
No se habla de otra cosa desde que los omniscios discípulos del Maestro Ciruela descubrieron su existencia. Se trata de uno de esos fetiches socorridos que se ponen de moda y rápidamente pasan a ser muletillas, lugares comunes, linimentos para cualquier afección, explicaciones todoterreno. Y que solícitamente aceptamos, por su gráfica rotundidad y las perspectivas que parece abrirnos gracias a su poder descriptivo.

Definen la ventana de Overton como aquello que es paladeable para el populacho, eso que entra en su contexto de aceptabilidad. Como esa normalidad sobrevenida, con relación a la cual sería de mal tono no aplaudir, posar de adlátere al cabo de la calle y nadar con la corriente como un tronco. Tarea de un demagogo que se precie será por tanto adquirir destreza, ya no en determinar lo que se acopla en el encuadre, sino moverlo según su provecho y prioridades. Que por añadidura sus asesores, si tienen algunas lecturas, se valgan de la teoría de juegos inventada por John von Neumann y discretamente emulada por Yanis Varoufakis, o sigan las 751 páginas del manual de estrategia del colosal Lawrence Freedman (Strategy. A History. Oxford University Press, 2012), o incluso rediman el tópico de George Lakoff y su proverbial elefante, va de suyo. Aunque estemos aludiendo, con jergas de reemplazo y ostentación pirotécnica, a algo que es más viejo que el tebeo: confundir, estafar y que, como guinda, el burlado te dé las gracias. ¿Cómo consigo que la gente comulgue con ruedas de molino, se trague lo que ha nada parecía imposible y concluya creyendo que la última superstición, idiotez o falacia que le acabo de inocular es algo que su noble estirpe considera irrefutable desde el albor de los tiempos?

Por ejemplo: desde el franquismo tardío se trató de consolidar el error de que el comunismo y el socialismo carpetovetónicos eran sinónimo de paz, respeto, humanismo y democracia. Que Franco era un amigo de Hitler que le tenía tirria al liberalismo y la libertad parlamentaria y no soportaba la ausencia de censura en la prensa republicana, tan abierta de mente. Que se quería cargar a Federico García Lorca, pese a la intimísima amistad del poeta con José Antonio Primo de Rivera y a que hubo que secuestrarlo de un hogar falangista, el de Luis Rosales. En fin, ese catálogo de trolas y embustes que amasan la Memoria Histórica. Nuestra ventana de Overton ha consistido en convertir la manipulación en doxa y el infundio más zarrapastroso en dogma revelado. Quien mira por ese cristal aprecia el mundo al revés. Y se zampa cuanto cree ver como un tragaldabas de feria. Lo engulle cual poseso, haciendo méritos para abonarse a la teleología progresista. Sus pastores resulta que defienden el pluralismo, el respeto al prójimo y la leche merengada.

La ventana se mueve, se desplaza, se escora ad libitum. La ciudadanía muge. Lo que antier parecía radical o extravagante hoy deviene en aceptable. Lo que fue radical, extremista o escandaloso será en nada conservador, moneda corriente, fruslería. Una evidencia amortizada. Por eso el comunismo, representado por un alto cargo del gobierno que parece bromear con ofrecerse para darle al Rey Felipe de Borbón el mismo trato que los carniceros soviéticos a la familia de los zares, o el separatismo catalán más racista y fantasmal, o el sanguinario terrorismo de la ETA se transmutan en meras manifestaciones del mainstream, en parla normalizada, en algo por entero normal y aceptable. Se convierten en posiciones honorables reivindicadas por el presidente Sánchez para disfrute y acatamiento de los españolitos todos. Ningún socialista espera quedarse sin premio. Hasta el que no cobra, puede regocijarse viendo padecer a los que odia y envidia. Schadenfreude ist die beste Freude, afirma no en vano un refrán teutón extrapolable. Nada divierte tanto como ver sufrir al vecino, en traducción. Mutatis mutandis, viene a ser lo que nos obsequia el comunismo. Tras la fase inicial de expansión violenta, esto es, cuando se instaura un régimen esclavista y lo abrazas por narices, llega el consuelo: una estabulación genuina, férreamente basada en la certeza de que nadie, excepto los jefes y carceleros, vive mejor que tú. Eso será mano de santo para muchos. Tal quienes eligen quedarse tuertos, si ello a otros deja ciegos.

