Hay muchas maneras de que la democracia se debilite, una de ellas, la más soterrada y subrepticia, que la socaba y la desacredita, es el empleo constante y permanente por parte de ciertos gobernantes de la palabra como gesto demagógico, como arrogante impostura, como continuo ejercicio de sectarismo desde las instituciones más representativas, como manera de proclamar como verdades lo que son continuas y permanente mentiras. En cierto modo, es un ejercicio de tiranía política por parte de quien detenta el poder el empleo del verbo infamante, de la palabra falaz, con el avieso ánimo de faltar a la verdad, huir de ella, ignorarla o, sencillamente, despreciarla, valiéndose incluso de la descontextualización de la Historia como arma arrojadiza.
Digo esto porque conviene que reflexionemos sobre la necesidad de la verdad y de la transparencia en nuestra democracia, mejor dicho, en toda democracia. Y es que la palabra es el medio que las personas tenemos para comunicarnos, para transmitir nuestros pensamientos y sentimientos, para expresar nuestras emociones y también, desgraciadamente, para engañar de manera ofensiva y sectaria, para insultar sin pudor y para herir indecorosamente a nuestro prójimo. La cuestión no deja de tener tintes éticos y filosóficos, porque la democracia que no se basa en comportamientos éticos de sus gobernantes corre serio peligro de dejar de serlo verdaderamente.
Puesto que en España hay dirigentes -no todos- que están instalados en la mentira con vocación de permanecer en ella -que es un modo soterrado de ejercer, no el poder, sino el poderío, que es su desviación y, consiguientemente, otra forma de tiranía-, no estaría de más traer aquí a colación algunas reflexiones sobre el tema, aunque ello pueda revestir tintes academicistas. La circunstancia tal vez lo requiera. Vamos allá.
Todos intuimos que la Verdad y el Derecho se encuentran en íntima conexión con la sociabilidad de la persona, la cual desemboca en otra realidad: la Política. Y es que en el fondo de toda cuestión política, de cualquier problema relacionado con el gobierno de los pueblos, late siempre una cosmovisión del mundo, de la vida de las personas, lo que supone inevitablemente enfrentarnos a un trasfondo filosófico y metafísico que va más allá de una mera visión práctica de la política, y que se extiende a todos los tiempos y a todas las épocas, cual es la justificación del poder, del ejercicio de la autoridad: ¿cuáles son los fines de la misma? ¿cuáles son sus límites?
Cuestión esta que no es peregrina ni irrelevante, pues la exigencia de comportamientos éticos en la autoridad política han de ser los orientadores permanentes de la conciencia pública, y ello como reflejo ilustrativo de que el gobierno de todo estado debe dirigirse siempre a la búsqueda del bien común en respeto continuo de la inalienable e indeclinable dignidad de la persona.
Dejando a un lado un análisis de los distintos criterios doctrinales que se han mantenido sobre el fundamento ético de la actuación del gobernante, no cabe duda de que fue la doctrina de Maquiavelo la que marcó un punto de inflexión: frente al fundamento ético o religioso de la autoridad del príncipe, el mismo plantea una concepción <<amoral>> del gobernante que pretenda mantenerse en el poder, sea cual sea las intenciones, rectas o no, del mismo. Con ello se separa abiertamente de todos aquellos que sostienen que un estado, para que esté bien constituido y vertebrado, exige de sus gobernantes tener las virtudes de la justicia, de la templanza, del valor; en suma, de la rectitud en sus comportamientos, virtudes que deberían adornar igualmente a las personas que integran el cuerpo social.(Platón, Aristóteles, san Agustín, Santo Tomás, y un largo etcétera…).
Con independencia de la concepción del origen divino, mediato o inmediato, del poder, lo cierto y evidente es que, como decía san Agustín, la paz ciudadana se basa en <<la armonía ordenada en el mandar y en el obedecer de los que conviven juntos>>, de manera que <<los que mandan están al servicio de quienes, según las apariencias, son mandados. Y no les mandan por afán de dominio, sino por su obligación de mirar por ellos; no por orgullo de sobresalir, sino por un servicio lleno de bondad>>.
