El Evangelio según San Lucas


Tres cosas hay que ver en Jaén: la catedral, la cara de Cristo y a Morante vestido de luces.

Catedral de Jaén / Foto: LVC

            De los tres sinópticos, el más sinóptico sin duda es el tercero. Es el más claro, el mejor escrito, el más histórico en la medida en que una obra de estas características puede serlo. También es el más cosmopolita. Lucas es griego. Y dicen que médico, e incluso pintor. Es pues el más científico y el más descriptivo. Fue escrito para adoctrinar a gentiles, y entre ellos probablemente a los españoles. ¿A qué, si no, el símbolo del toro? Del minotauro cretense a los bueyes de Geriones en Tartessos, el Mediterráneo es un largo periplo de comercio taurino. San Lucas, que igualmente nos deja los Hechos de los Apóstoles, es un testigo del cristianismo en expansión, que nos narra de modo moderno la cabalgada de Zeus a lomos de Europa. Parece que conoce a Pablo, tal vez a Pedro y a los otros evangelistas. Pero sobre todo conoce a María. María es el testigo más directo de Jesús. Por eso Lucas funda su evangelio en el testimonio de María. “Porque María lo guardaba todo en su corazón”.

 

            No sabemos los extremos geográficos entre los que anduvo este evangelista. No consta que fuera tan hispano como el apóstol Santiago. En realidad nos lo encontramos humildemente en Jaén ligado al apellido de un condestable. Miguel Lucas de Iranzo inaugura una celebración familiar que aprovecha un evento de ganado para medrar y al cabo se torna en la fiesta grande del Santo Reino que cierra con brillantez en octubre las ferias de Andalucía. Es en todo caso una feria reciente y la devoción mariana de esta ciudad viene de mucho antes. San Fernando la conquista en 1246 y deja a la Virgen de la Antigua en el seno de la primera catedral consagrada sobre la mezquita precedente. Una, dos catedrales góticas fracasan sobre sus propios cimientos. A pesar de haber traído para guardar entre sus muros al verdadero rostro de Nuestro Señor, recogido en el paño de la Verónica. Pero todo lo que se hace es menudo, insuficiente para constituir un relicario digno. Hasta que llega Andrés de Vandelvira y empieza a levantar una limpia geometría a la luz del Renacimiento, que logra transformar a Jaén en “la mejor y más dichosa ciudad de España”, según dicho de unos viajeros entretenidos de principios del siglo XVII.

 

            Ya en su consagración se compara a la nueva catedral con el templo de Salomón y se la imagina en su volumen subiendo al cielo, mientras el cielo baja a ella. El agustino Enrique Flórez decía con austeridad y precisión que “la catedral es muy buena por dentro y por fuera”, tal vez porque la estricta perfección de sus líneas no exija mayor expresividad. Otros, en cambio, critican su ornamentación posterior, quizá porque ya fueran satisfechos por la belleza exenta de su origen. En el siglo XIX Coello de Portugal afirmaba que “es un prodigio del arte” y que si “su arquitectura no excede a la del Escorial, en mucha parte no es inferior a ella”. Un romance escrito en honor de la reina Isabel II, de visita en Jaén, rezaba: “Esa es la fe de seis siglos que al espacio se levanta”.  O como decía Federico de Mendizábal en un poderoso soneto: “Como un titán naciste al cristianismo rasgando el corazón de tres montañas”. De hecho, la orografía cobra tal protagonismo en este lugar que el periodista Manuel Millán considera que cuando la catedral se ve desde la Plaza de Santa María se dice que es estupenda, pero que cuando se ve desde la Cruz del Castillo no se dice una palabra. Doy fe de ello. “Armónica montaña” la llama Juan Eslava Galán, acaso para superar en distinción a la “montaña hueca” que se percibe en la catedral de Sevilla. Y Salvador Compán, fino escritor de la tierra, eleva su verbo y nos habla de “lo que sostiene y lo que adorna, de lo que traspasa de dentro afuera o viceversa, del haz y el envés de una hoja sostenida por los mismos nervios, de la piedra rizándose o quebrantándose desde la piedra para componer una inmensa escultura”.

 

            Yo me quedo con lo que dijo Manolo Fuentes, registrador de la propiedad, con el rigor del oficio: “La catedral de Jaén es en esencia armonía”.

 

            No podía ser de otro modo, porque una catedral es un vientre lleno de gracia. Y en Jaén esta gracia se distribuye con una especial economía, para que se detecte sin turbiedades su fruto bendito. María Asunta, en la plenitud de su vida, es llevada al cielo en cuerpo y alma, destinada a ser Madre de Dios y Reina de la Creación. Tal es la grandeza que solo puede atisbarse en el seno de una catedral. La de Jaén nos hace la enseñanza fácil, casi evidente.

Morante, en la Feria de San Lucas / Foto: COPE

          Hay un dicho en esta tierra, atribuido a la malafollá de los granadinos, que nos avisa sobre las tres cosas que hay que ver en Jaén: “la catedral, la cara de Cristo y el camino para marcharse”. Yo, que estuve aquí la semana pasada, celebrando la feria como se merece, me permito modificar el dicho, al menos para la ocasión. Tres cosas hay que ver en Jaén: la catedral, la cara de Cristo y a Morante vestido de luces. Porque Morante es capaz de hacerle faena al toro de San Lucas. Y de hecho dejó escrito el sábado pasado otro evangelio.

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Nacido en Linares, en la misma habitación donde murió Manolete. Cordobesía obliga. Licenciado en Historia, empleado público, rentista vocacional, cofrade nada ejemplar y experto en peroles. Aficionado a opinar. He sido colaborador de ABC de Córdoba, de la Cope y de los extintos periódicos locales Nuevo Diario y La Información. Soy liberal de toda la vida, por lo que me llaman fascista con cierta frecuencia. Estoy casado, tengo tres hijos, dos perros y un gato. He escrito un libro y he plantado varios árboles. Vivo en una parcela clandestina. Hay otra forma de vivir, pero no es tan divertida ni tan cordobesa.