La distopía que toca a la puerta


Ingeriremos carne sintética, polvo de gusanos y demás rancho diseñado para nosotros por los dietistas y los ecologistas gubernamentales

A rastras, al trote, abducidos, teletransportados, cual si fuésemos ovejas aspiran a arrearnos al nuevo mundo feliz del transhumanismo. En el que estemos supervisados 7/24. Con nuestras constantes vitales conectadas a un ordenador externo, para que sepan qué hacer con nosotros en cada momento, que si chute vitamínico, colocón o eutanasia. Lo que pensemos, digamos, leamos, escribamos y comuniquemos pasará por su nube, ese filtro que no sólo almacena, administra y cancela según convenga, sino cuyos astutos algoritmos analizan el menor respingo anímico, para prever cualquier jugada y evitarnos “errores” antes siquiera de que se nos ocurran. 

Ingeriremos carne sintética, polvo de gusanos y demás rancho diseñado para nosotros por los dietistas y los ecologistas gubernamentales. El sexo carecerá de riesgos o virtualidad delictiva, al ser preferentemente online y venir sus contenidos ficticios prescritos ad hoc, con vistas a no transgredir la normativa del antiguo Ministerio de Igualdad, ya Ministerio de Uniformación, Obediencia y Ciudadanía. Los niños y las familias sin homologación estarán prohibidos. Sólo habrá dos clases sociales, rebaño y pastores. Aurea simplicitas, bajo Nemrod no menos que en la URSS. Y un único gobierno mundial, de estructura piramidal y ojo ubicuo, sostenible y resiliente para la eternidad.

Nemrod.

Los comunistas y los socialistas baten palmas, palmitas. Parece que estos rumbos les han dado cancha, sacándolos del descrédito. Vuelven a estar de actualidad, a meter miedo como antaño. Ven accesible el viejo sueño, acabar con la opción de que otros desplieguen genio y talento, triunfen mediante su decencia y capacidad de trabajo, alcancen a gozar de las mieles de su esfuerzo. Esa cosa tan burguesa de no depender de amos injustos, desprenderse de grilletes, tener espacio, autonomía, intimidad, margen para emanciparse. Algo que siempre les puso los pelos como escarpias, les reconcomía, los tenía rojos, verdes y morados de resentimiento. Aunque su papel en el proceso haya sigo nulo, meramente decorativo, de comparsas. Sólo los han valorado como voceros de base, por su toque camorrista, tirando de su afición a dar leña y reprimir. Además, con el “no tendrás nada” de Davos están que levitan. ¡Por fin la caridad universal, tutorizada desde arriba! El que reparte se lleva la mejor parte. Se ven de manijeros del cortijo.

distopía
No tendrás nada.

Aunque el “mérito” de la transformación proviene de otros. La hazaña es de físicos, matemáticos, ingenieros, biólogos; de intrépidos capitanes de la industria; de fondos de inversión transnacionales; de banqueros, astros bursátiles, multimillonarios ávidos de emociones fuertes. Que subcontratasen intelectuales, periodistas, creativos y demás peones como su coro de tragedia griega era de cajón. Los déspotas siempre tuvieron bufones y enanos a su alrededor, con bula para hacerles reír, venia para soltar indecencias y demanda para alegrar a las consortes en sus gabinetes. Igual que los economistas y los politólogos, y en general los funcionarios académicos, resultan harto agudos pronosticando el pasado, que racionalizan con pelos y señales, cabría ahora musitar: este romance entre estalinismo y altas finanzas se veía venir.

Bufones y enanos.