El gobierno, el ejercicio del poder, implica, por tanto, necesaria e ineludiblemente, servicio o <<ministerio>> (tal es el significado de la palabra <<ministro>>, que procede del latín <<minister>>), exigencia y compromiso, más que reconocimiento y ejercicio de una profesión, que es en lo que se ha convertido y como actualmente se entiende el ejercicio de la acción política por no pocos mediocres que nos gobiernan.
Por eso para san Agustín la tiranía -como luego lo será para Santo Tomás, como antes también lo fue para Aristóteles- es, simple y llanamente, gobernar egoístamente en beneficio propio, no de la comunidad, ejercer el poder en interés del propio gobernante, y no rectamente en la búsqueda constante y permanente del bien común, en cuya idea insistirán y harán hincapié los grandes pensadores y filósofos cristianos del siglo XV y XVI (Erasmo de Rotterdam, Tomás Moro, la Escuela Jurídica Española del siglo XVI…). Conviene recordar la frase de san Agustín: <<Si de los gobiernos quitamos la justicia, ¿en qué se convierten sino en bandas de ladrones a gran escala? Y estas bandas, ¿qué son sino reinos en pequeño? >>. O lo que afirmaba Erasmo de Rottederam en su «Educación al Principio Cristiano»:
<<El propósito del tirano es realizar siempre su capricho, y, al revés, el del monarca solamente lo que es recto y es honesto. El premio del tirano son las riquezas; el del rey, el honor que forma el cortejo de la virtud. El tirano gobierna por el miedo, por el engaño, por las malas artes. El rey, por la cordura, por la integridad, por la bondad. El tirano ejerce el mando para sí; el rey, para la república. El tirano, con una escolta de bárbaros y por ladrones a sueldo, defiende su propia persona; el rey tiene su defensa en el bien que hace a los ciudadanos, y con el amor que le profesan sus vasallos ya se considera asaz seguro. Para el tirano son sospechosos y malquistos todos los ciudadanos que se señalan por su virtud, prudencia o autoridad. El rey, a su vez, toma con afecto especial a éstos por colaboradores y amigos (…). El tirano hace que las riquezas de los ciudadanos vayan a parar en manos de unos pocos, que son los peores, y así, con la miseria común, ceba y fortalece su dolor. En cambio, el rey piensa que es mucho mejor que el dinero, más que en sus cofres, bajo llaves, circule y ande de mano en mano de los ciudadanos. El tirano trabaja por tenerlos a todos esclavos de las leyes o de las delaciones, al paso que el rey se complace en la libertad de los ciudadanos. El tirano pretende ser temido; el rey se desvela por ser amado (…) El tirano, para asegurar su cabeza, dicta leyes, constituciones, edictos, concierta alianzas, revuelve lo sagrado y lo profano. El rey mide todo esto por el interés del bien público>>. En definitiva, <<el espíritu, y no el título, es el que diferencia al rey del tirano>> >>.
Por eso, el gobernante, cualquiera que sea la forma de gobierno elegida por la sociedad civil, no puede decretar leyes que vayan contra la naturaleza humana y que sean intrínsecamente injustas, pues el poder político conlleva necesariamente un poder moral, pues la autoridad debe aspirar a la realización e imperio de lo que es recto, justo y verdadero.
De ahí se deriva que el gobernante que no actúa en beneficio de la comunidad, sino en su propio beneficio, incurre en tiranía, tema este ya tratado por Aristóteles, san Agustín, Santo Tomás…los cuales distinguieron dos tipos de tiranía, por ser contrarias al Derecho y también a la verdad que el bien común implica: la que supone usurpación ilegítima del poder (tiranía de origen), y la que deriva del ejercicio de la autoridad que causa grave daño al interés de la sociedad civil (tiranía en el ejercicio del poder) por administrar y gobernar en beneficio propio o de otros intereses diferentes al de la comunidad. Se puede haber adquirido el poder legalmente, pero hallarse deslegitimado el gobernante por su forma de ejercerlo.
