
El habitable creo, se titula el último libro de María Luz Escuín (Granada, 1951). De manera que es un poemario en el que la autora dibuja un creo que es habitable, una fe que se proclama personal desde una firme primera persona, y que ese creer descrito como habitable es por lo tanto susceptible de ofrecer un cobijo de cierta durabilidad. Si decimos que creemos algo o en algo afirmamos que no hay plena seguridad, a lo más conjetura, probabilidad o afán de confianza. Lo mismo que, si consideramos un espacio habitable, estamos incluyendo una noción de transitoriedad, de albergue para el nómada, mientras aceptamos unas prestaciones útiles, como cuando nos fiamos de la cédula de habitabilidad de una casa, sabiendo que ese marchamo se obtiene tras cumplir determinados requisitos, aunque podría no darse, o perderse si mutasen los factores.

“Para ver hay que creer”, reza la cita de San Agustín que preside el conjunto. Seeing is believing, denominó el inglés Charles Tomlinson (1927-2015) su colección de poemas de 1960. Tomlinson, que estaba influido por el objetivismo norteamericano de William Carlos Williams y Marianne Moore, desconfiaba de la lírica confesional, abogando por un ángulo visual e intelectualizado, que tocase la emoción mediante las ideas. La relación entre ver y creer no es simétrica, aunque sí complementaria, toda vez que podemos creer en algo sin verlo, o ver algo sin creer en ello, como en los trucos de magia. Si sustituimos ver por saber o conocer, ganaremos nuevos matices para la ecuación, porque el poder de nuestra voluntad disminuye. Es factible querer creer en algo y, como consecuencia de este hecho psíquico, llegar a verlo. Pero no es viable saber algo y empeñarse en no creer en ello, tal ocurre cuando nos negamos a aceptar que haya expirado un ser querido. Si bien en ese caso, desde luego, podemos argüir que, aunque haya fallecido, su muerte no implica su desaparición, e iniciar un nuevo ciclo de creencia bajo otras premisas, sustituyendo la visibilidad anterior, de carácter realista, por otra de tipo mental, interior, en la que la visión se vuelve metafórica y subjetiva, indetectable para una imparcialidad externa.

No cabe duda de que muerte y creencia están íntimamente ligadas, desde los tiempos más remotos y en las diversas civilizaciones, por lo que no sorprende que María Luz Escuín trace en esta obra un periplo, no por personal menos compartido, que desemboca en Dios. En otras palabras: antes de asir con resolución el cristianismo está la muerte, y antes de ésta nuestro espantado percibirla estando vivos. Como escribe Sigmund Freud en 1915, al tener delante la Primera Guerra Mundial: “Si vis vitam, para mortem.” Esta preparación ha venido asumiendo múltiples formas y estrategias desde que nuestros antepasados los homínidos se hallaron mortales. Tal vez el mejor resumen late en esa frase de Vladimir Jankélévitch, un poco a lo Wittgenstein en el Tractatus (“de lo que no se puede hablar, mejor es callarse”), que acierta a “decir que sobre la muerte no hay nada que decir”. Aunque para ello el filósofo judío necesitase elaborar un libro de más de cuatrocientas apretadas páginas (La muerte. Valencia, Pre-Textos, 2002), originalmente publicado en 1966, y basado en el curso monográfico que dictase en la Sorbona a lo largo de 1957-1959.
Nadie mejor que Jankélévitch para ahondar en unas simas que no quedan del todo superadas con la clásica noción de los estoicos relativa a la muerte, y de la que emerge un eco notoriamente optimista en ese célebre ensayo de Sir Francis Bacon en el que compara el miedo de los hombres a la muerte con el que sienten los niños ante la oscuridad. Ciertamente son muchos los que han señalado que la propia muerte es físicamente incompatible con la propia vida. Las dos no puedan darse a la vez. Por restar más hierro al asunto, se recordará que tampoco está exento de ironía su final “al servicio de la ciencia”, toda vez que el sabio inglés pereció por culpa de una neumonía contraída al rellenar, como experimento, de nieve una gallina muerta. No pocas muertes de inteligencias portentosas son curiosas. Kurt Gödel, uno de los mayores matemáticos del siglo XX, murió de inanición cuando su mujer dejó de cocinar, pues temía ser envenenado.
Y decimos que estas dimensiones no quedan superadas por unas anécdotas más o menos hilarantes, dentro de su dramaticidad, porque al cabo el punto de vista de Jankélévitch, que como hijo de médico sabía algo del morir, es indisociable de la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto y los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki. Esos sí que supusieron escenarios de muerte y acicate para la reflexión teológica y teleológica. Por cierto que la bomba atómica y la bomba de hidrógeno –lo mismo que otros impresionantes hallazgos de la mente humana, como la teoría de juegos—son creación primordial de otro matemático, amigo de Gödel y de categoría aún superior, el húngaro John von Neumann, muerto de un cáncer fulminante a los 53 años. Era von Neumann lo que se dice un halcón, que abogó cada vez que tuvo oportunidad por un ataque nuclear, preventivo y sin vacilaciones, a la Unión Soviética antes de que los rusos desarrollasen esa tecnología.
No es poco mérito que Escuín, en una época en la que la poesía se ha convertido en una subespecie de la banalidad, nos dirija implícitamente y con voz cauta hacia tamañas inquietudes mediante esta entrega rara en cada una de sus facetas. Por descontado subyace a su poética algo de lo que reclamaba León Felipe cuando concluía: “Deshaced ese verso./ Quitadle los caireles de la rima,/ el metro, la cadencia/ y hasta la idea misma./ Aventad las palabras,/ y si después queda algo todavía,/ eso/ será la poesía./” Claro, ello en modo alguno pone en duda que todo es retórica. Pues cualquier obra humana es relativa, falible, aproximativa. Cabe aplicar el aserto a la poesía tanto como a la ciencia, a la filosofía no menos que a la teología. Verbigracia, hay retóricas conducentes a la ornamentación y a la exuberancia, y retóricas que buscan la pobreza, la síntesis y la concreción. Desde planos diferentes, pero dotados de legitimidad pareja.

