Un café


Cafetera./Foto: LVC cafeterías
Cafetera./Foto: LVC

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I.- Cuando la cirujana doctora Marta Gil aportó por su casa se derrumbó en el sofá, puso música clásica (por más señas el Ave María de Caccini ) y empezó a llorar. La intervención quirúrgica, que en principio se preveía  de mero trámite, se había complicado hasta el extremo por la inoportuna desestabilización del riñón  y hubo momentos en que el pulso del enfermo había sido tan imperceptible como el silencio, como ese silencio que anuncia la muerte. Sin embargo, después de lidiar varias horas con el destino, y asistida de sus compañeros y de todos los apechusques que la biotecnología facilita hogaño a los cirujanos, el enfermo quedó estabilizado.

Pero la tensión sufrida le afloraba ahora, en la soledad de su casa, y la doctora Marta Gil sólo podía evacuarla llorando como una niña.

Nadie nunca podría imaginar que esa mujer enérgica, segura, reputada, a veces hasta algo petulante, se derrumbaba como un monigote tras pasar momentos comprometidos y que sólo si se aislaba y rompía a llorar podía restañar los daños emocionales sufridos.

II.- El Profesor Fernando Sanz aspiraba a ser sabio y a dominar la disciplina que enseñaba en la Facultad de Derecho: Derecho Penal. Pero su propia inteligencia le había hecho comprender, muchos años atrás, que si permanecía aislado en la universidad tendría saberes parciales,  porque el necesario contacto con la realidad cambiante de la vida social y con los problemas que se suscitaban más allá de la dogmática,  le quedarían lejanos, le serían ajenos y, si no bajaba al mundo cotidiano de las gentes, nunca podría comprender en profundidad el Derecho.

Por ello acudía gustoso como perito, ya fuera judicial o de la defensa, a juicios donde se le requiriere. Su larga trayectoria en estas actuaciones lo había prestigiado como profesional, pero además, le había permitido conocer el Derecho con más profundidad. Y lo que era más importante: comprender que detrás de cada problema jurídico hay personas que sufren.

Pero aquel día la lucha en el Tribunal había sido a “dienteperro”. Su prestigio y su solvencia no habían acogotado a la otra parte. Muy al contrario: el abogado de la acusación y el perito de la misma llevaban artillería pesada y, además, Su Señoría, había permitido y, hasta auspiciado, el debate jurídico. El profesor Fernando Sanz había estado solvente pero en absoluta tensión, midiendo sus palabras, y evitando que se deslizara alguna frase que, a la postre, fuera perjudicial. Ello no obstante, en algunas fases de la discusión jurídica, por su mucha pedantería, no había podido evitar incluir alguna ironía, tan sutil, que sólo los más agudos habían detectado.

III.- Cuando llegó a casa oyó de  fondo el Avemaría de Caccini. Marta, a oscuras, estaba retrepada en el sofá. Tenía los ojos pochos de tanto llorar.

– ¿ Problemas en el trabajo ?

– Sí, pero solucionados al fin.

Fernando la besó:

– Pareces un conejo con mixomatosis.

Marta preguntó:

– ¿Qué tal te ha ido a ti?

Fernando explicó por encima las circunstancias del juicio. Y la tensión que había pasado.

– Tengo la cara como un barbecho ¡No sabes cómo me ha crecido la barba¡ Es por el miedo. A los toreros les pasa igual…

Sonrió:

– Pero mañana es sábado… Con esto de la pandemia no podemos viajar. A falta de un plan mejor, saldremos a pasear por la sierra.

Marta asintió.

– Fernando, tenemos que dejar esta vida. Vivimos para el trabajo. Para el conocimiento. Ganamos mucho dinero. Pero nos estamos olvidando de vivir.

IV.- Cuando Córdoba amanece hermosa, la vida es forzosamente bella. Tomaron la carreterilla que lleva al Santuario de la Virgen de Linares y, antes de repechar el cerrete que muere en la ermita, cogieron el carril de la izquierda, con intención de gatearse hacia Cerro Muriano.

El arroyo se apretaba de zarzas y adelfas y estas se cuajaban de flores rosas y blancas. En los vanos de los arbustos, revoloteaban jilgueros, chisporroteando sus cantos y como la primavera había sido generosa se oía el discurrir del agua encajonada por el cauce.

Buscaron paso por un fangal y lo salvaron saltando de piedra en piedra. La hierba estaba alta y las zonas menos pizarrosas, donde la tierra tenía hondura,estaban apretadas de margaritas y jaramagos amarillos.

En la oscuridad de los montes  cuqueaba el cuco su monotonía : cucu- cucu- cucu… y Fernando, con sus prismáticos, descubrió  en las cumbres de los  farallones lejanos,  una rapaz vigilante.

– Mira, Marta, un azor.

Fernando dijo un azor, como pudo haber dicho un alcotán o un cernícalo: no tenía ni idea de aves.

Cuando llegaron a unos cantiles se sentaron a descansar. Marta sacó el termo y sirvió café con leche caliente. Degustaron la infusión. Como el día era claro se veía a lo lejos, difusamente, perdido en el horizonte, el blanquearde los perfiles de Sierra Nevada.

Se miraron un momento y volvieron a concentrase en el paisaje. Llevaban tantos años juntos que a veces les sobraban las palabras.

Fernando pensaba en su ignorancia. Sería una autoridad en Derecho pero no sabía distinguir una flor de otra, ni los nombres de los arbustos, ni el vuelo de los pájaros.

Pensó:

– ¿ Por qué razón es más importante poder hablar de las teorías de la culpabilidad en Derecho Penal que distinguir un azor de un alcotán?

En la cumbre de una chaparrera cercana trinaba un triguero. Fernando sólo sabía que era un pájaro que cantaba.

Marta apuró su taza de café. Y se sirvió otra.

– ¿ Quieres más ?

Fernando asintió.

Marta se soleaba acomodada en el cantil. El calor le templaba el ánimo y le embriagaba la conciencia.

Se hacía preguntas trascendentes:

– Tanto orden, tanta belleza… ¿ Por qué ? Y sobre todo: ¿ Para qué ?

Medio adormecida su inteligencia se tornaba más soñadora, más poética y seguramente, más clarividente.  Echó la memoria atrás. Estaba convencida  de que esos instantes, con su marido, en medio de la naturaleza, tomado un café humilde, eran los más felices de los últimos meses. Y, además, la hacían más persona. Se prometió ocuparse en el futuro de disfrutar las cosas sencillas.

Fernando miró al suelo. Reparó que un universo de seres lo rodeaba: había un gusano que llaman curilla, porque es negro y porque, cuando lo coges, expele un líquido rojo, como sangre, para asustar al agresor. Había abejas en las flores y hormigueros….

Dijo:

– Tal vez la sabiduría esté más cerca de lo que yo pienso. Seguramente lo abstracto, lo teórico, nos haga menos humanos…

La pareja se levantó para continuar el camino.

Marta comentó:

– La felicidad esta tan cerca, tan cerca, que no somos capaces de verla. Pero a partir de hoy tenemos que cambiar nuestra forma de mirar. ¿Verdad, Fernando?

Una paloma blanca cruzó el cielo azul y, por un instante, por un instante mínimo, todo fue silencio y todo fue claridad y comprensión.

Y, sin saber por qué, Fernando y Marta, ambos, al unísono, recordaron que el símbolo del Espíritu Santo era una paloma blanca.