Y esto nos lleva a plantearnos una serie de interrogantes partiendo siempre de un escrupuloso respeto a la separación entre el poder civil y el ámbito religioso, separación que hay que exigir y que es necesaria e imprescindible, sin olvidar la consideración básica de la necesidad del poder y de la autoridad para ejercer rectamente el gobierno de los pueblos. Partiendo de tal premisa, ¿a qué orden pertenece la verdad? ¿Es la verdad, como se interroga Ratzinger, una categoría política que puede ser asumida por sus estructuras o debe permanecer al margen de ella?¿Debe situarse la verdad fuera del campo político o la misma resulta necesaria para la buena marcha de la comunidad? ¿Es más importante mantenerse en el poder aun a costa de estar instalado permanentemente en la mentira?¿Puede justificarse el empleo de la mentira ideológica en detrimento de la verdad? En definitiva, ¿cabe todo en la política?
En realidad, a lo largo de la historia ha quedado siempre de manifiesto como la verdad no es un criterio constante y permanente de actuación en los gobiernos de los pueblos. Más tarde o más temprano, el dirigente político la elude y acude a la mentira, si es necesario, para avalar o defender, por razones prácticas y utilitarias, su aparente proceder…Y es que el gobernante (de manera especial, nuestro gobierno) suele emplear un discurso, un lenguaje, un relato adaptable y variable atendiendo a las circunstancias y las personas a las que se dirige, según la ocasión lo requiera, llegando, en no pocas ocasiones, a relativizar el concepto de verdad por aplicación del más puro pragmatismo político, olvidando que, cuando todo se hace relativo, y no se busca la verdad y el recto fundamento de las cosas, el ejercicio de la libertad puede sufrir auténtico quebranto, porque bajo la apariencia de una sociedad plural se puede caminar indefectiblemente a la política del engaño, de la inconsistencia y de la mediocridad y, en algunos casos -que no son pocos en la historia de la humanidad- hasta del totalitarismo, y un medio eficaz que puede colaborar al logro torticero de tales objetivos es el uso indebido y manipulador de las redes sociales en aras de la caza y captura de mayorías de opinión que presionen indebidamente las instituciones básicas del Estado (magistratura, educación…). Y es que hay que convenir con Hannah Arendt que, desde muy antiguo, la verdad y la política nunca han congeniado y la verdad nunca se ha encontrado precisamente entre las virtudes de los políticos. El engaño y la retórica se emplean como medio justificable de mantenerse en el poder. No hay que ser un lince y ser mínimamente sensato para llegar a la conclusión que algo por el estilo está sucediendo actualmente en nuestra querida España.
Cierto es que <<la política no radica en imponer verdades objetivas e indiscutibles, sino que consiste en el diálogo y la negociación>>, como dice Bernardo Bayona. Mas, ¿ello quiere decir relegar la verdad al terreno de la impotencia? No, pues el político debe buscar un justo equilibrio entre la prudencia y habilidad a la hora de gobernar, y la necesaria rectitud y honestidad en su conducta, y eso enraíza ineludiblemente con la exigencia de inculcar valores básicos y esenciales a la hora de educar a nuestros hijos, pues son ellos los que, el día de mañana, cuando alcancen la madurez de la vida, serán llamados a regir el destino de nuestro país, bien en la dirección de la política del Estado, bien en el imprescindible control que deberán ejercer respecto de sus gobernantes. Por eso es necesario defender a ultranza y respetar en su integridad los dos pilares fundamentales de un país, cuales son la educación y la justicia, que deben ser siempre preservados de cualquier intromisión política que trate de manipularlos. En este mundo político en el que nos ha tocado vivir, en esta nuestra España, donde predomina la apariencia de la inmediatez y abundan los <<zánganos vestidos de aguijón>>, se corre el riesgo de ser lapidados inmisericordemente por defender ciertas posturas justas pero impopulares, lo que hace que la verdad no se avenga bien con <<lo políticamente correcto>>, ni con <<lo demagógico>>, ni con los compromisos políticos, ni con los intereses egoístas y populistas de determinados grupos de presión o de gobernantes que intentan arrinconarla, desplazarla o vilipendiarla mediante el empleo de verdades meramente aparentes construidas sobre falsos sofismas o palabras sugestivas que alegran los oídos, cuando a lo que realmente aspiran es al claro beneficio de intereses espúreos o partidistas.
