¿Podría la izquierda ir a menos?


El izquierdista “normal” de estos lares, el izquierdista de base estaba aburguesado hasta tal punto, que sintió horror ante la perspectiva de perder estatus.

Parece mentira cómo se ha pasado veinte pueblos nuestra izquierda. Durante bastante tiempo, la gente corriente y desinformada le tuvo simpatía. Con Franco, ejercía el atractivo de lo inédito, vestida de ideales, audacia, victimización y la aureola de no haber roto un plato. Como mucho, los famosos huevos para la tortilla. Tan eficaz había sido el alzamiento a la hora de contrarrestar los desmanes cometidos por la izquierda en los años treinta, y tan duro el camino para ganar la guerra, reconstruir el país y crear prosperidad, que los apuros de la posguerra parecieron dotarla de un capital moral entre pueril e imaginario. Nada menos que esa izquierda tan poco ejemplar aparecía así como epítome de todas las excelencias: pluralismo, educación, humanidad, bienestar, pacifismo.

                Cuando llegó la Transición, pilotada por la caballerosidad de aquel Grupo Tácito emanado de la Asociación Católica de Propagandistas, de nuevo recayó sobre ella una bonificación benéfica, una dádiva para desenconar. En vez de establecerse un vínculo causal entre los crímenes políticos, la persecución a la Iglesia, la inquina antiburguesa y el pillaje –compungidamente glosados por Manuel Azaña como pruebas del fracaso intrínseco de la II República–, por una parte, y el 18 de julio, por otra, se optó por absolver con manga ancha. Se consintió el desatino de colocar el terror rojo al mismo nivel que el terror azul, obviando que el segundo fue reacción al primero, y venía inspirado por las lecciones de la guerra civil rusa desatada tras octubre de 1917, que duró hasta 1922.

Ejercito Rojo

En ella, el Ejército Rojo logró acabar con un enemigo compuesto por monárquicos, liberales y socialistas, dejando claro lo que opinaba sobre la democracia o sus ganas de aceptar la diversidad ideológica y el sentir disidente. ¿Acaso no imitaba la izquierda española a la URSS cuando bautizó su declaración de guerra a la República como “Revolución de octubre de 1934”? Que luego se restringiese a Asturias se debió a que sólo en ese territorio lograron sumar músculo anarquistas y comunistas. ¡Pues no se pavoneaba poco Francisco Largo Caballero, antes consejero de estado en la dictadura de Primo de Rivera, cuando le decían, nada menos que como elogio, el Lenin español!

 Llegados los años setenta, una nueva generación quiso perdonar, propiciar la rectificación moral. Los humanos sueñan con recomenzar tras haber aprendido, sin negarle a alguien la posibilidad de convertirse en mejor persona. Se optó por cubrir de olvido el historial de los García Oliver, Largo Caballero, Durruti, Carrillo, Pasionaria y demás actores de la revolución violenta, dejando que sus admiradores, en hagiografía sentimental, los travistiesen de mártires caídos por obra de un totalitarismo precedente. Era una inversión colosal, una burda falacia, un espejismo ñoño. Como si estos colegas de Ramón Mercader y su aristocrática mamá (tan certeramente retratados en El hombre que amaba a los perros, la monumental novela del cubano Leonardo Padura de 2009) despidiesen colonia democrática y hubiesen respetado vidas, libertades o propiedades ajenas. Por no hablar de haber acatado la legalidad o lucido un gramo de piedad.

Penelope
Penélope

Empero, el cuento de hadas se fue tejiendo con el tesón de una Penélope. Según su argumento, una derecha fascista, prendada de Mussolini y Adolf Hitler, se había despertado un día con ganas de violar la dulce virginidad republicana. Aun siendo un dislate contrafactual de proporciones homéricas, la especie fue cundiendo. A manos principalmente de El País y el grupo PRISA, y con el apoyo de la banca, los “empresaurios” subsidiados y otra fauna, se empezó a levantar, cual torre de Babel, la inmensa trola. Tratábase de beatificar a quienes habían truncado la posibilidad de una democracia avanzada en España, y demonizar a quienes por los pelos habían evitado tanto la sovietización del país como su disgregación cantonalista. Los únicos que se habían visto vívidamente fascinados por los fascismos europeos, los Dionisio Ridruejo, Laín Entralgo y compañía, que en su día habían acusado a Franco de no ser de esa cuerda, regañándolo cuando tocó por no ayudar al Führer a ejecutar sus designios, se declaraban ex novo progresistas, izquierdosos, opositores al régimen.

