El púber


Si es que lo sabía. Antes lo digo y antes acontece.

Ayer les decía que no alcanzaba a entender muy bien lo de los catorce años como edad fijada de autorización para salir del corralito. Y les decía que sospechaba de una figura del derecho romano que mejor silenciaba para no dar ideas.

A eso de las doce de la noche, tras arduas negociaciones en casa sobre los horarios y los acompañantes de mi hijo de catorce años, que en realidad era él quien sacaba a la calle a sus hermanos, porque por gusto propio no era, nos llega la noticia de que los catorce años eran límite por abajo, es decir, que como mucho podían salir los de trece años.

Ni que decir tiene la de sapos y culebras que salieron por boca de mis dos hijos mayores, frustradas sus esperanzas de oler la calle, la mezquita y el río hasta la torre de la Calahorra, al margen de otras cosas, distancia que aun excediendo en cincuenta metros la autorizada, era el recorrido consensuado en familia.

El derecho romano distinguía los catorce años para conceder al infante, a partir de esa edad, la condición, que no status, de púber, quien como su nombre refleja, entraba ya en la pubertad ( a la que sin tanta norma de corte feminista e igualitario entraban las chicas con doce años), con los consabidos riesgos de la misma, entre ellos la procreación. Y a partir de ese momento, el púber gozaba de ciertas prerrogativas jurídicas.

Yo no creo que haya sido por el riesgo a la procreación, porque de eso los que nos gobiernan saben un rato y más que usted y que yo  seguro, vistas las enseñanzas sobre procreación, mejor dicho, sobre contracepción, que a todas horas inculcan a nuestros vástagos, en ese mundo feliz y libertino que, acorde a la edad ( a partir de los dieciséis ya serán las drogas blandas), han inventado para solaz y tranquilidad de sus padres.

De modo que hoy las calles se asemejaban más al día de reyes que a las cruces de mayo que están al caer, y cuya desconvocatoria, por cierto, les aseguro que me viene de perlas para no tener que estar en la puerta de casa evitando que mi plaza se convierta en el meadero público del barrio.

Hay que ser pazguato, que en la acepción colombiana del término significa que es tonto o tiene poca rapidez mental. Porque de un plumazo han perdido el voto de los adolescentes, a salvo, claro está, que mañana acuerden elevar la edad uno o dos años, previendo la fecha de las próximas elecciones, si es que las hay.

Que un perrito tenga más derechos que un niño manda narices, pero que unos niños tengan más derechos que otros, sólo se veía desde el derecho romano, que a la sazón y como no podía ser de otro modo, acaba imperando sobre este batiburrillo indecente de normas absurdas, elaboradas y rectificadas sobre la marcha, al albur de las ocurrencias matutinas o nocturnas de quienes nos gobiernan, y a lo que se ve, con el beneplácito indecente de los subsecretarios de Estado.

Y todo esto si haber hecho pruebas de la enfermedad a nadie, pues lo lógico, salvo mejor criterio que no observo, es hacer los test, y en función del estado de la persona, retenerlo en casa, tenga la edad que tenga, o autorizarlo no ya a salir de paseo con su hijo, su hermano o su sobrino de trece años, sino a ir a trabajar, que ya está bien de este sinsentido, en el que parece primar el “más vale prevenir que currar” ( sí, con dos r).

Pero claro, la lógica impera en estos tiempos lo justo. ¿Cómo vamos a seguir el ejemplo de Alemania o los países centroeuropeos, o incluso los escandinavos, con un porcentaje de contagios diez veces inferior al nuestro? Aquí somos diferentes. Nuestra concepción novedosa de la política social aspira a sobrepasar a esos regímenes caducos y trasnochados, fruto de una guerra mundial que sólo sirvió para el triunfo del capitalismo y fue un freno a la dictadura ( perdón, Sr. Iglesias, que la palabra dictadura no mola), a la democracia del proletariado donde, a lo visto, y desde los catorce años, empiezan a joderte.

PDA: Protégenos bajo tus alas, San Rafael.