En realidad, no hay nada nuevo bajo el sol. La historia lo demuestra. Así, en el Critón de Platón se narra cómo Sócrates, defensor de la verdad y maestro de la virtud, prefiere sufrir una muerte injusta antes que desterrar al silencio toda la doctrina que envuelve su vida, y así es condenado injustamente por el tribunal de los Heliastas. Es el mito de Antígona de Sófocles cuando Creonte se dirige a aquélla y le recrimina por qué ha transgredido las leyes al enterrar a su hermano Polinices, pues para el tirano Creonte, <<justos>> son los que cumplen con las leyes ciudadanas e <<injustos>> los que las vulneran, lo que le lleva a considerar legalmente reprobable y digna de la máxima pena la actitud de Antígona al enterrar a su hermano, a quien aquél consideraba enemigo de la ciudad. La respuesta de Antígona es categórica: << (…) No creía yo que tus decretos tuvieran tanta fuerza como para permitir que solo un hombre pueda saltar por encima de las leyes no escritas, inmutables, de los dioses: su vigencia no es de hoy ni de ayer, sino de siempre, y nadie sabe cuándo fue que aparecieron..>>. Es la réplica de san Pedro y los apóstoles al Sanedrín que les había recriminado por haber predicado en nombre de Cristo, a pesar de la prohibición impuesta por aquél: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5,29). Y es que la conciencia debe prevalecer por encima de las opiniones de los demás, y sus dictados no son los del favor, el miedo, la conveniencia o la utilidad, pues sus reglas no son pasajeras, que cambien continuamente como pavesas llevadas de aquí para allá por el viento en función de lo que la mayoría pueda opinar. Pensemos, p. ej., para el cristiano, en la eutanasia, en el aborto…
Y es que, sin perjuicio de la verdad teológica o religiosa que ve en Dios la suma y absoluta verdad, y la verdad racional del filósofo que trata de penetrar en el conocimiento y entendimiento de la realidad del mundo, existe una verdad factual o de los hechos, que, se quiera o no, resultan tozudos, contundentes, incuestionables, pues, como decía Antonio Machado: <<la verdad es la que es/ y sigue siendo verdad/ aunque se piense al revés>>. Y ello se pone de manifiesto incluso en la esfera política: nadie puede negar, por ejemplo, el injustificable proceso de autodeterminación iniciado por el independentismo catalán. La cuestión radica en la interpretación de esos hechos y su posible instrumentalización, porque los hechos dan origen a las opiniones, y en la formación de éstas influyen los grupos de presión y de intereses. De ahí la importancia de que exista una información objetiva e imparcial, que esté exenta de ser continuamente instrumentalizada y manipulada.