Una poesía como la que nos ocupa es obviamente del segundo tipo. Se presenta ante su público con humildad, sin predicar, sin proyectarse, sin buscar influencia. En más de una acepción, alejándose de la compañía y del consenso, persiguiendo purificarse en un recogimiento ayuno de complicidades, solitario. Que no solipsista, aunque implique aislamiento. Porque el poeta que investiga lo ignoto a veces requiere un lenguaje que dé la espalda a los viejos significados, rehúya la afabilidad y alce estructuras inéditas, susceptibles de devolvernos el asombro relegado. No fue otra la vía del jesuita Gerard Manley Hopkins cuando reinventó las cadencias germánicas del Inglés Antiguo, el de Beowulf, para dar expresión a sus anhelos, torturas y profundidades.

Ello no obstante, las rupturas sintácticas no están exentas de despeñaderos. Escatimar puntuación, por ejemplo, amplía y a la par entorpece los procesos interpretativos. Especular con las homofonías, en el eje epideíctico de la expresión, puede resultar tan sugestivo como alumbrador de extrañamiento. Crear una sensación de primacía del significante –de la que tanto abusan los LANGUAGE-poets de Estados Unidos y Canadá– opera como una mancha de Rorschach, tal una configuración opaca en la que el observador proyecta un significado externo y, de suyo, ficticio. Que el estilo no satisfaga unas expectativas racionales o de encantamiento misterioso puede atraer o espantar. Sobre el filo agudísimo de dicha disyuntiva se la han jugado innúmeros poetas, y basta recordar la desaprobación que el gigante Góngora suscita en un poeta tan diáfano, noble y emocionante como el levantino Eloy Sánchez Rosillo. De suerte que no concurren aquí reglas, ni fijeza, ni absolutos, sino tendencias de indagar, de articular y de encajar fecundamente.

La poesía y sus meandros, su historicidad, sus vaivenes. El perfeccionismo métrico y gramatical frente a las distintas estrategias de ruptura. Pero en este libro del Escuín no se da un uso surrealista del lenguaje, ni se trata de sacar palabras de la chistera según preconizara el estalinista Tristan Tzara. Se hace lo que ella quiere y como quiere. No se promueven el uso del azar o la virtualidad autotélica de la expresión. Antes bien hay deliberación, ingeniería, propósito. El quid es definir en qué medida se da el paso de la intención al logro. Cualquier poema, hasta el más críptico, ha de seguir lo estipulado por T.S. Eliot para el “correlato objetivo”, esto es, devenir en un artefacto verbal que cause en los lectores el efecto prediseñado por la autora. No parece María Luz Escuín una escritora a quien agraden la ambigüedad o las sombras. Al contrario: da la impresión de que, dentro de lo inhabitual y perturbador que es cuanto compone, está por preferencia del lado del cirujano, del científico, de quien ansía una aproximación extrema entre praxis y “exterioridad”.