La biblioteca de don Cristóbal


Los libros serán pronto objeto de capricho y estarán al alcance de los menos, como en la edad media.

Decía Borges que era incapaz de imaginar un mundo sin libros. Pero ese mundo está llegando. Dentro de poco todo estará en la nube y nosotros también. Es probable que una cantidad ingente de saber inabarcable nos sea accesible, pero igualmente lo es que un sencillo apagón pueda anularlo. Borges, que en asunto de libros resulta imprescindible, nos expresa un recuerdo, como de hoy, en su fantástica Biblioteca de Babel: “Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión fue de extravagante felicidad”. Semejante a la que ahora tenemos navegando en Internet. “A la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva”, añade el escritor, después de constatar la infructuosa búsqueda de un sentido racional para nuestra existencia. La biblioteca en papel o en digital siempre será un arcano, donde daremos vueltas en pos de lo que no se puede encontrar. Qué duda cabe que hacerlo entre los anaqueles de madera antigua tiene algo especial, un aroma, una aventura física de la que siempre carecerá la pantalla deslumbrante, pero fría, de un ordenador. Por eso aún subsisten las bibliotecas públicas, como obra de arte más que de cultura, aunque ambas acepciones signifiquen lo mismo. Dentro de muy poco no podremos tocar un libro, sino que lo veremos, en el mejor de los casos. Los libros serán pronto objeto de capricho y estarán al alcance de los menos, como en la edad media.

La biblioteca privada siempre ha sido un lujo. Un lujo de exquisitos. Los que la han poseído es porque la han querido. No se trata de tener dinero, sino de saber gastarlo. Y el dinero se puede gastar en casas, en viajes, en acciones, en juergas e incluso en libros. La biblioteca privada se diferencia de la pública en que suele ser más breve, más leída y más sentida. Una biblioteca privada obedece a un esfuerzo personal, o familiar, pero nunca a una decisión política. La biblioteca privada es, ha sido, la voluntad de cada individuo que persigue su formación directa, más allá del adoctrinamiento que le proporciona la administración de turno. Reunir libros es reunir saberes, vanidades y descubrimientos, invenciones y poesías, reunir al cabo libertad. El hombre que reúne libros es un hombre libre o, al menos, quiere serlo.

Me refiero hoy a uno de estos hombres que reunió libros e hizo una maravillosa biblioteca privada, que aún se mantiene gracias al cuidado, casi benedictino, de su hijo Jorge. Está en una casa del Brillante, con vistas a un jardín. Los árboles y los libros se avienen acaso por razón de origen. Se llamaba José Cristóbal Sánchez Mayendía, era ingeniero industrial, se parecía a Edward G. Robinson, y no digo yo que, por esta causa, fuera director riguroso de la Cenemesa que fue empresa avanzada en la tecnología industrial y de la Westinghouse que la sucedió. No cabe duda, en todo caso, de que él fue uno de los grandes responsables de aquella Córdoba, ya olvidada, en la que se producía.

Don Cristóbal, además, era un ingeniero culto, como Marañón era un médico culto. La buena ciencia nunca está reñida con las letras. De casta le venía. Fue hijo de Consuelo Mayendía, gloria del género lírico nacional y del hispano americano,  y de Cristóbal Sánchez del Pino, tenor cómico que no le iba a la zaga, o que, yéndole, la consiguió para el matrimonio y la ilustre prole. De  Consuelo puede escucharse aún en YouTube la maravillosa primera versión de Flor de Té, tal vez el más hermoso cuplé de los muchos que se han compuesto. Arniches y los Álvarez Quintero le deben quizá a esta dama del teatro que sus nombres perduren tan pujantes.

Necesariamente, Cristóbal tenía que ser un hombre cosmopolita. Y en ese tiempo que solo las personas inquietas saben aprovechar, fue reuniendo esos libros, nunca iguales, nunca repetidos, que obedecen a la insaciable curiosidad del hombre inteligente. Por eso, a la vez, escribía. Nadie que lee debe prescindir de la escritura. Lo malo es esa cantidad de gente que escribe sin leer. Tengo en mis manos un artículo esplendido sobre Juanelo Turriano, relojero lombardo al servicio de Carlos V y de Felipe II, en el que, con prosa impecable y erudición precisa, se atestigua la participación de aquel en la reforma del Calendario Juliano. Son cosas que don Cristóbal no sabía por casualidad, sino en función de esa vasta biblioteca que reunió. Diez mil volúmenes, de los cuales más de mil son de historia y de ellos, seiscientos de historia de España. Quinientos de la Guerra Civil. Tal vez serían útiles para los demiurgos de la memoria histórica. También se ordenan alrededor de mil cuatrocientas novelas y cientos o miles de libros de ciencia. Primeras ediciones, desde el siglo XVII, acentúan la prosapia de esta biblioteca.

Rindo sencillo homenaje a este cordobés adoptivo, que hizo tanto por el desarrollo económico de la ciudad, dejándole además una singular huella cultural.

Por cierto, en este domingo de cambio de hora voy a aprovechar la regalada para releer un libro de Borges en mi biblioteca, que es mucho más pequeña, pero no menos acogedora.