Ya Platón en el <<mito de la caverna>> nos plantea esta realidad, no sólo la temática referente al <<mundo de las ideas>>, sino que su análisis envuelve también una perspectiva política: el hombre encadenado en una cueva ve solo las sombras que se proyectan en la pared de la misma por reflejo de la llama de fuego situada a sus espaldas, y cree que no existe otra realidad que esas mismas sombras, lo que le impedirá encontrar la verdad y, en definitiva, la idea del bien. Y eso, en cierto modo, es lo que intentan no pocos políticos en no pocas ocasiones (en España está ocurriendo actualmente, por desgracia): procuran que no tengamos espíritu crítico, que no distingamos adecuadamente la realidad de los hechos, valiéndose torticeramente de la palabra engañosa y aparente. De ahí la importancia de la educación que cultive y forme rectamente las conciencias para ir más allá de ese escenario que no pasa de ser una visión ficticia y simulada de la realidad, visión falsa sobre la que podemos verter nuestras opiniones, pero desgraciadamente de manera equivocada, porque no tenemos los ojos verdaderamente abiertos a la capacidad de juicio y discernimiento, a la búsqueda de la esencia y de la verdad de las cosas a través del conocimiento y la educación. Y es que buscar la verdad puede llevarnos, en multitud de ocasiones, a desenmascarar la mentira.
Hay que darle la razón a Platón cuando distinguía tres clases de hombres: los ignorantes, que no saben nada; los que creen saber, y tampoco saben nada ciertamente, porque lejos de buscar y adentrarse en la sabia sensatez, se quedan en la superficie de las meras opiniones, carecen de conocimientos y se dejan arrastrar por la simple apariencia de las cosas, sin ahondar nunca en la esencia de la realidad que la verdad conlleva, pues son incapaces de reflexionar sobre la realidad; y los sabios, amantes de la verdad y sensatos, que se desviven y se aplican al conocimiento de ella, de la esencia verdadera de las cosas. Entre los segundos, los que opinan sin saber y sin criterio, se encuentran también los embaucadores subversivos, populistas creadores de <<realidades alternativas>> sobre la base de <<discursos retóricos>>, de <<palabras seductoras>>, <<reinscribidores de la Historia>>, verdaderos maestros de la palabra embaucadora, deformadores a sabiendas de la verdad que la propia realidad envuelve, y que intentan crear estados de opinión y de conciencia en cierto público políticamente inmaduro, que termina sucumbiendo, preso de la esclerosis social y de la pereza espiritual a la que conduce la falta del más elemental juicio crítico.
Por ello, ante la <<subversiva realidad>> que a veces tratan de imponer algunos políticos populistas, y que en realidad lo que pretenden es apropiarse del Estado bajo la falta apariencia de que son los únicos defensores del pueblo; que dicen defender a éste frente a la <<casta>> o <<élite>>, argumentando injustificadamente que ellos son los <<verdaderos demócratas>> y los demás, no; que dicen defenderla como los máximos valedores, cuando en realidad lo que pretenden, en definitiva, es acabar con el sistema, instaurando un verdadero totalitarismo; que emplean, en definitiva, la verdad de hechos concretos como instrumento para encubrir grandes mentiras y que, por la vía de la exageración, distorsionan la realidad, convirtiendo las <<verdades de opinión>> en <<verdades fácticas>>, se hace imprescindible y necesario que impere la reflexión y el aprendizaje de nuestras conciencias para que <<ese mundo exterior>> (en definitiva, la propia Historia, que es la verdadera <<notaria>> de los hechos), no se vea distorsionado, y no nos ocurra como aquel prisionero del mito de la caverna que liberado de sus cadenas, salió fuera de la cueva y conoció cuál era la verdadera realidad, y deseoso de liberar a sus compañeros que se encontraban dentro, no fue escuchado por ninguno de ellos, antes al contrario, lo acusaron de mentiroso y, en el colmo de los despropósitos y de las ingratitudes humanas, terminaron matándolo.
