José Luis Codes Anguita


La excelencia es cosa rara en cualquier actividad

Decían de él que tenía un encanto especial, un saber hacer y un saber decir que le procuraban amistades sinceras. De hecho, un amigo común, muy desahogado económicamente, refería que le gustaba la inspección de Codes, no tanto la de otros, porque así, al menos una vez al año, tenía la oportunidad de una conversación inteligente y divertida. José Luis era muy serio en lo fundamental, pero bromista como pocos en lo accesorio. Versificó el Derecho Civil, acercó amablemente la Administración al contribuyente, procuró candidatos a los que no sonrojaba votar, e incluso elevó el mito patriótico del Atlético a los niveles solo alcanzados por el Real Madrid. José Luis Codes fue un impecable inspector de Hacienda, un desprendido político, un estimable escritor, un inolvidable conversador, un entregado padre de familia y un elegante hincha futbolístico. No es fácil ser tantas cosas, tan dispares, a un tiempo. Algún don tendría. Probablemente el de esa espléndida generación de cordobeses, indígenas y adoptivos, que sustanciaron el meollo de la apertura y a los que definió más la brillantez que la ideología. Cierto es que todos fueron de derechas, porque entonces hasta los de izquierdas finos lo eran (léase Salinas, Melero, Moya, Chacón…) Por eso se pudo gestionar la Transición con éxito incuestionable. Imagínense ahora, con lo que hay, intentar hacer algo semejante.

Lo conocí en esa época, cuando era presidente del Comité Electoral de Alianza Popular de Córdoba. Formaba un triunvirato de la excelencia con Antonio Hernández Mancha y Manuel Renedo Omaechevarría. Duraron poco en política, aunque parecieran predestinados a conseguirlo todo en ella. Tal vez porque la excelencia sea cosa rara en cualquier actividad. O tal vez porque la simple distinción sea incompatible con lo popular, es decir, con la esencia misma de la representación política. Sin embargo, esa representación abundaba entonces en abogados del Estado, en inspectores de Hacienda, en notarios o registradores, como el propio Rajoy. Sin duda, la licenciatura exprés de Casado no hubiera satisfecho a aquel comité, que tampoco hubiera estado muy contento con Moreno Bonilla, por razones curriculares obvias. Codes fue un político exigente, un defensor de los mejores frente a los más cómodos o más afectos. Por eso, entre otros, jamás me propuso a mí. Fue un verdadero aristócrata, que es el único modo de ser un demócrata útil. Prefirió siempre la política de los inteligentes a la política de los listos, que es el único modo de hacerla medianamente honrada. Fue tal vez diletante en exceso, ya que nunca ocupó cargo remunerado, electo o designado, ni aceptó prebenda personal alguna. O sea, que fue un señor de una pieza.

También era un sentimental y un hombre de profunda fe cristiana. Cuando murió mi hija de leucemia, con nueve años, me recomendó leer a Francisco Umbral. Reconozco que su exquisito libro Mortal y Rosa constituye la plataforma más sostenible para todos aquellos padres que hemos perdido hijos en la infancia. A nadie se le debería morir un hijo, pero cuando sucede solo caben dos actitudes: una es desesperarse a secas y otra desesperarse leyendo Mortal y Rosa. Agradezco a José Luis que me descubriera la segunda. Es más exigente y al cabo más confortadora. Leer es vivir al margen de la vida. Leer es seguir viviendo.

Leí a Umbral, leí a Codes y ahora leo a su hija Guadalupe, que es la surrealista de la familia. Como afición aparte de su profesión docente, se dedica a elaborar greguerías ilustradas. Une a Ramón con Apollinaire, Lorca y la Joven de Pompeya. A partir del próximo jueves, día diez, expone una muestra de su desparpajo escrito y pictórico en el Colegio de Abogados. Solemne sitio, sin duda, para rendir el oportuno homenaje a su padre, que la inició en sus desvelos jurídicos y literarios y en cuanto de buena formación tiene, sin desmerecer a su madre, que puso el toque de distinción que solo una Belda podría aportar.