Si no eres liberal, tiendes a totalitario


El liberalismo abriga pocas convicciones, aunque muy básicas, como el respeto al prójimo.

Tiempos hubo en los que recorrer la jungla, la estepa, el monte o la sabana comportaba peligro. Los animales no eran criaturas de Walt Disney ni estaban aún bajo la tutela de Fani alias Úrsula, la escort de les gallines, o de los compañeros de viaje de Podemos. La vegetación y el relieve no eran versallescos. El clima no era amable y edénico como en las fábulas ecologistas, ni el planeta se libraba de cataclismos, porque no había esa plantilla cobrando a cuatro manos en las oenegés. La inseguridad dada no era antropogénica, pero sí devastadora. Pregúntenselo a los dinosaurios, a los refinados pobladores de Pompeyo y Herculano o a las 1.746 personas, sus 3.500 cabezas de ganado aparte, que el 21 de agosto de 1986 murieron en sus aldeas junto al lago Nyos, al noroeste del Camerún, envenenadas por emanaciones de dióxido de carbono por entero naturales. No, no eran las ventosidades de las vacas, ni un aviso de lo que pasaría si Elon Musk compraba Twitter y lograba poner coto a tantísimos infundios.

Fani

Recuérdese que Thomas Hobbes, al describir el “estado de naturaleza”, apuntaba a eso. A que “lo natural” es lo crudo, lo salvaje, lo hostil, lo violento, lo imprevisto, lo mortífero. No los productos artificialmente caros que venden chamanes de la izquierda caviar con aire sacerdotal, y que adquieren, para sentirse elevados, sus mansos parroquianos, de camino entre la terapia de las flores de Bach y su sesión de tai chi. Para el autor del Leviatán, uno de los seis principales filósofos políticos de todos los tiempos, la naturaleza significaba que cualquiera que te saliese al paso podía abrirte la cabeza. No era cuestión de sonreír a destajo. Durante muchos milenios, nuestros antepasados habían recorrido el territorio en pequeñas partidas en pos del escaso alimento. Cualquier grupo de desconocidos era competidor y enemigo. Bajo esas circunstancias, el altruismo no resultaba idóneo y el tribalismo aguerrido, salvo para los muy huraños, era la fórmula para sobrevivir. Ser confiado carecía de sentido. La amenaza del mal era tangible, constante. Exigía tomar la iniciativa y no fiarse. Los seres dañinos abundaban. Estábamos despiertos.

Hasta que no surgen sociedades más estables, basadas en el miedo y la coerción, no cunden tanto la hipocresía y la doblez. Eso que la filósofa alemana Simone Dietz denomina “el arte de mentir”, porque implica una aptitud lingüística que puede poseer valor moral (véase su monografía Die Kunst des Lügens, de 2003).  Aunque lo habitual sean las personas que lucen amigables por delante y te apuñalan por detrás, con daga florentina, faca de Albacete o tozudez sanchesca. A lo que vamos: la sofisticación intelectual de Maquiavelo es inseparable del Renacimiento, como la “fofería” del victimismo posmoderno proviene del empacho de papilla socialdemócrata. Por suerte, la inventiva humana crea el liberalismo, que antaño fue “la izquierda”, si por esa exhausta metáfora entendemos una apertura sagaz, un posicionamiento anti dogmático, la correlación entre mérito y premio. En fin, cierta vocación de justicia elemental.

Más tarde, pasaron a encarnar “la izquierda” Lenin y Fidel Castro, Pol Pot y una inacabable caterva de tiranos y matarifes. Peroraban incesantemente, como savonarolas salvíficos, ilustrando que “grimorio” y “gramática” poseen la misma raíz. Sobre todo eran psicópatas engreídos, caraduras mesiánicos, sádicos liquidadores de rivales al más puro estilo de Cayo Julio César Augusto Germánico, alias Calígula. Conviene no engañarse con las pretensiones humanitarias de casi todas las revoluciones. Michel Houllebecq, siendo un notorio patriota francés, sostiene que el sadismo y la crueldad de las turbas jacobinas convierten, por comparación, los degollamientos del ISIS en un juego de ursulinas. Es más amigo de la verdad que de Agamenón.