Y es que, desde la perspectiva política, la verdad es despótica, porque es implacable, porque los hechos son los que son y están más allá de acuerdos y consensos (como decía San Agustín <<verdadero es lo que es>>). Sobre ella no deben imperar las <<medias verdades>,las <<verdades artificiales>>, distorsionadoras de la realidad y convertidoras de las <<verdades de opinión>> en <<verdades fácticas>>. Y es que la <<opinión manipulada>> y el lenguaje adulterado son una de las muchas formas que la mentira puede asumir, especialmente por parte de quienes, como habilidosos en el uso constante y reiterado de la falacia, intentan moldear y conformar torticeramente la opinión pública. En definitiva, son todos aquéllos que se hallan en las <<antípodas>> de la búsqueda sincera de la verdad de los hechos, entre otras cosas, porque no les interesa esa verdad. El riesgo que se corre es serio, porque puede desembocar en la llamada <<dictadura de las masas>>, que llega a asumir y a asimilar como verdaderas esas mentiras encubiertas de aparente verdad. Tan es así que puede desdibujar y desvertebrar cualquier sistema democrático que ciertamente se precie de tal. Desgraciadamente, ejemplos de ello -y de sobra conocidos- hay en la historia de los pueblos.
Precisamente, la capacidad para cambiar esos hechos y falsearlos, se pone de manifiesto, en algunas ocasiones, en los asesores políticos y de imagen como variante de la propaganda y de la publicidad. Dichos medios son legítimos y necesarios para que se puedan conocer las ideologías de quienes aspiran al poder, mas ya no lo es, sobre la base de meras apariencias que encubren falsedades, valerse de un asesoramiento que sólo aspire a alcanzar y construir mayorías de opinión en un intento innoble y desleal de declarar, proclamar e imponer como verdad lo que, sencillamente, no lo es.
Hay que convenir que la verdad puede influir -influye- en la vertebración, organización y estructura de las comunidades políticas, pues es manifiesto que el hombre tiene la necesidad de buscar la verdad y encontrarla. Lo que ocurre es que aquellos hombres que se siente orgullosos de sí mismos y que se creen autosuficientes, más que buscarla afanosamente, lo que pretenden es crearla a su medida, mentir con tal de mantenerse en la «poltrona», incluso en no pocas ocasiones con tintes claramente patológicos, de «narcisistas empedernidos», de «demagogos desmelenados».
No voy a entrar aquí de lleno en consideraciones religiosas, pues sabido es que para el cristiano -yo lo soy, y no me avergüenzo de ello, ¡’faltaría más!-, Dios es «la primera y suma Verdad. Esa Verdad Absoluta y Plena es el mismo Jesucristo. A la pregunta de Tomás <<Señor, nosabemos adónde vas. ¿Cómo vamos a conocer el camino?>>, Jesús le responde amorosamente: <<Yo soy, el camino, la verdad y la vida>> (Jn 14,5-6). Y más tarde, el propio Jesús a la pregunta de Pilato: <<Con qué ¿tú eres rey?>>, responde: << Tú lo dices, soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz>> (Jn 18,37). Sí es conveniente puntualizar, como afirma Ratzinger, que no es la verdad que defiende el cristianismo un elemento de alienación de nuestra cultura, sino precisamente su auténtico fundamento, pues, como decía también De Lubac, Cristo es <<la verdad personal, aparecida en la historia, operante en la historia y capaz de sostener, desde el seno mismo de la historia, la idea de esta verdad en persona que es Jesús de Nazaret, plenitud de la Revelación>>.
En todo caso, hay que sostener rotundamente que no se trata de injerencia indebida de la religión en el ámbito político del Estado, sino de tener siempre presente que el progreso de los pueblos no es sólo material o económico, sino esencialmente ético y espiritual, porque debe basarse precisamente en el desarrollo integral de la persona y en la firme defensa de los grandes valores de su dignidad, como una exigencia intrínseca de ésta, y en la proclamación de su destino trascendente, única manera de que no impere el pragmatismo, el relativismo, el puro positivismo, que pueden conducir a situaciones injustas y a abusos desmedidos.
