El autobús


La imagen del autobús ha estado desde siempre unida al fútbol.

A pesar de los modernos tiempos de trenes de alta velocidad y vuelos chárter, el autobús sigue siendo, como desde antiguo, la forma universal que los equipos emplean para desplazarse de un lugar a otro. Pero es algo más que un simple medio de transporte. Cargado de una mística  labrada a golpe de kilómetros, con aromas de fútbol modesto, de alboradas y crepúsculos en ruta y de paradas para el almuerzo o la cena en mesones de carretera, el “autocar”, como lo sigue llamando más de un castizo, es en realidad uno de los habitáculos de convivencia por antonomasia para los jugadores. Casi equiparable al sanctasanctórum del vestuario, aunque dotado de la serenidad propicia para la introspección que le confiere la monotonía del trayecto rodado, algo que en la “caseta” no permiten el ajetreo de las duchas y el ir y venir del utillaje, el autobús es algo así como un salón con ruedas en el que cohabitan las almas y el estado anímico de los integrantes de una plantilla. En él interactúan con la intimidad que proporcionan la cercanía física del reducido espacio y la certeza de que la misma habrá de prolongarse por un período más o menos largo de tiempo, hasta llegar al punto de destino. Quienes lo han vivido en primera persona, no pueden olvidar la sensación de atravesar la Península tras una dura derrota, abrazados por un silencio monacal apenas quebrado por los ronquidos del motor o el chirriar de algún inoportuno frenazo. Los mismos que, de igual modo, han sido testigos de jolgorios interminables entre las filas de asientos tras obtener una victoria o de rutinarios juegos y anodinas charlas para matar el rato durante un viaje tedioso.

El autobús forma parte indisoluble de la “liturgia emocional” del fútbol. No en vano, los triunfos de un equipo suelen celebrarse con sus miembros subidos a una versión descapotable de aquél recorriendo las calles pobladas de aficionados. Como también éstos mismos seguidores se conjuran en ocasiones para dar ánimos a sus jugadores, antes de afrontar ciertos partidos de especial importancia, recibiendo en masa y entre cánticos de aliento “al autobús” a su llegada al estadio donde vaya a disputarse el encuentro.

El simbolismo del autobús como parte inseparable de un equipo es tal, que en torno a él se han acuñado también frases de esas que inundan el catálogo de tópicos de la lírica futbolera. Así, se conoce por “poner” o “aparcar” el autobús al estilo ultradefensivo empleado por un equipo con la intención mantener a toda costa la propia portería a cero, colocando para ello a sus once jugadores por detrás del balón para frustrar los ataques del oponente y renunciando a cualquier pretensión ofensiva. De una forma que se identifica al autobús con el propio conjunto de futbolistas que libran su batalla deportiva sobre el césped.

Con motivo de su visita liguera a Valladolid, el Córdoba Club de Fútbol SAD quiso dar también protagonismo al autobús. Y no fue precisamente por la estrategia defensiva utilizada por su entrenador Luis Carrión; es más, de ser así, habría que pensar que el míster blanquiverde lo “aparcó” con las puertas y las ventanillas abiertas, dado que el equipo recibió hasta cuatro goles en contra.

No. Tan proclive como se ha vuelto el club en los últimos años a las novedades pintorescas, sus máximos responsables optaron en esta ocasión por escribir un nuevo capítulo de la literatura balompédica del autobús, subiendo al vehículo para, micrófono en mano y emulando a cualquier guía turístico al cargo de una excursión de jubilados japoneses, comunicar al plantel la continuidad de su entrenador al frente del mismo. Decisión probablemente fruto de una atípica y poco discreta reunión mantenida, a la vista de todo ojo de vecino, minutos antes en el palco del estadio José Zorrilla. Y de paso, con tan innovadora iniciativa, señalar como responsables de la mala marcha del equipo en la actual temporada a los jugadores, quienes debieron aprestarse a digerir la reprimenda con la forzosa meditación impuesta por los seiscientos kilómetros de asfalto que habrían de recorrer hasta llegar a casa. Dedo acusador que, para que nadie pudiese albergar duda alguna al respecto, fue ratificado al día siguiente por el joven presidente cordobesista en sus declaraciones a los medios informativos.

A la vista del desastroso arranque de campaña del Córdoba, más de un aficionado se estará preguntando si la medida adoptada era procedente, acertada o incluso justa. Yo sin embargo, estimado lector, prefiero quedarme con la imagen de los mandamases blanquiverdes incorporados de improviso a la estampa simbólica y ritual del autobús, de forma que éste ya no representaría sólo al equipo, sino a todo el club en su conjunto. Eso que otros llaman “la nave cordobesista”.

Y, qué quiere que le diga, amigo mío. Me da a mí que lo primero que precisa un autobús es un conductor hábil, conocedor de su oficio y que tenga clara la ruta necesaria para llegar felizmente a su destino. Al fin y al cabo, una vez a bordo los pasajeros no tienen más remedio que ir a dónde él diga. Aunque lo haga con un micrófono.