Primero mi niño y después mis valores


Bomberos y Policía Local en la Plaza de Colón./Foto: LVC
Bomberos y Policía Local en la Plaza de Colón./Foto: LVC

Hace más de cuatro años que no circulo con el coche por la Plaza de Colón a esa hora infausta de la salida de los colegios. La última vez que lo hice casi colisiono por delante, me dan por el lado derecho, sucumbo con carácter de permanencia en el semáforo rojo de manera eterna sin poder moverme ni huir, y por el flanco izquierdo me meriendo una furgona de reparto. La selva es eso por las mañanas  o al filo de las tres de la tarde de los días lectivos. Si es viernes, la selva se torna más tupida y repleta de bestias salvajes con un volante en la mano y un niño, o dos – la tasa de natalidad es la que es- en los asientos de atrás. Hace cuatro años teníamos una alcaldesa inane. Ahora es un alcalde liberal. Colón sigue igual de catastrófico.

Ayer en particular resultaba curioso que unos metros más allá, en Capuchinos, hubiera una plaza llena de piedad y se presenciara tanta impiedad frente a los céntricos jardines. Un padre o madre con el objetivo de recoger a su hijo con el coche a la puerta del AMPA o de los aseos que hay junto a la sala de profesores es una bestia parda, un energúmeno, un troglodita. Un padre o madre que seguramente esté muy preocupado, o preocupada, por el pin parental pero que un viernes, a las tres de la tarde, su único objetivo es campear en la carrera de apisonadoras silvestres. Mi niño primero. Los valores, y el código de circulación, si eso para después. En circunstancias normales me los imagino llegando a casa corriendo para recoger acto seguido la túnica y la papeleta de sitio. Después de haber dejado un reguero de infracciones y tapones metálicos. De chapa, como sus rostros. Y a desfilar con pasión.

En esta época del año me ocurre como con la Navidad: los contrastes, regados de hipocresía y las contradicciones me producen una desazón como de desconfianza hacia el género humano de manera extensa y a los  humanos posados en particular. La generosidad, el civismo, la decencia es de puertas para afuera pero también de gestos hacia dentro y hacia los demás. Si no, se convierten en fuegos de artificio. 

Reflexionaba sobre ello mirando, en el telediario, a la estampida humana madrileña en Barajas camino de Canarias. Con las misma prisa y cara desencajada que  los padres pilotos de Colón recogiendo a sus herederos. Gente que no es capaz de sacrificar unas vacaciones en pos de la salud y la responsabilidad porque se las merecen, porque lo valen, porque tienen derecho, porque sacrificarse un año quietecitos en una vivienda rodeados de comodidades mientras pasa todo este apocalipsis es pedir demasiado a los que, como los padres de la plaza de Colón, son capaces de subirse con el todoterreno a un semáforo para que el niño no ande demasiado ni la madre tampoco. 

Y eso ya ocurría antes de la Ley Celáa. Porque antes, igual que ahora, sigue habiendo demasiada gente que reclaman valores. Pero después de haber recogido al niño primero. Caiga quien caiga.