Premia estos días la ciudad de Granada a un poeta con una distinción que porta el nombre estelar de Federico García Lorca. Ahí es nada. Parecería un tópico o una formalidad, algo protocolario tratándose de Granada y de Federico, y concurriendo la oportunidad de orlar el prestigio de ambos referentes con una figura renombrada, querida por muchísima gente, popular en su sentido más nítido. Pero no. La situación que se da es rara, excepcional, contracorriente. Una refutación de las supersticiones y los vicios dominantes. Por eso el evento es tan singular como emocionante. Un hito feliz en nuestra peripecia de coetáneos, inquilinos de la vida recibida y la cual modulan los hados o los dados.
Acumula el protagonista innumerables méritos, logros, puestos de relieve, galardones y pruebas irrefutables de reconocimiento. Verifíquese su historial en cualquier fuente sólida. Con cuánta sencillez y bonhomía los porta, qué poco le pesan tan aristocráticos galones sobre su legendaria estampa de afabilidad. ¿Cómo explicarlo? Ello se debe a la soltura con la que se ha desempeñado desde joven, trabajando por vocación y con acuciosidad inusitada, dando –por añadidura– la sensación de que no se ha esforzado según el común suele esforzarse. Proyectando, en cambio, la impresión de que ha sido todo un juego, un entretenimiento ejecutado como hobby, sin buscar impresionar ni provocar envidia o suspicacia. Y ello tras haber realizado una obra descollante a los cuatro vientos: como filólogo, como clasicista, como traductor y editor, como crítico de primera fila, como personaje mediático, como bibliófilo, como académico, como político honrado, como erudito enciclopédico, de memoria elefantiásica, al que ningún hecho literario, artístico o cultural le es ajeno, como letrista de rock, como generosísimo amigo y protector del talento. ¿No es tal discreción la variedad más desusada de elegancia?
Buenos poetas, en España y en Andalucía, los hay a patadas. Nacen de la tierra. Podría uno dedicarse sólo a conocer sus aportaciones, y a empatizar con sus orbes creativos, y ocuparía a todas luces inacabables jornadas. Aunque también se percataría de que no pocos registros se repiten por acatar las modas, clonar lo que cosecha aceptación y, sobre todo, sintonizar con lo políticamente correcto. Como si adrede se impregnaran, bajo un barniz de prestancia métrica, del sensacionalismo previsible, la rebeldía de guardarropía, el ardor subvencionado. Tal vez, en el fondo, haya demasiados poetas dándose codazos, tapándonos el bosque de la poesía universal con sus trifulcas y contoneos, sus quejas y denuncias, su apetito de notoriedad. Y su izquierdismo.
En Luis Alberto de Cuenca, el observador imparcial detecta al instante una excepción. Porque es un caballero que se lleva bien con todo el mundo, a nadie le impone su estilo o sus ideas y cabalga por libre, como Kirk Douglas en Los valientes andan solos, aquella cinta de 1962. Empero, estamos ante un autor, y ante él nos inclinamos, que ha dominado el canon, el genuino, el palpable, de este último medio siglo. En la 6ª edición de Su nombre era el de todas las mujeres y otros poemas de amor y desamor, preparada por el añorado Lara Cantizani (Sevilla: Renacimiento, 2021), el lector halla, junto a casi trescientas páginas de estimulante poesía y sutil erotismo, una relación de las publicaciones poéticas de Luis Alberto de Cuenca que abarca más de un centenar de títulos, desde Los retratos, de 1971, hasta las entregas de 2021, que ya no son las últimas.
Luis Alberto es un poeta muy de ahora y también muy de siempre. Un poeta muy culto y también muy coloquial. Un poeta muy grave y también muy divertido. Un poeta metafísico y también un ironista. Sus vertientes son múltiples, pero su voz es única, inconfundible, exclusiva. Es, de modo conmovedor, un poeta del amor, de la belleza matérica, de la sinceridad. Usa palabras que se entienden a la primera, por desnudas y escuetas. Sus sonetos y sus décimas, sus eneasílabos y alejandrinos, lucen una naturalidad pasmosa. Se apreciará igual en 300 o en 500 años que ahora mismo, al expresar verdades cercanas a quien sienta, sufra, admire o se exalte de alegría.
La actividad central de nuestras vidas acaso sea poner a funcionar nuestros sentidos, y prolongarlos mediante los tentáculos de la inteligencia. Figurémonos sentados bajo un viejo naranjo en flor en un jardín antiguo, escuchando el piar de un potosí de aves escondidas. Celebremos que un inmenso gato gris, como recién salido de la peluquería, se acerque, meciéndose como un dios, para que lo acariciemos. Que un abejorro color miel aterrice de súbito cual paracaidista orondo en el teclado de nuestro ordenador. La plétora de información y estímulos que procesamos posee suntuosidad sinfónica. Si permanecemos en alerta, si sincopamos nuestras aptitudes intelectivas, sensoriales y hermenéuticas, si casamos este proceso con los recuerdos y las huellas del pasado, si proyectamos la imaginación hacia mundos ulteriores, estaremos desplegando mecanismos para cuyo aprovechamiento fuimos diseñados. Estaremos descubriéndonos y reconociéndonos en el esplendor del mundo, absorbiendo realidades palpitantes.