Michel Houellebecq

El liberalismo abriga pocas convicciones, aunque muy básicas, como el respeto al prójimo. El izquierdismo, ese malabarismo de las falsas creencias, se centra en el doblegamiento del semejante. La izquierda realmente existente es una religión romántica, en la peor acepción de ambas palabras. Un sucedáneo novelesco de ínfima gama tanto en lo estético como en lo cognoscitivo. Pese a sus ínfulas cientificistas y a su sentimentalismo santurrón, es en esencia el acmé, por decirlo en términos griegos, de un delirio ideológico que bascula entre la papanatería y el fraude. Por eso lo ha adoptado como portaestandarte el consorcio plutocrático de los Gates, Schwab, Zuckerberg y compañía.

Entender y honrar al distinto, siempre que no busque hacerte daño y usarte como chivo expiatorio, es el camino. Los judíos fueron continuamente agraviados, incluso en la URSS de los 80, donde la selectividad universitaria estaba diseñada para vetarlos. Lo cuenta con pelos y señales Masha Gessen en libros como El futuro es historia. Rusia y el regreso del totalitarismo (Madrid: Turner, 2018). A Putin lo clava, desenmascarando a tanto opinador a la violeta. Mujeres, homosexuales y hasta algún transexual pudieron sufrir discriminación en el pasado. Ello no se remedia cayendo en la sobrecompensación o fabricando reos inocentes como churros. Todo yoísmo es un atropello. El yoísmo de arios, comunistas y obcecados posmodernos. El yoísmo nacionalista. El yoísmo religioso. El yoísmo identitario. En todos se hipostasia el propio punto de vista y se objetiva lo subjetivo, convirtiéndolo en ley. El liberalismo, en cambio, es pragmatismo y juego limpio para todos. Con verificación instantánea y perenne rendición de cuentas. Exige la incorporación de diversos puntos de vista. Acepta la libertad de acción y de opinión del otro como requisito para reclamar la libertad de acción y de opinión propias.

Masha Gessen

La fiscalidad desbocada y progresiva es saqueo. Si A trabaja el doble de tiempo que B, o el trabajo de A vale el doble que el de B y ambos cotizan en consecuencia, A debe pagar más impuestos porque produce más, pero no sufrir un tipo mayor de imposición. No se debe castigar al que es más laborioso u ofrece mejor rendimiento. La inmersión lingüística catalana, vasca o gallega supone una agresión a los españoles que habitan esas zonas, y no sólo un flaco favor a los hijos de padres que en su ceguera localista supuestamente la desean para su progenie. El separatismo es una variante del fanatismo religioso y busca, como en la antigua Yugoslavia, zonas étnicamente puras. La limpieza étnica es una salvajada que no cesa, cuando todas las razas y culturas humanas proceden de un tronco común. También todas las razas de perros, del chihuahua al gran danés. Se dice que todos los perros vienen de una sola camada. Pero el catálogo de nuevas razas caninas aumenta constantemente, como el número de culturas, dialectos y sistemas de creencias humanas. Pretender separarlos e hibernarlos en un estadio determinado de definición, considerado su quintaesencia metafísica, prohibiendo la miscegenación, es una coacción eugenésica digna de los nazis. El judaísmo no persigue al judío que se casa con una gentil.

