Se han cumplido cuatro años desde que la vieja taberna de la calle María Cristina cerró sus puertas y se avino a compartir la ruina y la incertidumbre del edificio que la amparaba, supuestamente destinado a apartamentos turísticos, como casi todo en Córdoba, como el propio edificio en el que ahora se restaura esa taberna, ya desligada de la bodega que le dio nombre y discutible crédito. Esos cuatro años se nos han echado encima a los clientes de entonces. Yo pasaba de los sesenta y es muy duro a tal edad cambiar de taberna. Como quien cambia de patria. Fue el primer establecimiento que incluimos en el Tabernario Sentimental, cuya hechura compartí con mi buen amigo Vicente Torres, desaparecido también en este periodo. El Gallo no era la más antigua ni probablemente la mejor, pero había contado con casticismo los años vividos y no todas las tabernas pueden decir lo mismo. La circunstancia presupone un grado en el tratado de melancolías que quisimos presentar en aquel libro, donde aparezco en el barrilete que se habilitó en la fachada para fumadores empedernidos. En el fondo, Vic retrató a los tres camareros de la fama: Antonio y Paco, ya jubilados, y Pepe, que aún sigue en la briega y honra con su dirección a la nueva taberna. No puede verse a Juan, que andaba en cocina, como ahora. En los extremos de la escena, un cliente honorable apoyaba la barra y otro de igual rango guardaba la mesa, Antonio Benítez y Antonio Caramé, que felizmente se reintegrarán a las peñas de prestigio que en El Gallo volverán a tener encuentro cada día.
Cuando cerró el antiguo local, hice una especie de panegírico en la prensa y dije una obviedad: que envejecer es ver cómo desaparece el mundo que conocemos. Lo cierto es que aquel Gallo desapareció para siempre. El que ha vuelto es sin duda otro, que nada tiene de clon, pero sí de hijo pródigo. Porque vuelve rejuvenecido y con ganas de pelea, aunque demostrando su ADN original en multitud de detalles: el panel evocador de la Mezquita, la estantería que mostraba los vinos generosos de la firma y ahora incluso incorpora Riojas y Riberas de consideración, el color verde primavera, la pintura inequívoca que se avista desde la misma entrada, las cinco carátulas de botas fingidas. No está ya la imagen insolente de la fiera, ni el relicario que dicen que guardaba el brazo incorrupto de un santo o de un cofrade desprevenido. Pero sí la larga barra de madera con encimera de mármol blanco, que es la única superficie adecuada para observar la inigualable transparencia de nuestros vinos. Vístalo usted de fiesta en la copa y póngalo solitario, sin tapa, sobre ella, y comprobará que hasta su sombra es dorada.
Este Gallo tiene mejor espacio, mejor entorno y mejor oferta que su ancestro. Viene a competir con las tabernas modernas, no con las de antaño. Se llenará de guiris, de madrileños y de indígenas, y hasta de antiguos clientes, cada vez menos, que conformarán el nexo sentimental con lo que fue y con lo que su actual dirección no quiere olvidar. Un brindis por ellos, entre los que milito, y por los emprendedores que han apostado por mantener su espíritu. Naturalmente con amargoso, cuyo gusto no comparto, pero sé que es el vino cotidiano de El Gallo y, por tanto, parte consubstancial de la historia de Córdoba.