A todo esto, al hablar de socialistas y comunistas aludimos a la nomenklatura, jefazos y guionistas. No a los creyentes bienintencionados, ni a los compañeros de viaje por rutina o sentimentalismo, esos que el yugoslavo Bogdan Raditsa llamó Korisne Budale, o “inocentes útiles” (no está confirmado que Lenin usara el término Polyeznyi idiot, “idiotas útiles”, si bien se cita a menudo). ¿Cuántos incrédulos no se aferrarán a sus religiones por no figurárseles otra fe que abrazar, por aversión visceral a los rivales o por miedo al qué dirían si –de repente– abjurasen? Concédaseles que se engancharon a esos credos por altruismo –orillando piadosamente otras razones— y compréndase la humana rémora de quien no tiene coraje para admitir haberse equivocado. Y admítase que sigan opinando que “progresismo” significa, no lo que los políticos embuten hoy en esa longaniza, sino algo a caballo entre Diderot y el liberalismo radical. Porque uno puede encaminarse al matadero entonando los ripios de Eugène Pottier, aunque ello no le libre del destino de ir al matadero. Dicho de otra manera: alegar candor no le ahorrará los atropellos a la libertad ni los retorcimientos de la legalidad a los que a diario asistimos en España, para escándalo del ciudadano cuerdo y bajo el autismo del ciudadano militante, que se encoge de hombros.

O no, estallará quien desdeñe las teleologías de la historia. El futuro nunca estuvo escrito, protestará, ni lo está ahora. Al apetito de estabilizar y someter, de igualar y estandarizar, podría oponerse una reacción. La colonización ideológica del ciudadano avanza de forma galopante, al compás, en países distintos. La intromisión en la vida privada por parte de legisladores, autoridades, educadores, intelectuales y periodistas es cada vez más agobiante. En comandita dictaminan de continuo qué es correcto y qué no, qué implica acatar “los derechos humanos”, definidos ad hoc.

No hay más que observar la frenética judicialización de las relaciones interpersonales. El personal se solaza observando las impudicias que se arrojan Johnny Depp y Amber Heard sin reparar demasiado en el hecho de que, aunque multimillonarias, son marionetas de la industria de la escabrosidad. La telebasura y sus pleitos han generado un modelo en el que la histeria, la vanidad y la grosería marcan el espectáculo. Detrás, obviamente, hay titiriteros, productores ejecutivos. Comisarios políticos que determinan las modalidades de control elaborando las pautas que deben regir la alimentación, el sexo, la conducta, la ubicación, la “salud”.

Johnny Depp.

La cuestión no estriba en el vendaval de denuncias falsas, que propicia un lucrativo negocio mediante el que se enriquecen los viles y se esquilma a los inocentes, según llevamos comprobado. Ni en que, en las escasas ocasiones en que los tribunales atestiguan la culpabilidad de quien ha delinquido flagrantemente, so pretexto de auxiliar a la infancia, socorrer a una víctima inventada o defender lo indefendible, la autoridad progresista se apresure a indultar y premiar a los rufianes. Sino en que, antes de llegar a esta infamia, nos hayamos abonado previamente a la politización de lo privado. A la entrega de nuestra vida íntima al Estado, sus policías y sus jueces. A la frivolidad con la que hacemos cabriolas para que el Gran Hermano se fije en nosotros, nos regale caramelos y le meta el dedo en el ojo a ese prójimo que tanto nos irrita.

Lo que nos pirra es que crezca la regulación, se supervisen los intercambios y mensajes. Suplicamos a los que ejercen el mando que escudriñen toda expresión del pensamiento, enmarquen cualquier ofensa que aleguemos sufrir, verifiquen el alineamiento con la doxa, solidifiquen una costra protectora en forma de libros de texto, “memoria histórica” o “cancelación”. Sobrecoge la dimensión internacional en la estandarización de contenidos. No se trata de moda o “efecto mariposa”. Sino de que una camarilla gubernamental tras otra, en lugares distantes entre sí, empieza a reiterar la musiquilla. En una discordancia concertante. Suena feo, pero se han puesto de acuerdo y, para colmo, en delirio lanar, aplaudimos.

Grifón korthals.

