La sonrisa del reloj


La Navidad termina invitándonos a la hermosa tarea de regalar. Quedará para siempre tatuado en mi memoria la carilla de mis hijos, cada cinco de enero, en cualquiera de los años que, junto a su madre, fuimos capaces de mantener la bella historia de la visita ubicua de sus majestades.

Una vez desvelada la real autoría del especial amanecer, la grandeza del día no ha desaparecido, y estoy seguro que se mantendrá, ya que aquella está fundada en la felicidad que brinda el regalar y en el recibir algún presente, ya que aunque por definición este verbo exige dar sin tomar nada a cambio, a ver quién amanece ausente de esperanza de abrir alguna ofrenda. Cada obsequio es una manera de mostrar y recibir afecto, de expresar y recibir un “me importas”, ”mereces mi tiempo”, un ”te quiero”, de ahí su éxito y la razón de que “gastada” la infancia y andando por la Universidad una, y afeitándose el otro, sigamos cuidando y entendiendo la aurora de la Epifanía como una de las fechas estelares del calendario.

Toda dicha suele venir precedida de algún tipo de esfuerzo. En el caso que nos ocupa no hay ninguna duda: lo de ir de compras me puede. Esto hace que reconozca sin tapujos mi preferencia de llevar a cabo tal actividad en solitario que con la buena de mi mujer. No ha sido así este año y he vuelto a comprobar que para ella no existe escaparate sin interés y digno por tanto de su correspondiente y atenta parada, aunque tras el cristal nada hubiera relacionado con el contenido de las “cartas” que religiosamente seguimos escribiendo como conditio sine qua non para que sus señorías tengan a bien parar por casa. Esto hace que cuando se acaba el callejeo y desembocamos, como el común de los mortales, en el centro comercial, suela sentir una especie de alivio indescriptible. En ese mismo instante fijamos una hora de reencuetro y son suficientes unos segundos para perder de vista su rubia cabellera entre el inmenso gentío. Ya solo, me introduzco en la corriente humana cual hormiga obrera que sigue la hilera marcada, y no tardo en decidir a qué sección dirigirme hasta que llegue la hora convenida. Es este uno de eso momentos donde toma protagonismo la “simpleza” del varón: Si no tengo una necesidad concreta y sólo demando del centro comercial“ esperar sin desesperar”, todas mis opciones se reducen a dos: sección de deportes o sección de librería.

Me dirigía hacia una de ellas cuando me encontré con la exposición de relojes. Decidí pararme a echarles un vistazo ya que aunque no soy usuario de tal objeto (mi móvil le usurpó su función), reconozco que esta sección, a años luz de las citadas, goza también de cierta facultad para distraerme. Ya digo que el reloj ha perdido, desde la socialización del móvil, su original y propia función de ofrecer la hora, pero mantiene su innegable capacidad estética o su facultad para ser uno de los indicadores, junto al coche o la vivienda, del status social de quien lo exhibe.

Tras varios paseos, cuando ya disponía a dirigirme hacia la librería, caí en la cuenta de un detalle que consiguió detenerme más tiempo ante las impolutas vitrinas: la mayoría de los relojes marcaban aproximadamente la misma hora. Daba igual la marca, daba igual que fueran para caballero o para mujer, daba igual el estilo… las manecillas de las horas se encontraban en torno a las diez y los minuteros próximos a las y diez o y cuarto. Tanta coincidencia me indicaba con claridad que tal disposición no podía ser fruto del azar, y que por tanto había una intencionalidad que ciertamente desconocía.

Con tal enigma nos marchamos a casa y no tardé en introducirme en el omnisciente internet para ver si me ofrecía algo de luz a tal curiosa coincidencia. Efectivamente no era fortuita la situación descrita y las marcas persiguen un claro objetivo. Al margen de que tal posición permite una óptima visibilidad de la marca o su logo, hay una curiosa razón psicológica que la justifica: las diez y diez u otras horas cercanas, dibujan en el reloj una sonrisa con la que de manera subliminal la marca está sonriendo y transmite positivismo y alegría. O sea que la razón de que la mayoría de los relojes expuestos o publicitados estén parados sobre las diez y diez no es otra que ofrecer una cómplice y seductora sonrisa.

Como decía anteriormente desconocía tal estrategia pero me ha sorprendido gratamente y aplaudo a rabiar la filosofía que subyace, que no es otra que confiar en la enorme potencialidad de la sonrisa. Como defiende Path Adams, padre de la risoterapia, si importante es el amor para mejorar el mundo, no podemos dejar atrás el humor. Qué cierto es, cúanto se agradece el convivir con personas de fácil sonrisa. No es cuestión de tener gracia o ser gracioso, sino que hablamos de que todo ser humano puede tomar la decisión personal, desde que amanece, de mostrar un semblante sonriente, de ser universalmente amistoso. Tener gracia es un don, sonreir está más relacionado con la voluntad, con la predisposición. De hecho nacemos sabiendo llorar, pero a reir se aprende, por eso permite en ocasiones reconocer en nuestra sonrisa la de nuestros progenitores. Predisposición inteligente, pues no sólo haces más agradable la vida a los que contigo comparten espacio y tiempo, sino que también nos facilita la vida, ya que como decía Shakespeare “es más fácil obtener lo que se desea con una sonrisa que con la espada”.

No es mal propósito, para este año que comienza, el procurar sonreir más para vivir mejor. Sonreir más a la familia, a los vecinos, a los compañeros, a los amigos, a Dios… es sin duda una manera eficaz de cuidar lo más valioso de nuestra vida. Soy consciente de que no es nada nuevo afirmar la efectiva arma que disponemos con la sonrisa, pero no es menos cierto que nunca está de más recordarlo, sobre todo ahora que he descubierto que hasta los relojes lo saben.