas y maleza, pastos y roquedales,/ et l’on entend, quizás, le refrain joyeux et leger./ ¿Quién sabe lo que el hielo graba sobre la roca al alisarla?// Ahí están. Larguísimo rodeo habrás de dar/ si quieres evitarlos./ Mejor habituarse a ellos. ¡Ahí están los Alpes,/ cretinos! ¡Sentaos a esperar que se derrumben!” Y si esto se puede alegar convincentemente de una sola obra literaria, ¿quién será el guapo que pueda erigirse en árbitro, agrimensor, ojeador o rabadán nada menos que del patrimonio cultural de España? Un poco más de modestia, por favor.

Padecer un gobierno emanado de la insolvencia, el ciego sectarismo y la falta de principios, de ese adanismo tan rudimentario como atolondrado, no debería preocuparnos demasiado. Con el sanchismo hemos tocado fondo, tras décadas de degeneración acumulativa. Si hablamos de cultura material y espíritu tangible, de la historia real y fidedigna basada en documentos y hechos verificables (y no en las fábulas de la memoria histórica), del acervo que nos legaron los antepasados, de cuanto se puede redescubrir y reconstruir desde unas coordenadas homologables, es absurdo temer que los Alpes vayan a moverse del sitio. Cierto que un sistema educativo en constante depauperación no se vigoriza de la noche a la mañana o mediante un gesto gracioso de la voluntad. Empero, los mismos docentes que hoy tienen que adaptarse a consignas y protocolos obligatorios, para no ser sancionados, bien podrían fomentar la libertad de pensamiento, el pluralismo ideológico y el respeto a las creencias divergentes, de trabajar en un entorno menos hostil e intimidatorio. Siempre es atractivo mejorar, y la opción y el deber de ser constructivos y ejemplares están por entero a nuestro alcance. Porque las ventajas de sustituir el proselitismo y la cerrazón por su envés resultan meridianas. Tal reto jamás dependerá de una sola persona, de un único grupo o de una generación concreta, sino que supone un empeño transversal, perpetuamente seductor y de neta utilidad colectiva.
¿Nos imaginamos un alumnado y una ciudadanía no embrutecidos por la televisión, las redes sociales, la monserga del tribalismo identitario, los desafueros pedagógicos, el sexismo monteril y la parla política al uso? ¿Podemos concebir a unos jóvenes y a unos adultos tratados como seres pensantes y sintientes, con la cabeza y el corazón en su sitio, impulsados a apreciar en su hondura genuina la música, la literatura, las artes figurativas, las matemáticas, la filosofía, la historia universal? ¿Podríamos restablecer los museos como espacios para comprender otros períodos, otras mentalidades, otras civilizaciones; y no como instancias de tematización inversa, laboratorios de adoctrinamiento propagandístico, oportunidades de escarmiento anacrónico –o incluso destrucción del pasado como la practicó el ISIS en Irak? ¿Cabría volver a la idea de que su función es preservar y conservar con respeto, y no fabricar fantasías, con ánimo de condicionar el futuro?

Uno de los atractivos principales de la cultura y el arte reside en su variedad infinita. La inventiva humana es un caleidoscopio y un repositorio de talentos. Legislar la uniformidad, erradicar con autoritarismo puritano la posibilidad de que algo ofenda a alguien alguna vez, prohibir contenidos o modalidades de expresión, entronizar el victimismo eliminando cualquier forma de excelencia es propio de un totalitarismo urdido desde una mente acomplejada. Una enfermedad neomarxista. Lo mismo que encajonar las realizaciones más notables en el lecho de Procusto de nuestras peores intransigencias, falacias, mitos y prejuicios sólo generará mediocridad, tristeza y vacío. Pues como apunta Rubén Darío en su “Salutación al Águila”, No es humana la paz con que suenan ilusos profetas,/ la actividad eterna hace precisa la lucha./

Quienes actualmente encauzan y controlan en España la cultura subvencionada, los certámenes nacionales y la creatividad oficial lo saben bien. Su norte y guía es negarle a un portentoso escritor e intelectual como Aquilino Duque el pan y la sal, por motejarlo injuriosamente de ultraderechista. Es cancelar a José María Pemán e hipostasiar a Rafael Alberti, olvidándose de sus conductas respectivas y utilizando groseramente la ley del embudo para condenar a uno y blanquear al otro. Para ellos da la impresión de que fue fascista y está contaminada de maldad la conmovedora poesía de posguerra publicada, sin ir más lejos, en la noble revista Espadaña entre 1944 y 1951, desconociendo que poetas de múltiples tendencias fueron pioneros, bajo el régimen franquista, en las rutinas prácticas del entendimiento, la tolerancia mutua y la reconciliación. Mientras que consideran, con fervor cuasi estalinista, que el monocultivo ideológico y estilístico de la poesía española actual comporta un índice de progreso. Y propician que poetas católicos como Miguel d´Ors o su discípulo Gabriel Insausti, ambos sobresalientes figuras, tengan que experimentar el oprobio y la descalificación de sus compañeros de gremio, por pensar según piensan. ¿Aflorarán y serán algún día reconocidos tantos poetas y artistas vivos de valor contrastable, que penan y vegetan agazapados a la espera de que el chaparrón de enchufismo, trivialidad y oportunismo escampe?

Es deplorable que quienes están llamados a conformar una alternativa al pensamiento único de la izquierda, los dirigentes liberales y conservadores, desprecien con petulancia la cultura, respondiendo ante la llamada guerra cultural como una damisela antigua ante la anticipada presencia de un ratón. Es tal su amilanamiento, y tal su desdén, que confunden la acepción de cultura como conjunto de valores y costumbres de una sociedad con la idea de cultura como alta cultura: entiéndase bellas letras, cuadros de maestros, teoría de la ciencia, una sinfonía de Brahms. Con ninguna clase de cultura quieren tener ellos que rozarse, por considerar que la cultura es un invento o una prerrogativa de izquierdas. Así que si la izquierda ansía trastocar el pasado y recauchutarlo a su manera, a esa derecha, en su crasa miopía, le trae sin cuidado.
Plantémonos. La cultura que queremos no es romántica, o de religiosidad sustitutoria y de baratillo. Ni posmoderna, o de frivolidad populachera. Ni post humanista, o de automatismo maquinal. El romanticismo tendrá a lo sumo dos siglos y medio, el posmodernismo apenas medio siglo y el post humanismo es todavía el proyecto escabroso de las distopías tecnológicas. Queremos una cultura clásica, la que tiene cinco mil años como poco, y continúa tan viva y perenne como el primer día. Ese es nuestro paradigma.