Discrepar del Papa Francisco


La publicación en su día de la Exhortación apostólica Amoris laetitia por parte del Papa Francisco hizo que aflorasen numerosos comentarios y voces discrepantes, tanto ad intra y, algunas menos, ad extra. En los últimos días por la redes sociales circula la noticia de la discrepancia de un grupo de cardenales (parece ser que cuatro) con respecto a los planteamientos de Francisco en la citada Exhortación. Para no ser menos, un servidor está dispuesto a meterse en este charco pero lo haré de una forma muy sencilla: trayendo a colación algunas de las ideas que he podido encontrar en la obra del cardenal G. L. Müller (Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe), Salvar la semilla. La fecundidad pastoral de la esperanza (Madrid 2016).

Müller – no es que me tome una confianza desmedida pero por razones de brevedad abrevio protocolos – se pregunta ¿Qué podemos esperar de la familia? Lo cual da pie al comentario sobre lo que él mismo denomina como el mensaje de esperanza para las familias del Papa Francisco. Para Müller, ya una primera lectura del documento ayuda a descubrir que el problema de la familia no se refiere a esfuerzos individuales, convicciones personales o a entregas aisladas, sino que este gran reto está en superar la falta de un ambiente y de un tejido de relaciones donde pueda crecer y germinar el deseo de los hombres. Insiste también en la importancia del capítulo IV de la Exhortación, en cuya exégesis de 1 Corintios 13 se encuentra, a su entender, la clave de lectura del documento, ya que según este, solo a la luz del verdadero y genuino amor (n. 67), es posible ‘aprender a amar’ (n. 208) y construir una morada al deseo.

Todo, en opinión de Müller, se construye sobre una convicción que no conviene olvidar: “[…] el Magisterio, si no se funda sobre el testimonio luminoso de una cercanía compasiva y misericordiosa, no logra provocar la esperanza en el mundo. Por ello la Iglesia pasa a ser una voz con autoridad cuando logra testimoniar de modo materno la esperanza. Es decir, si queremos ser fieles a nuestro Señor Jesucristo, deberemos siempre saber conjugar esta doble tensión: la firmeza en aquellos principios que indican al hombre los confines de su dignidad y, a la vez, la ternura de acompañarlo en el difícil camino experimentado desde dentro de la carne de su vivir cotidiano”.

Para Müller la pregunta clave a la que el Papa ha dedicado su atención en Amoris laetitia es: ¿Cómo dar esperanza a aquellos que viven alejados, y especialmente a los que han vivido el drama y la herida de una segunda unión civil después de un divorcio? Müller no dejar de tener en ningún momento presente el hecho de que algunos han afirmado que Amoris laetitia permitiría, al menos en ciertos casos, que los divorciados que viven en nueva unión pudieran recibir la Eucaristía sin necesidad de transformar su modo de vida según lo indicado por Juan Pablo II en Familiaris consortio 84 (abandonando la nueva unión o viviendo como hermanos en ella). Frente a esta dificultad, Müller asegura que, si Amoris laetitia hubiera querido cancelar una disciplina tan arraigada y de tanto peso, se habría expresado con claridad, ofreciendo razones para ello. Para Müller no hay, sin embargo, ninguna afirmación en este sentido; ni el Papa pone en duda en ningún momento los argumentos presentados por sus predecesores, que no se basan en la culpabilidad subjetiva de estos hermanos nuestros, sino en su modo visible, objetivo de vida, contrario a las palabras de Cristo.

Pero como la dificultad ha sido persistente y parece que las dudas surgen en torno a la “tan traída y tan llevada” nota al pie número 351 de Amoris laetitia, recoge también el argumento que se suele formular así: “¿Pero no se encuentra este cambio – objetan todavía algunos – en una nota a pie de página, donde se dice que en el algunas ocasiones, la Iglesia podría ofrecer la ayuda de los sacramentos a quienes viven en situación objetiva de pecado (n. 351)?”. Müller, como él mismo indica, sin entrar en un análisis detallado, toma posición afirmando que la nota se refiere a situaciones objetivas de pecado en general, sin afectar al caso específico de los divorciados en nueva unión civil. La situación de estos últimos, en efecto, tiene rasgos peculiares, que la distinguen de otras situaciones. Y es que estos divorciados viven en contraposición con el sacramento del Matrimonio y, por tanto, con la economía de los sacramentos, con centro en la Eucaristía. Esta es de hecho la razón indicada por el magisterio precedente para justificar la disciplina eucarística de FC 84; un argumento que para Müller no aparece en la nota ni en su contexto. Lo que afirma la nota 351, por tanto, no toca a la disciplina anterior: sigue en pie la norma de FC 84.

Para despejar aún más todo tipo de duda añade: “El principio de fondo es que nadie puede querer de verdad un sacramento, el de la Eucaristía, sin querer también vivir de acuerdo con los demás sacramentos, entre ellos el del matrimonio. Quien vive en modo contrario al vínculo matrimonial se opone al signo visible del sacramento del matrimonio; en lo que toca a su existencia en el cuerpo, aunque luego subjetivamente no sea culpable, se hace ‘anti-signo’ de la indisolubilidad. Precisamente porque su vida en el cuerpo es contraria al signo, no puede formar parte, recibiendo la comunión, del signo supremo eucarístico, donde se revela el amor encarnado de Jesús”.

Todavía recoge Müller algunos interrogantes más que en torno a la Exhortación han ido surgiendo: “¿no se queda Francisco corto en la misericordia al no dar este paso? ¿No es excesivo pedir a estas personas que caminen hacia una vida conforme a la Palabra de Jesús?”. Si bien parece que su reflexión apuntaría a los siguientes interrogantes como más certeros: “¿No hemos mirado a este problema demasiado desde el punto de vista de los individuos aislados? Todos podemos entender el deseo de comulgar de estos hermanos nuestros, y las dificultades que tienen para abandonar su unión, para vivir en ella de otro modo. Desde el punto de vista de cada una de estas historias podríamos, podríamos pensar: ¿qué nos cuesta, en el fondo, dejar que comulguen? Hemos olvidado, me parece, mirar las cosas desde un horizonte más grande, desde la Iglesia como comunión, desde su bien común. Pues, por un lado, el matrimonio tiene un carácter intrínsecamente social. Cambiar el matrimonio para algunos casos significa cambiarlo para todos. Si hay algunos casos en que no importa vivir contra el vínculo sacramental, ¿no habrá que decir a los jóvenes que se van a casar, que estas excepciones también existirían para ellos? ¿No lo percibirán enseguida aquellos matrimonios que luchan por permanecer juntos pero experimentan el peso del camino y la tentación de abandonarse? […] Entender el Matrimonio y la Eucaristía como actos individuales, sin considerar el bien común de la Iglesia, disuelve al final la cultura de la familia, como si Noé, viendo muchos náufragos alrededor del arca, desmembrase su fondo y sus paredes para repartir tablas. La Iglesia perdería su ser comunional, basado en la ontología de los sacramentos, y se convertiría en reunión de individuos que flotan sin dirección a merced de las olas”.

Lector inquirat.