Leer a Luis Alberto de Cuenca se asemeja a la experiencia descrita. Sus libros vierten una cornucopia de tesoros al alcance del hombre y la mujer corrientes. También, cómo no, de los espíritus más exigentes y sofisticados. Su poesía revela la luminosa faz de lo que existe. Un reverbero especular que ofrece acceso ilimitado a las sendas del bien, los meandros del deleite, los recodos del disfrute y la contemplación. Dicha superficie impresa y audible, que compone un mapa mental, presenta una miríada de puntos penetrables, que actúan como ventanas abiertas a su hondura proteica. Así, en cada poema o pasaje se nos brindan conductos por los que aventurarnos. ¿Cómo poner en duda que lo vivencial y lo cognoscitivo son facetas indiferenciables de un goce a la par fisiológico y del alma? Los cerebros en cubetas del filósofo Hilary Putnam, reutilizados en la cinematografía de Matrix, aportan una metáfora, algo fea y opaca, de tales vericuetos. Sin embargo, trátase aquí de algo distinto. Trátase de organicidad, pasión y hálito.
En estos hoscos tiempos de represión tecnológica y sedicente inteligencia artificial (un oxímoron tan risible como “carne vegana”, y no menos enajenador), la panoplia de recursos digitales, virtuales, maquinales y uniformadores que asola la tranquilidad del ciudadano surte dos efectos: privarle del contacto personal con seres que pudieran resultar agradables, quizás porque son corporeidad, transpiración, sonido y movimiento; y sustituir lo auténtico por lo impostado. La cultura de nivel, como las bellas letras, podrá sin duda tener un pie en lo fantástico o irreal, en lo soñado o urdido libérrimamente en las meninges. Pero se trata, tal se ha repetido tanto, de una ficción equivalente a suprarrealidad, onirismo edificante, fabulación que nos eleva y nos mejora. Exactamente lo contrario de esa tediosa tropa de poetisas y poetisos de talante infantil y autobiográfico que usurpa, merced a sus ventas, los anaqueles que antaño albergaran a Quevedo, Rosalía de Castro o Blas de Otero.

La ventaja inherente a las obras imperecederas del artista, en este caso del artista que esculpe con palabras, es que implica artefactos irrompibles, compuestos de una sustancia inasequible al desmoronamiento o la evaporación. Las damas deslumbrantes, los héroes de las gestas y epopeyas, los genios y los pensadores cuyo fulgor nos hirió tanto, no pierden entidad ni magnetismo. No caducan como los yogures. Son recuperables al momento, intactos y maravillosos, con sólo releer cualquier poema de Luis Alberto de Cuenca, o asomarse con fruición a su entrega más reciente, entiéndase Después del paraíso (Madrid: Visor, 2022), un poemario descomunal y entrañable, que toca todos los palos y, a la postre, construye un lector, que es un autor, que es un convincente ser humano, que es un homme moyen sensuel: sabio, veraz y enamorado.
Cuesta calibrar cuantísimo hemos perdido, a qué horrible sima de estulticia y grosería hemos ido a parar. Se entiende que un periodista cultural de EL PAÍS se permitiese, hace ya una década, vincular a Luis Alberto y a Loquillo con el “fascismo pata negra”. Sólo un país enfermo de incultura y sectarismo insulta a Billy Joel. El progresismo es así, y en diez años hemos bajado innúmeros peldaños más. Bajo la impronta de ese posmodernismo que mezcla y confunde lo vulgar con lo noble, lo exquisito con lo zafio, lo trillado con lo original y grácil, hemos mancillado cualquier noción de lo que significan valía y calidad. Los juicios se tornan relativistas, siervos de componendas identitarias, aduladores de lo sucio, demagógico, vocinglero. Nos predican que ya no existen el arte y los artistas al modo de los clásicos, de los antiguos. Pues es una mentira colosal.

Luis Alberto de Cuenca lo viene atestiguando desde que era adolescente. Habiendo sobrepasado los setenta, permanece jovialmente juvenil, escribiendo sin descanso. Dedicado, como un historiador escrupuloso y justo, a construirnos un futuro de esperanza. Como un Homero, un Lucrecio, un Hartmann von Aue. Por regalarnos tanto, por haber acertado a hacernos tan dichosos mientras fortalecía nuestra salud ética y estética, estamos muy, pero que muy en deuda con él.