El emparejamiento del calcetín


Tras cumplir con mis preceptos dominicales, misa televisada desde toledo que, por cierto, me hizo añorar el coro, mi coro de la Trinidad, decidí, o mejor dicho, fui invitado por mi esposa a prestar la ayuda necesaria en las labores propias de una casa que, aparte de refugio, debe reunir las condiciones de limpieza imprescindibles. Mi padre nos recuerda constantemente a los hermanos que la diferencia del ser humano con el resto de la creación es la higiene, y ahora más que nunca dicha frase salomónica adquiere sentido.

Como la canónica, o sea, mi querida y amada esposa, es persona inteligente, conocedora de las limitaciones de quien les relata, y apeteciendo más bien compañía que ayuda, decidió encomendarme, al margen de ese juego tan agradable de doblar colchas y sábanas entre dos (que si te dejas llevar es como un rito de acercamiento que puede llegar a ser muy divertido), la labor de emparejar los calcetines del tendedero.

Y es aquí donde comienza una odisea que, tras los cuarenta y cinco días que siendo optimista son de prever en esta cuarentena, espero haber culminado.

Ríanse aquellos que desconocen este enigma, de Ulises y Marco Polo, de Magallanes o Elcano. La casa acaba convirtiéndose en un mundo nuevo donde hasta la teoría de que la tierra es plana puede encontrar cabida.

Presto a recoger del tendedero los calcetines (¡oh, bendito sol!) y tras hacer un ovillo con unos doce o catorce me puse a iniciar una tarea que, a día de hoy, cambiaría sin dudar por cualquier oficio, más pueril, por supuesto.

De los catorce, o sea, siete pares,  ya de entrada apareció un quincuagésimo cuyo incierto origen inició el desconcierto.

Mi primera reacción fue regresar a la azotea (¡bendita azotea!) pues, iluso de , supuse que se había perdido su par en el traslado.

-¿su par?

Allí no había pares, cada uno de su padre y su madre, tan solo se salvaron del primer recuento apenas tres.

La sonrisa de mi esposa no dejaba lugar a dudas. Aquello fue una encerrona en toda regla.

Y es aquí cuando, ante mi inquietud y perplejidad, me hace entrega de un ovillo, esta vez de unos cincuenta ejemplares, todo él atado por lo que más que un calcetín era una media, acompañando su sonrisa de una frase:

“busca aquí a ver si encuentras los pares”.

Día y medio después escribo querido diario estas líneas convencido de que nunca más comprarécalcetines negros. Entre los que tienen estrías, finas o gruesas, los lisos, y según que liso, pues sson de media, otros más gordos, cortos, largos, tobilleros… y si al menos cada uno fuese de un color diferente. Pero no, todos negros. ¡Toma dos tazas!

En fin, cada cierto tiempo, por eso de no caer en la obsesión, subo a escondidas e intento, sin que nadie se percate, aislarme en ese ámbito espacio-temporal (como bien relata mi compañero de columna Rafael González) que se forma cual nebulosa intelectual, cuando uno intenta emparejar calcetines.

Mañana le toca a uno de mis hijos, fijo.

 

PDA:  Protégenos bajo tus alas, San Rafael.