Decía Erasmo de Rotterdan que, <<la fuerza de lo honesto está en la realidad de las cosas, no en el número de los hombres>>. El hecho de que una ley injusta la apruebe una mayoría parlamentaria, hace que la ley sea legal, pero no la convierte en justa, si se vulneran los derechos inalienables de la persona y se distorsiona arbitrariamente la realidad, lo que, por otra parte, puede generar serios problemas de conciencia en algunos parlamentarios-. Como afirmaba Montesquieu: <<una cosa no es justa por el hecho de ser ley. Debe ser ley porque es justa>>.
Y es que el político no debe olvidar que su norte implica siempre un compromiso ético, promoviendo e impulsando las reformas necesarias, respetando lo ya andado rectamente por sus predecesores, en un intento noble de configurar una sociedad más justa. Por eso es necesario insistir que la verdad no puede quedar relegada a una continua indefinición, a una permanente indeterminación, a opiniones volubles y cambiantes, a <<modismos>> transitorios, momentáneos y puramente pasajeros, a continuas revisiones, a argumentos posibilistas, a relativismos imperantes, propios del posmodernismo, del multiculturalismo de moda, de lo que se ha venido en llamar la postverdad. La verdad no puede ser relativa ni parcial, ni encubridora de una falsa o desenfocada tolerancia, pues no puede defenderse que valga todo, pasar del insmnio a la amnesia, mentir sistemáticamente, instalarse en la falacia como medio de gobernar para mantenerse en el poder, como si la ética y la verdad estuviesen condicionados a la apreciación y capricho del empleo reiterado de la mentira. Por eso, la política debe someterse al Derecho, y el Derecho, sujetarse a la Ética. Es el poder el que debe someterse a la razón y la razón, en cuanto tal, a la Verdad.
Pero también el ciudadano tiene a su alcance lo que Platón llamaba la <<parresía>>, el derecho y el deber de expresar la verdad frente a quienes detentan el poder, denunciando rectamente egoísmos partidistas, falsedades y apariencias espúreas, corrupciones bien aisladas o generalizadas, como hizo Diógenes el Cínico cuando fue hecho prisionero por Filipo de Macedonia y éste le preguntó que quién era, respondiéndole: <<un observador de tu ambición insaciable>>, la misma de la que hacen gala nuestros actuales dirigentes. Es una de las escasas maneras que tenemos los ciudadanos de que la ética entre en el campo de las actitudes y aptitudes políticas. Por eso merece admiración el político que, lejos de la disciplina de partido -que, por otra parte, aunque impera en la práctica, nuestra Constitución no consagra, cfr. su art. 67.2-, aun a riesgo de perder su popularidad, de no seguir <<lo políticamente correcto>>, es capaz de proclamar verdades incómodas o que pueden resultar precisamente un inconveniente para la defensa de sus intereses particulares o de partido, pues está cumpliendo con una exigencia ética que, en suma, lo que hace es engrandecer la política misma.
Cierto es que en todos los siglos hubo, hay y habrá embaucadores, dirigentes políticos parciales y venales, aduladores que inciensan las pasiones de los gobernantes mediocres o carentes del más mínimo escrúpulo y que son capaces de ponerse de rodillas, incluso, ante tiranos y dictadores (conviene que recordemos aquí a nuestra querida Venezuela). Son personas intrigantes, retóricos fulleros y apologistas de las opiniones desvariadas, desvirtuadores de la realidad, simples demagogos disfrazados de demócratas…Le ocurrió incluso a Solón, extraordinario legislador ateniense que llevado por las lisonjas de Pisístrato, dejó a un lado los intereses de su patria y se convirtió en un adulador, amigote y consejero de quien era, sencillamente, un tirano. No hay nada nuevo, pues, bajo el sol. Pero frente a ellos siempre ha habido, hay y habrá una minoría selectísima consciente de que la habilidad práctica no está reñida con la rectitud de espíritu y con la honestidad, y que con su probidad, constancia y energía, denuncie situaciones de abuso, trate de ilustrar la vida política, de anunciarnos la verdad, esa verdad que es firme y noble, intrépida y exigente, y que, más tarde o más temprano, se impone sobre la falacia, porque, como decía Cervantes en El Quijote, <<la verdad adelgaza y no quiebra, y siempre anda sobre la mentira, como el aceite sobre el agua>>.