Gran Danés y Chihuahua

Por resumir. Los liberales no conforman una secta. No constituyen un grupo de presión. Es dudoso que conformen una ideología, salvo en el sentido negativo de rechazar los chauvinismos de grupo. Los liberales no son una pandilla de forofos, ni poseen una cultura propia o excluyente. No son colectivistas, ni aspiran a dominar un territorio, ni a forjar –como tantas ideologías románticas—un sucedáneo de la fe. Son individualistas. Defienden la necesidad de un orden legal tan férreo como sujeto a escrutinio imparcial permanente. Pero para garantizar las libertades individuales y dirimir los conflictos entre particulares, no para meterse en las vidas de los demás ni para vender supercherías. El comunismo es el mejor ejemplo de una música cursi y pedante, más falsa que un euro de madera, cuya aplicación y letra pequeña obtienen lo contrario de lo que se proponen. La felicidad individual no emana del Estado, del gobierno, de Hacienda o de las instituciones. Nace, como la infelicidad, del destino, la suerte, la laboriosidad, la ética y el tesón individuales.

Un buen padre deja que sus hijos se independicen y sean autónomos. Un buen maestro consigue que sus discípulos piensen por su cuenta y vuelen solos. Un buen gobierno asegura que sus ciudadanos lleven las riendas de sus vidas. Para ello basta perseguir el crimen y la violencia. Es contraproducente decretar cómo ha de ser la vida privada de cada cual, ni cortarle las alas, ni corregir protésicamente la desigualdad espontánea. Un padre, un maestro o un gobierno no pueden ser represores y castrantes. Por descontado que un mal padre, un mal maestro y un mal gobierno dirán, al arruinarte la vida, que lo hacen por tu bien. Eso va en el lote. Por supuesto que se valen de su fuerza aplastante para encubrir su mediocridad, preservar su dominio y consagrar el estado de sumisión de aquellos por quienes proclaman sacrificarse. Ese es su catecismo.

En ocasiones, las víctimas de tal proceder deciden sublevarse. Raras veces, hasta son capaces de derrocarlos, labrándose una posición de fuerza. En tales casos, lo habitual es que ocupen dichos sitiales para emular las viejas conductas con víctimas nuevas, porque han interiorizado el patrón. El que llega al poder dice que va a cambiar las cosas a mejor, que esta vez es la buena, que se va a producir un nuevo comienzo, un renacer del bien y la equidad. La Agenda 2030 es eso. El enésimo cuento chino. Empero, el único progreso comprobable será que ocupe el poder un anti poder, es decir, un poder que salvaguarde que nadie pueda abusar del poder. Ese anti poder es el liberalismo, que naturalmente necesita leyes adecuadas, tribunales imparciales y un monopolio de la pólvora al servicio de dichos principios constituyentes.

No tiene mucho sentido enfadarse o indignarse por cómo son los demás. Si hemos elegido o estamos obligados a tolerar su compañía, nos toca una conducta responsable. Apenas debemos calcular cómo convivir con ellos si no hay más remedio, o cómo, de ser factible, esquivarlos sin rencor ni acritud ni causarles ofensa. Si el impacto negativo de los demás sobre nosotros es ajeno a cualquier elección nuestra, hemos de calibrar si cabe oponerse a dicha influencia y contrarrestarla o, alternativamente, acomodarnos a una conllevancia lo menos lesiva y frustrante posible. Exclamar con aire de princesa desdeñada ese “¡Yo no me lo merezco!”, como hace poco Pablo Casado, es una memez y una pérdida de tiempo. Un liberal no es mejor o peor persona que un no liberal. Sólo alguien más sobrio, menos soñador. Alguien que, partiendo de la aceptación de sus defectos busca reducir sus errores y procurar que los errores y las trapisondas ajenos le perjudiquen menos.

El mantra de no dejar a nadie atrás, como el de no tendrás nada y serás feliz, se parecen demasiado al Arbeit macht frei que presidía Auschwitz. Los cautivos en la caverna de Platón ya vivían en un Metaverso con efectos especiales. Ninguno se quedaba atrás y no tenían nada, porque vegetaban en la inopia y estaban prisioneros. ¿Comían perdices?