Se impone la comparación con el nacionalsocialismo en los años treinta, ese reino de los mil años que aguantó apenas doce, para contrariedad del filósofo Martin Heidegger, que se había hecho tempranas ilusiones. Muy poco tiempo, aunque dio para una inaudita escalada, desde 1933, en la presión a los judíos. La ventana de Overton germana tenía que tornar gradualmente admisible que se los echara del trabajo, se los expulsara de sus casas, se les robasen sus bienes, se los mandase lejos, se los quemase en Auschwitz. Paso a paso. Típico ejemplo de marco en movimiento. Muestra de flexibilidad respecto a las medidas que se pueden tomar contra el enemigo designado y el mal que se le puede infligir desde la legalidad. Esgrimiendo la misma moralidad biempensante con la que el historiador Julián Casanova propugna la historiografía compensatoria.
¿Quiénes son, en la España actual, los judíos? Obviamente católicos, liberales, emprendedores, tradicionalistas, librepensadores; cuantos no suscriban la doctrina o critiquen el panorama. No es lucha de clases en un sentido económico, de nivel de renta. Si te declaras comunista, ecoverde, antifranquista, de género fluido, bolivariano, etcétera tienes derecho a hacerte rico, a conservar y acrecentar tu patrimonio, a disfrutar de lujos refinados y suntuarios. Lo que te pone en el disparadero es salirte del tiesto, del cromo, del rectángulo de la ventana.
Entre el catálogo de ruindades de Sánchez y su tribu lo más relevante es alimentar la discordia, atentar a la cohesión y dignidad de España, suministrando argumentos y dinero a sus peores enemigos. Luego viene el colapso económico, la gestión suicida de los recursos naturales, la degradación del nivel educativo, cultural y científico, el activo desmontaje de valores tradicionales, patrones de convivencia y tradiciones nacionales construidos a lo largo de los siglos. Empero, lo que ayer podría haber parecido el adanismo de un Atila neroniano, hoy ya tiene cabida en la ventana. Es asumible. De modo que el problema no es la estolidez dañina de dichas ocurrencias. Sino los millones de españoles que, ventana mediante, se enganchan a ese carro. Y se suman con briosa convicción, echando una manita si se trata de eliminar obstáculos, descalificar objeciones, silenciar voces críticas y apoyar al pontifex maximus. Cuanto refuerce a Sánchez será su meta, su condición de felicidad percibida. Y cuantos avisen de los peligros evidentes y de las catástrofes que se atisban, no serán sino gusanos al modo anticastrista, torvos ultraderechistas, contaminadores del planeta, agresores de mujeres y homosexuales, capitalistas fumando puros.
Los guionistas de Zapatero y Sánchez no han sido esclarecidos, pero son eficaces. Han constituido un enjambre tan nutrido como concertado, que ha rendido a piñón fijo. Una sedicente intelectualidad de antiguos falangistas enfurruñados con su propio pasado, periodistas al servicio del mejor postor, profesores de historia ansiosos de promocionar, cineastas al ojeo de subvenciones oficiales, artistas sin gracia necesitados de cariño y demás meritorios plantados sobre el feraz humus que abonase un Jesús Polanco había puesto los mimbres, y sólo restaba seguir dándole a la manivela.
Las recompensas materiales eran constatables. De no llegar a serlo, no hay ideología que valga, aquí y en Pekín. Una de las razones por las que el nazismo funcionó como un reloj prácticamente hasta el final es porque en Alemania, ni en los peores momentos de la guerra, se pasó hambre. Podías estar en un sótano, pero con suministros. La Wehrmacht, aparte de conquistar y masacrar, sostuvo un continuo flujo de propiedades, joyas, muebles, abrigos y otros enseres expoliados al enemigo, con destino a las familias de los combatientes. Dicha “empresa de mudanzas” operaba con honradez escrupulosa, castigando con el fusilamiento a quienes incurrieran en apropiación indebida durante el traslado. Era un botín que fortalecía la moral de la retaguardia y persuadía al soldado –aunque fuese un matarife en serie de las Einsatzgruppen— de la fiabilidad y el culto al orden arios.
Así pues, si la ventana de Overton muestra esa ortodoxia diseñada desde arriba, el marco que la sostiene ha de implicar expectativas de rédito. Se requiere solidez. Y para que ese tangible beneficio sea creíble, ha de existir un sector de chivos expiatorios, cuyos activos sea presentable apropiarse. Sin apestados con posibles a los que apuntar con el dedo no cabe lucro. Y conste que no siempre han de ser posesiones o bienes raíces, aunque la pasión que experimenta la izquierda por la elevación de impuestos –lo más cómodo y barato– ilustra por qué no ve imperioso incrementar la productividad o explotar los recursos naturales con los que cuenta el país. También pueden ser puestos de trabajo, reales o ficticios. Los primeros incluirían plazas de médicos o funcionarios derivados del apartheid lingüístico, o empleos docentes basados en discriminaciones mal llamadas “positivas”; mientras que los segundos hallarían coartada en “oenegés” de coartada salvífica, turbios observatorios de pelaje woke y zahurdas de adoctrinamiento del citado jaez. Basta medir los estragos que ha tenido la limpieza étnica en País Vasco, Cataluña, Baleares y otras zonas para comprobar que estamos hablando de cientos de miles de desplazados, que dejaron vacantes huecos para nuevos ocupantes, y malvendieron domicilios para huir del acoso.
Tal vez lo que nos muestra la ventana de Overton es que no hay nada nuevo bajo el sol. Los humanos siguen respondiendo al palo y la zanahoria. A menudo, con la intermediación de una liturgia salvífica, que camufla la responsabilidad individual y el deber de razonar. Obedecer al que manda, confundiendo la sumisión bovina con admiración hacia su presciencia y taumaturgia, es un mecanismo bastante trillado. No deja de ser un elegir lo que prefieres por conveniencia… si eres pasivo, cortoplacista y amoral. Como lo es que quienes están a cargo del relato –léase mensaje a comunicar, consignas que repetir, mitologización del pasado, versión de los supuestos hechos que enseñar, pildoritas memorizables para niños y tontos, más otros aditamentos del pastel ideológico– se esfuercen, normalmente con éxito, en mejorar su factura formal y su consistencia interna. Puliendo incoherencias, eliminando aspectos susceptibles de contradecir la verdad oficial, sumando toques de ficción efectivamente geniales, apelando a esa necesidad voraz que tenemos a creer en algo y sentirnos a salvo, insertos en el bando triunfador.
Una ventana es un cuadro, un trampantojo, un paisaje. Podemos confundirla con la realidad o desarrollar mirada crítica. Identificarnos con lo que se aprecia o hartarnos de la contemplación. De ahí, los flujos y reflujos tectónicos de la historia, el auge y el declive de tantos ambiciosos sistemas de creencias. Acabáramos. El vasto poder fáctico del presente, como el prestigio como estadista de Sánchez, será un erial devastado mañana.