No hay nada más desazonador en este mundo pandémico que oir a un virólogo o similar. Ponga un virólogo o similar en su vida y ya no necesitará de un psicólogo, ni siquiera de un psicólogo socialista, para ponerse de los nervios. La administración utiliza a los virólogos como a los anuncios sanitario-preventivos de los paquetes de tabaco. Para intentar amargarte el día con el mismo producto que te vende. Después de oir a un virólogo es difícil la esperanza. Usted sabe que la va a diñar en breve, y no porque esté de Dios, que también, sino porque se lo busca, porque lleva la mascarilla a la remanguillé, porque cree que las vacunas preservan del contagio, porque se reúne con amigos o, lo que es peor, con cuñados, porque va a bares, ¿a quién se le ocurre?, haciéndole caso a Ayuso. Los virólogos meten miedo tal vez por exceso de celo, o acaso por la íntima revancha que les provoca la constatación de su fracaso. Por eso viven como pez en el agua entre las olas.
Los virólogos viven de las olas, como los surfistas. Si no hay olas, ni hay surfistas ni hay virólogos, ni siquiera hay niños entretenidos en la playa. Los niños están haciendo las delicias de los virólogos. No padecen la enfermedad, pero al parecer tienen una insospechada capacidad para transmitirla. Así que vamos a vacunarlos, aunque sepamos, o dicen que sabemos, que las vacunas no evitan el contagio. Existe una contradicción en esta actitud, o al menos una huida hacia adelante. En todo caso, resulta poco científica. Es la misma ciencia que avala que un camarero te exija el certificado Covid para entrar en un local. De hecho, podrás entrar en ese local con la garantía de que te han sido administradas las vacunas pertinentes y a partir de ahí podrás igualmente contagiar a placer a tus congéneres, ya que el certificado no te exime en absoluto de tu capacidad de contagio, según aseguran esos mismos virólogos. Esto es un lío, me dirán, o un absurdo; es la pescadilla que se muerde la cola, es un círculo vicioso. Pues sí. Por eso las olas se repiten como en el mar, con su marea alta y su marea baja. Ha llegado la sexta y vendrá la séptima y la octava y vaya usted a saber cuántas más. ¿Quizá las que decidan los medios de comunicación que contratan a los virólogos? Porque los virólogos viven de las olas y los políticos viven de los virólogos.
¿Ustedes se acuerdan de lo que sucedía en la historia antigua? Un césar, o sea, un político, le decía a un augur, o sea, un virólogo: ábreme las higadillas de esta perdiz a ver que pasa. Y siempre pasaba lo mismo. Que la situación podría estar muy jodida si no se tomaban las medidas adecuadas. Es decir, que había que convencer a la gente de que fuese obediente -a ser posible, hasta en la cama, como cantaba Jarcha- por las buenas o por las malas, de modo que dejase al césar, o sea, al político, campar por sus respetos. No ha cambiado mucho la cosa. El virólogo no lleva toga, como el augur, pero es igual de serio, triste y subvencionado. Se trata al cabo de que nos asustemos. Un pueblo asustado es un pueblo domesticado.