Diario de un confinamiento: Día 4. El eje terrestre.


El eje terrestre.

Debo confesarles una cosa: hoy he salido. Anoche entré en pánico cuando me di cuenta de que no me quedaba suavizante de talco ni detergente líquido para llegar al próximo fin de semana. Imagínense para lo que queda. Según el ministro Ábalos, más de 15 días, que en concordancia con el sistema perceptivo de Ábalos pueden ser dos meses, un quinquenio o para ayer mismo. Y los amos de casa confinados no podemos vivir con esa incertidumbre. Así que diseñé por la noche un plan de actuación que consistía en salir a primera hora, o sea, las 9, no tocar los botones del ascensor, llevar mi propia bolsa y encomendarme a San Rafael. Había gente por la calle. De hecho, había mucha gente por la calle, demasiada para un toque de queda de estas características, pero en honor a la verdad, hasta anteayer mismo no se aclaraban si podíamos ir a la peluquería o al tinte a recoger la túnica de nazareno.

Sólo hemos ganado un Mundial una vez y no sabíamos si cantar el himno, sacar la bandera (el que la tuviera) o solo decir oé, oé oé. Pues esto es algo parecido: es una situación completamente nueva. En Oklahoma o en Wisconsin hacen movidas de estas cada dos por tres, van a los Boys Scouts de chicos y en vez de parcela tienen un rancho con refugio nuclear. Lo han mamado desde el kínder garden. Pero aquí, en concreto, lo más que aprendemos es a irnos de perol y no meterle fuego a las encinas. Y algunos ni eso. Me encontré con personas enguantadas y con su correspondiente mascarilla, abueletes legionarios a pecho descubierto esperando el penúltimo telediario y otro tipo de seres que no atrevería a definir de humanos al uso. En la cola del supermercado tenía delante a un joven matrimonio que entre los dos, podían perfectamente hacer saltar la báscula del paso aduanero de Algeciras. Dos carritos. Llenos. Entre los artículos, ocho bolsas de magdalenas familiares, doce paquetes de gusanitos, diez de patatas fritas, cuatro botes de lomo de orza en aceite, un número indeterminado de galletas príncipe y un jamón. Entero y verdadero. Tuve tiempo de ver todo el cargamento porque la cajera entró en shock . Eran sólo las nueve y diez de la mañana. Del primer lunes del apocalipsis. Y ahí teníamos a un joven matrimonio español dispuestos a plantarle cara al coronavirus con los leucocitos  llenos de colesterol y los triglicéridos desatados. Caí en la cuenta que no tenía paracetamol y siguiendo las instrucciones del ministro francés de sanidad – que aunque sea francés me merece más confianza que Carmen Calvo- fui a que me lo dispensaran. En la farmacia habían habilitado una barrera de seguridad con una mesita vieja de oficina, dos palos de fregona y tres sillas, lo que me tranquilizó al comprobar que los farmacéuticos se habían tomado las medidas de protección con españolidad y de cordobesas maneras. Ambos portaban mascarillas y miraban el ordenador. Cuando un farmacéutico observa atentamente un ordenador durante media hora es para decirte : “Lo tenemos que pedir”. Paracetamol sí tenían, pero no pude comprarlo porque no me dejaron pagar con tarjeta. “No aceptamos pagos menores de cinco euros”. Estuve a punto de pedirle el paracetamol, cuatro paquetes de pañales y dos cajas de Almirón. Soy capaz de tirar la casa por la ventana en situaciones de alarma, pero recordé que ya no tengo niños pequeños. También le recordé a la auxiliar, tras la barrera infranqueable, que pagar con tarjeta es una medida de seguridad recomendada por Pedro Sánchez. “¿Te hago un Bizum?”. Me miró mal. Y le sugerí que fuera a una óptica porque a la peluquería ya no podía ir según última modificación del BOE.

Regresé al piso, me duché, me desinfecté con Brummel y me salí al balcón a ver los coches pasar. Porque pasaron, y muchos. Primer día laborable en estado de alarma y todo el mundo paseando al perro en coche. No tenemos remedio.

Por la tarde me llegó un aviso de que el eje de la Tierra, para colmo, permitía poner las escobas de pie. Estos extraños fenómenos siempre me han fascinado. Son señales de algo. De que además del coronavirus va a caer el meteorito. La mujer de Iker Jiménez pedía en Twitter que le enviáramos la foto del asunto. Se me quedó el escobón derecho a la primera. Inmortalicé el acontecimiento en la cocina y se lo envié a Carmen Porter. Lo bueno que tienen los estados de alarma es que crean comunidad.

El fenómeno geoparanormal.