Es el conflicto entre lo individual y lo colectivo, lo único y lo grupal, la madre del cordero. Existen las razas de perros como existen las razas humanas, aunque sea tolerable decir “grifón korthals” y se castigue decir “negro”. Los aspectos diferenciales, en morfología y aptitudes, que no resulta ofensivo discernir en los perros, son tabú inmencionable en el caso del sapiens. Ahora bien, dentro de cada raza, humana o canina, se dan seres distintos. Poseerán algunas características comunes a su raza y otras suyas, privativas. Clasificar a alguien en virtud de su raza muestra apenas utilidad superficial. Pero en cuanto nos acercamos un poco a un espécimen determinado, resultan más importantes los rasgos específicos. De ahí que nos interesen más nuestros hijos que los de un desconocido, y le tengamos más apego a nuestro Golden retriever que a otro que vemos por la calle. La distancia es indiferencia y la cercanía afecto (o a veces odio, su reverso).

Una antropología política deberá primar el trato individualizado, nunca el patrón colectivo. El gestor, el caporal no tendrá demasiadas ganas de actuar en términos de sujetos concretos, sino simplificará su labor aplicando a todos un rasero. Competerá a cada uno oponerse a ese lecho de Procusto, aunque no siempre podrá. Quienes dirigen gulags o instituciones totalitarias insistirán en que todos luzcan el mismo traje a rayas y, a lo sumo, un número tatuado en el antebrazo. La vigilancia panóptica tan típica del comunismo reaparece en la implantación del microchip, la monitorización digital, el carné por puntos del probo ciudadano chino. Donde no llega aún la tecnología de la vigilancia sigue siendo eficaz la demagogia socializadora, esa neolengua que llama libertad a la esclavitud, derechos a las obligaciones, etcétera.

Las principales configuraciones civilizatorias, como las culturas históricas, las estructuras nacionales, las religiones, los sistemas mitológicos, estéticos y filosóficos, son el fruto de siglos o milenios de perfeccionamiento. Al refinarse, han eliminado defectos, elementos crueles y errores conceptuales, hasta alcanzar grados de sutileza, coherencia y esplendor elocuentes. La identificación humana con las mismas es fuente esencial de consuelo, satisfacción y mejora moral. Por eso son objetivo predilecto de iconoclastas, deconstruccionistas, desmitificadores y demás expertos en demolición, empeñados en desestructurar la personalidad de quienes buscan convertir en súbditos. Dirán, naturalmente, que quieren despejar sus mentes de supersticiones. Pero lo que se proponen es formatearlas, vaciarlas de identidad y raíces, al objeto de que acepten sin discutir la dependencia. La labor de vanguardias como el dadaísmo, el antiarte y la contracultura, ha sido esa: exterminar el espíritu y adocenar a la gente, sumiéndola en un adanismo estólido. La alianza entre globalismo y socialismo, entre comunismo y capitalismo oligárquico, no es otra cosa.

La resistencia a sus planes exige el fortalecimiento de cuantos elementos nos constituyen y ellos ansían destruir: la patria tradicional (y no las nacioncillas de opereta), las religiones ancestrales, la cultura de nuestros antepasados y, sobre todo, la familia. 

Grecia clásica.

Aunque el político profesional se nos antoje hogaño un filibustero ruín, un estafador lenguaraz, un proyecto de sátrapa sin escrúpulos, convendría ir recomponiendo la acepción menos innoble de esa vocación, rememorando la excelsa Grecia clásica. Sucede algo parecido con los artistas genuinos, los creadores verdaderos. Contra un paradigma gramsciano de profetas grotescos, de censores movidos por la envidia y el rencor, otros surgirán para restaurar el fulgor del mundo, enseñando belleza y verdad. Las percepciones hondas brotan de actos soberanamente individuales, que consideran cada fenómeno algo aislado, singular. Por mucho que la mayoría de sus colegas sean traidores, siervos de la injusticia, es perentorio, tal en cualquier etapa previa, que los librepensadores ejerzan su papel. Afirmar el ser autónomo frente a esas fuerzas del mal que pretenden igualarnos en indigencia y enajenación. Ningún fetiche más siniestro que la cacareada igualdad. Combatamos tantísimo veneno con la moralidad aprendida a través de las generaciones, nuestro sentido de pertenencia, el gozoso respeto al canon cultural.