Gradualmente, la camarilla fue comprando la intelligentsia e invadiendo la universidad, cantera del profesorado de primaria y secundaria. Les importaban en especial las áreas de historia contemporánea, literatura, filosofía, sociología, ciencias políticas y magisterio, destinadas a ir fabricando una vasta maquinaria que urdiese una equiparación entre marxismo, terrorismo político, nacionalismo separatista y otras causas directas de la Guerra Civil con valores humanitarios, defensa del bien común y “recuperación” de las libertades. El timo estaba sembrado. Quienes contaban alguna edad, experiencia y conocimiento se daban perfecta cuenta del empastre, del tocomocho. Pero actuaban como abuelos condescendientes, diciéndose: “Bueno, pasemos página. Figurémonos que las cosas hubiesen sido como no fueron. Digamos que los malos eran los buenos y al revés.” Aunque los nacionales no hubiesen derribado ninguna democracia. Y aunque su alineación esporádica, táctica e hipócrita –pues ellos eran monárquicos, conservadores y tradicionalistas– con el nacionalsocialismo fuese una anécdota desmentida por sus actos.

El abrazo de Vergara
El abrazo de Vergara

También había una derecha que, consciente del pastel, se dijo: “Vale, dejémoslo en empate. ¿No puede ser como el abrazo de Vergara? Cabe empezar de cero, omitir lo que hubo, imaginarnos que, por arte de birlibirloque, hemos aterrizado en una democracia occidental, de corte liberal y socialdemócrata, con economía social de mercado, estilo alemán. Qué importa decorarla con unos retales de iconografía frentepopulista. No es más que una ficción nostálgica, una farsa. Si los hijos y nietos de los vencedores la dirigen disfrazados de guerrilleros de Sierra Maestra, no puede tener trascendencia.”

A cuantos suscribían el delirio les empezaron a caer prebendas, puestos de ringorrango, cátedras, sinecuras, subvenciones y premios literarios. El acceso al enriquecimiento privado pasaba por declararse admirador del Quinto Regimiento y el “Redoble lento por la muerte de Stalin” de Rafael Alberti: “Padre y maestro y camarada:/ quiero llorar, quiero cantar./ Que el agua clara me ilumine,/ que tu alma clara me ilumine/ en esta noche en que te vas./” ¿Qué daño pueden hacer unas gotitas de poesía? Por boca de Carlos Solchaga, el felipismo anunciaba que España era el lugar del mundo donde más rico podías hacerte en menos tiempo. Suscribiendo la mística fetén, eso sí.

El fervor por España era universal. Los turistas y los fondos europeos fluían hacia la piel de toro con el ímpetu del Ródano. Aún restaba el fondo de armario de la valiosa tradición de posguerra, que había enlazado con los más nobles hitos del devenir nacional. Había glamour. A la par que cundían el nuevorriquismo y la superchería rampante, el mundo cultural y educativo se volvía más extremista, aunque fuese de boquilla y desde el enmoquetado interior de su burbuja. Todo este atar los perros con longanizas, este repantigarse en Jauja, suponíase consecuencia de pasar el día derrotando a Franco, al fascismo, a la reacción. Tantos eran los réditos, que políticos y opinadores de derechas se encaramaban al carro, ansiando participar en la pedrea, denunciar ellos también el “neoliberalismo” (que ningún empresario podía practicar, si quería pillar algún contrato oficial).