Estemos, pues, prevenidos respecto de aquellos políticos que quieren mantenerse a toda costa en el poder y que no aprecian tanto los talentos para el bien común, como el beneficio para su propio interés; y que aparentan cumplir fielmente con la verdad y la justicia y, sin embargo, se dejan llevar por los intereses egoístas de su narcisismo desmesurado y que identifican el Estado con su persona. Cierto es que el político, como humano que es, se puede equivocar, mas lo reprobable es el empleo de la falsedad, la mentira deliberada, el encubrimiento, la corrupción disfrazada, en definitiva, la deslealtad a los principios éticos, porque la verdad está fuera del juego aleatorio del compromiso político, porque va más allá <<de lo políticamente correcto>> y de los tejemanejes convencionales y aparentes.
Exijamos, por ello, una información seria, rigurosa, responsable y veraz, como auténtico revulsivo contra las desviaciones del poder, sea en la prensa o en las redes sociales, donde, dada su inmediatez, las opiniones se vierten rápida y prontamente por multitud de personas, lo cual no es malo, pero esas opiniones no pueden ser fruto de mentes y voluntades conformadas, instrumentalizadas y manipuladas por un relato dominante de dirigentes manipuladores que, buscando el rédito, o la simple conquista del poder político o el mantenimiento en el mismo, <<bombardean>> a los ciudadanos con medias verdades, con argumentos posibilistas y subversivos y con imágenes falseadas, impactantes e inmediatas, tendentes a desvirtuar la realidad, intentando arrinconar en el desván de la memoria el principio de que la mera opinión no goza de la virtud taumatúrgica de convertir en verdad lo que, sencillamente, no lo es. De no poner un «cortafuegos» a esa tendencia manipuladora y deleznable, no estaríamos muy lejos de lo que desgraciadamente sostuvo Hitler en Mi lucha, y de lo que ahora se valen los dirigentes que nos gobiernan: <<Por medio de hábiles mentiras, repetidas hasta la saciedad, es posible hacer creer a la gente que el cielo es el infierno (…) y el infierno el cielo (…). Cuanto más grande es la mentira, más la creen (…).Me valgo de la emoción para la mayoría y reservo la razón para la minoría>>.
En conclusión: vivir en libertad no significa vivir instalados en la mentira permanente y «anestesiados» por ideas falaces continuamente repetidas. Debemos exigir integridad y honestidad en todos nuestros políticos, sean de la ideología que sean, porque ello no está reñido con dosis ciertas de prudencia y habilidad, pragmatismo y tolerancia, diálogo y oposición, en una búsqueda incesante del bien de la comunidad, aplicando el Derecho como instrumento de realización de la Justicia. Seamos, pues, diligentes, pues corremos un serio peligro de ser raptados por los <<populismos demagógicos>> y los <<nacionalismos radicales y enloquecidos>>, de quedar prisioneros en la cárcel construida por la maquiavélica razón de Estado. Frente a ese tipo de conductas que nos intenta asfixiar día a día, hagamos frente común en la recta defensa de la libertad radical y de la vida y dignidad de la persona, en suma, y de la necesidad de exigir, en definitiva, al político la búsqueda del bien común.
Después de estas largas reflexiones, cada uno es libre de sacar sus conclusiones respecto de lo que está sucedienco en España.
Juan José Jurado Jurado.
Muy buen artículo. El marketing se ha usado durante mucho tiempo para estimular que las personas se guíen por sus sentimientos e intuiciones (en la mayoría de los casos basadas en ideas falsas total o parcialmente) en lugar de intentar conocer la realidad de los hechos tal y como son, y usar la razón para comprender el por qué ocurren y ser críticos con estas realidades y con los cambios que suceden a nuestro alrededor.