El porqué del atasco


Echamos media vida acusando los golpes de la multiplicidad y la contradicción. De lo ambiguo, lo sincrónico y lo discorde.

La botella medio vacía o la botella medio llena vistas como verdades absolutas, excluyentes, incompatibles de raíz. Los versos de Campoamor: “Y es que en el mundo traidor/ nada hay verdad ni mentira:/ todo es según el color/ del cristal con que se mira.” La recalcitrante querencia al sostenella y no enmendalla. En fin, la típica cabezonería hispana. Sin duda son entrañables rasgos de nuestra cultura, como la adulación hiperbólica, los vaivenes ciclotímicos, los abrazos efusivos, la dialéctica entre amigo y enemigo, etcétera. Pero acaso no siempre son teatro, aspaviento fingido, tasado oportunismo o alharaca. Hay una parte más mecánica y patológica, menos consciente. Algo que controlamos menos.

Ramón de Campoamor

La disonancia cognitiva, en principio identificada por Leon Festinger, viene a ser como el huevo de Colón, otro factor elemental de nuestro modo de ser, estar y comportarnos. Y no es ningún antojo celtibérico. Antes al contrario, se deriva de la naturaleza inestable, proteica, ambigua y polifacética de cuanto nos rodea, así como de nuestro dinámico repertorio de intelecciones, respuestas, dudas y especulaciones ante tamaño torrente de estímulos. Aunque nos barruntemos unitarios y cohesionados al socaire de nuestra personalidad –si es que no sufrimos de suyo la proclividad al desdoblamiento de un Fernando Pessoa— lo cierto es que echamos media vida acusando los golpes de la multiplicidad y la contradicción. De lo ambiguo, lo sincrónico y lo discorde, del querer estar a la vez en diferentes sitios. Buscando emular al niño holandés que salvó a su pueblo de una inundación insertando el dedo en el agujero del dique, nos sobreviene el dilema de advertir que se abre otro agujerito, y otro, y otro más, mientras nos faltan dedos.

Entre las diversas modalidades de autoengaño que nos concedemos para mantenernos a flote, con escaso garbo, figura prominentemente el sesgo de confirmación. Ya se sabe, ese ver lo que queremos ver, ese recordar lo que nos conviene, ese atestiguar con el corazón en la mano y firme expresión de santidad cuanto pete a la mancha de Rorschach de nuestra arbitrariedad apologética. Ese ir mucho más allá del clásico post hoc ergo propter hoc para directamente fabular, ideando cadenas de causalidad peregrinas. Ello nos permite blanquear nuestros caprichos, errores e injusticias, echar balones fuera, decirnos que está bien lo que está mal, rehusando cualquier responsabilidad en lo que se tuerza. Y no siempre es hipocresía elemental, en absoluto, ni el descaro proverbial del yo no he sido. Sino percepción selectiva, un hacernos trampas en el solitario habiendo borrado de nuestra mente la conciencia de ser unos tramposos.

Leon Festinger

Admitámoslo. Si hemos gastado ahínco en adoptar o elaborar una perspectiva, haremos lo indecible para que la realidad no nos estropee el tinglado. Como mostraron Festinger, Riecken y Schachter en Cuando las profecías fallan (la versión original americana es de 1956), el incumplimiento de las expectativas por parte de una fe dada, cualquiera que analicemos, sólo refuerza la fervorosa adhesión de quienes la sustentan. Trátese de milenaristas que se desprenden de todos sus bienes ante el fin inminente del mundo, de confiados partidarios del comunismo o de fieles votantes del PSOE –por ir a ejemplos obvios—la salida es rehacer y redirigir sus pronósticos, coartadas y explicaciones, sacándose de la chistera invenciones sustitutorias. Por eso un radical de izquierdas, por definición enemigo de lo estable y del orden existente, precisa esa gomosidad de gimnasta. Y es capaz de sustituir la crucifixión de la economía de mercado por el catastrofismo ecológico; la exigencia pobrista de aquella sociedad sin clases por el afecto hacia el supremacismo étnico y el yihadismo; o la vieja solidaridad con la clase obrera por el onírico cuestionamiento del sexo biológico. Todo vale. Los rebaños siguen con docilidad al pastor sin importarles que haya modificaciones en el rumbo. La clave es seguir acatando, no la letra del arreo.

En el fondo, hablamos de una forma de adicción inquietante. Es como si fueras consumidor habitual de un producto, pongamos una marca de café, y de pronto el fabricante te alterase drásticamente su sabor y características, pero preservando el mismo nombre, envase y etiqueta. Y que entonces tú, aunque catases el escamoteo, por lealtad a los dueños de la marca, pusieses cara de aquí no ha pasado nada y lo continuases comprando, bajo su mismo nombre, envase y etiqueta, acostumbrándote en un santiamén al nuevo producto, marginando el recuerdo del producto anterior con devoción complacida, construyendo en tu cerebro y tus papilas gustativas la sensación de una continuidad ininterrumpida.