Rafael Sanchez Ferlosio
Rafael Sánchez Ferlosio

Alguna voz honrada, como Rafael Sánchez Ferlosio, había desenmascarado tempranamente la venalidad, incongruencia y frivolidad de la izquierda cultural, al publicar el 21 de noviembre de 1984 en El País su artículo “La cultura, ese invento del gobierno”. Nadie le hizo caso, ni enmendó el derrotero. El dandismo caviar no se inmutó. El catálogo de poses siguió engordando, porque coadyuvar a ese sistema de señales se pagaba en billetes. De ahí que, cuando un presidente bigotudo accedió al poder en 1996, lo hizo con un poemario de Luis García Montero bajo el brazo, y musitando frases de Manuel Azaña. Otro que quería parecer gracioso, simpático y amnésico. El truco no tuvo éxito, y el siguiente jefe de gobierno derechista, después de que Obama y medio mundo suplicaran a Zapatero que se fuera a casa, perseveró en el error. Tampoco él quiso mover un dedo que perjudicase a la gigantesca estructura de fabulación y rescritura de la historia que había terminado de afianzar el insensato.

El izquierdista “normal” de estos lares, el izquierdista de base o estándar estaba aburguesado hasta tal punto, que sintió horror ante la perspectiva de perder estatus. De dejar de monopolizar el poder, el dinero y el relato. Su dilema pasó a ser: “o yo o el fascismo”. De pronto, todo olía a fascismo. Era fascista la religión. Era fascista el anticomunismo. Fascista era el turnismo electoral. Reivindicar a Pemán era fascista —Manuel Machado se salvaba de chiripa, por consanguinidad. Llegó el momento en que se percataron muchos compatriotas de que tanta desfachatez no se sostenía.

Manuel Machado
Manuel Machado

¿Qué hizo entonces el socialismo español? Huir hacia delante. Radicalizarse más. Detectar a los elementos más antiespañoles. Admitir que asesinos fuesen garantes de los derechos humanos. Ubicar a los peores especímenes como héroes en el santoral “democrático”. Estimular el odio a la burguesía y la violencia estructural como mecanismos defensivos. Propugnar la censura, la prohibición y la ilegalización de cualquier crítica como instrumentos necesarios para la convivencia, léase mantenerse en el machito. Si hasta ayer andábamos con el cordón sanitario al PP, ahora ya coqueteamos con la ilegalización de VOX. Que naturalmente no estriba en ilegalizar unas siglas, un partido. Sino en ilegalizar la voluntad, el pensamiento y el sentir de millones de españoles, que en número creciente ya no pican ante ese tenderete de trileros.

Para seguir mandando, el PSOE no sabe qué más sumar a sus filas. Ya ha juntado a cuantos enemigos de España y de la normalidad democrática ha encontrado bajo las piedras. Y aun así no le da. Ni con todos esos locutores, catedráticos, artistas y agitadores que ha juntado. No le da. Y encima está Bruselas, que impide emular algunas de las prácticas de las que se valen el chavismo en Venezuela u Ortega en Nicaragua, porque quedan feas. Del Estado se han hecho dueños como una plaga de termitas hace suyo un edificio. Han roído las vigas y se han zampado cuanto han podido. Sin embargo, la casa no se derrumba, sostenida por sus partes sanas: los que han seguido trabajando en serio, los que no se han dejado corromper, los independientes de la sociedad civil.

Henri de Lubac
Henri de Lubac

Siempre resulta más fácil engordar que adelgazar. Habituarse a no dar golpe que madrugar. Entregarse al autoengaño que ejercer la autocrítica. Seguir Sálvame que leer a Henri de Lubac. Recuperar los ingredientes básicos que conforman la decencia humana –sinceridad, ecuanimidad, buen juicio, humildad, empatía—parece más arduo que subir al Everest con alpargatas y un bocadillo de mortadela. Una intelligentsia que chapotea en el error, desprecia las ideas ajenas y recita consignas orwellianas es una intelligentsia condenada. ¿Cómo va a desandar cuarenta años encerrada con un único juguete, consistente en un impostado sentimiento de superioridad moral, intentando hacer funcionar eso de que una mentira repetida mil veces se transforma en verdad? A Goebbels le falló. No será convirtiendo los libros de texto infantiles en panfletos tipo el Libro verde de Gadafi o el Libro rojo de Mao como triunfen. El pensamiento mágico tiene sus limitaciones.