Sholem Aleijem

Pocas orientaciones místicas alcanzan la vitalidad y el atractivo del jasidismo. Basta observar la alegría con la que sus miembros danzan abrazados, o rememorar El violinista en el tejado, la entretenida cinta de 1971 inspirada en los relatos de Sholem Aleijem. Mas lo que aquí nos incumbe, a efectos de estudiar la problemática de la disonancia cognitiva, es la instructiva polémica en torno a si Menachem Mendel Schneerson pudo, habiendo muerto como lo haría un hombre mortal el 12 de junio de 1994, ser el Mesías, según se resistían a dejar de presumir sus seguidores. O eres el Mesías, y por lo tanto no puedes morir; o mueres, y por consiguiente no eras el Mesías. Ante tan colosal disyuntiva, el movimiento Jabad-Lubavitch adoptó la noción antijudaica y cristianizante de una segunda venida para mantener su convicción relativa al mesianismo del rebbe de Crown Heights. Posiblemente un desacierto. Algo que el Dr. David Berger, comprensiblemente, consideró un escándalo. Una y otra postura, a la sazón sutiles y contradictorias –como en general el ingente esfuerzo talmúdico– se basarían, pues, en el imperativo de preservar, no sin piruetas hermenéuticas, una verdad o coherencia superior.

Ser receptivo al hecho religioso comporta beneficios innegables, como el ayuno, el recogimiento silencioso, el freno a la lujuria, el auge del amor desinteresado o el deleite estético procedente de textos, parábolas y liturgias. Lo esencial es desplazar de la religiosidad el dogmatismo irracional, su conversión en norma política o la agresividad contra posturas distintas. Como dijo Hilel el Anciano un siglo antes de Cristo, actuando al decir de Ernest Renan como maestro de éste, toda exégesis positiva queda resumida en el apotegma “No hagas a tu prójimo lo que no quieres que te hagan a ti.”

Quien desee experimentar, con sencilla eficacia, aquellas ventajas prácticas de la religión que fortalecen y sanan la individualidad interior puede acudir a los libros de Pablo d´Ors, un sacerdote católico que escribe con la rara facilidad de un literato profesional. Sus preciosos libros son neta plasmación del dulce et utile horaciano. Recomendamos encarecidamente su Trilogía del silencio, disponible en Galaxia Gutenberg en ediciones muy recientes. El amigo del desierto es una breve y apasionante novela filosófica, que se lee casi como una obra de suspense. Biografía del silencio, que ha vendido más de 200.000 ejemplares, es un escueto manual de autoayuda, inspirado por un sincretismo práctico, de influencias orientales, y basado en una honesta exploración personal. Mientras que El olvido de sí, una apasionante autobiografía ficcional del singularísimo Charles de Foucauld (1858-1916), es ya un volumen de más cuerpo, que se devora con provecho inusitado.

Charles de Foucauld

¿Cómo podrían fluir más saludablemente las epistemologías de andar por casa y proporcionarnos más goce los intercambios con el prójimo? ¿Con dosis suplementarias de empatía? Ello incluye no pretender dominar a los demás. No avasallarlos con tu manía de tener razón y decir la última palabra. Hay quienes no se callan ni debajo de la ducha, renuentes a dejar pasar un punto de vista ajeno sin zumbarle o pretender superarlo mediante verbosidad caudalosa. Son servidores de la reactividad. Necesitan probarse de continuo en el roce con los que no viven su desasosiego, repitiendo una y mil veces la estúpida batalla entre flatus vocis y paciencia estoica. Mas no se piense que no lo pasan regular. Porque el opinionismo atrabiliario es un boquete del alma, una carencia insaciable, herida que no cicatriza. Afección persistente que trastorna al más desprendido y donoso.

Que sintamos que no nos hacen suficiente caso, nos valoran de menos y, por esa susceptible vía, nos “faltan al respeto” es un melindre al que compensa renunciar. No deberíamos ser tan delicados con nosotros mismos. Empero, caemos en lo opuesto. Así, algo que alguien dijo alguna vez, y nos pareciera imperdonablemente ofensivo, justifica a la postre nuestra conducta mucho más que el propio interés, la fría maquinación o la voluntad de poder. Aunque no lo creamos, ni nos enteremos. El resentimiento, el ego lastimado, medran en capas hondas y primarias. Si se trata de sátrapas y mandamases, el engranaje desata estragos notorios, al unir la volubilidad del mozalbete a la potencia de fuego de “Gran Berta”.

Ahora que se nos vienen irreversiblemente encima la Cuarta Revolución Industrial y el posthumanismo, con aristas aún por perfilar, convendrá eliminar equipaje superfluo. Nos va la dicha en romper algunos nudos gordianos y mostrarnos proactivos. Constituyen adiposidades prescindibles la melancolía por un pasado irrecuperable en términos prelapsarios, la invocación quejumbrosa de “nuestros derechos”, el pensamiento crédulo y supersticioso, el nacionalismo como compensación de la impotencia individual, el cinismo derrotista y, grabémonoslo en la frente, la confianza en los políticos, comunicadores y expertos de sedoso discurso. Más nutricio será invertir en hábitos de salud, vigorización de la esfera privada, lectura de libros antiguos y senequismo vital.