Los Churchill


Hace cuestión de una semana o así pude asistir al estreno de la película Churchill del director J. Teplitzky que recrea las 48 horas de dudas y dificultades del Premier británico Winston Churchill previas al desembarco de Normandía en 1944. Para el que escribe, la “peli” tiene momentos memorables como es la oración que Churchill hace en su habitación para pedir que las inclemencias del tiempo impidiesen el citado desembarco. Si es constante para Churchill la compañía del whisky, también lo es la compañía de su conciencia ante la que no deja en ningún momento de rendir cuentas a pesar de su no menos constante “cabezonería”. Pero hay una cuestión – ciertamente no menor – que brilla en la película y que, en mi modesta opinión, “da que pensar”: En concreto me refiero a la relación de Churchill con su mujer Clementine.

Los Churchill es más que obvio que no son un matrimonio convencional. Sin embargo, la película refleja una autenticidad en este matrimonio que a primera vista se podría dar por más que amortizado. Amén de que, fuera de toda pretensión “ideológico generista”, subraya la trascendencia e importancia del papel de la esposa en el matrimonio (-Sin tener que citar el “archimanido” “detrás de todo gran hombre siempre hay una gran mujer”-). Ver a los Churchill, y su “mutuo respeto” en el que parece que hace ya un tiempo que no hay mucho sentimiento, me recordaba algo que este verano, releyendo las aventuras del Padre Brown, encontré en el sacerdote-detective del imaginario del genial Chesterton. El Padre Brown respondía así a la duda que cierto personaje formula sobre lo que pueden saber los curas sobre el matrimonio:

-“¿Cree usted que yo desconozco que el amor de un hombre y una mujer fue el primer mandato de Dios y que es glorioso siempre? ¿Es usted de esos idiotas que creen que nosotros no admiramos el amor y el matrimonio? ¿Necesito que me cuenten lo del jardín del Edén o lo del vino de Caná? Precisamente porque la fuerza de las cosas es la fuerza de Dios, estalla con terrible energía aun cuando huya de Dios, aun cuando el jardín se convierta en una selva, pero es siempre una selva gloriosa; aun cuando una segunda fermentación convierta el vino de Caná en el vinagre del Calvario. ¿Cree usted que no sé todo esto?” (G. K. Chesterton, El Padre Brown (El problema insoluble)).

Ver a los Churchill también me sirvió para recordar la anécdota con la que una persona trataba de ilustrar su respuesta a la “escatológica pregunta”: “El matrimonio: ¿voluntad, sentimiento u otra cosa?”. La anécdota comienza con un anuncio en la prensa que dice así: “Modesto funcionario del Estado, soltero, católico de 43 años, con derecho a pensión, quiere contraer matrimonio con una muchacha católica, que sepa cocinar y a ser posible coser, con patrimonio”, rezaba el anuncio del pretendiente, publicado el 7 de marzo de 1920. Lo curioso de la historia es que el modesto funcionario era el padre de J. Ratzinger (Benedicto XVI), por entonces gendarme; no tuvo suerte en el primer intento y cuatro meses después probó de nuevo, especificando ahora que era un ‘funcionario medio’. Entonces respondió María Peintner, cocinera. El matrimonio se celebró en 1920. Tuvieron tres hijos: María, Georg y Joseph.

Contada la anécdota, la persona, que es una tal Begoña Ruiz, comenta: “No pienses que si te contamos estos ejemplos es porque tenemos la intención de hacer apología del matrimonio de conveniencia. No es nuestro propósito. ¿Por qué lo hacemos entonces? Porque es bueno conocer cómo vivieron nuestros mayores y sano acercarse a ellos, tratando de comprenderles, para aprender tanto de lo que nos parezca imperfecto y mejorable, como de lo hoy día somos capaces de diseñar. Lo cierto es que de vidas como estas, que son paradigma de miles de historias similares de aquel entonces, aprenderemos varias cosas interesantes. Una de ellas es que la esencia del matrimonio consistía en el consentimiento de la voluntad. La gente sabía perfectamente lo que era matrimonio, una palabra dada a otra persona para formar una sociedad de vida muy especial […]”.

Más adelante se pregunta y concluye: “El amor, ¿es la decisión consciente y libre de amar y respetar a alguien o ese sentimiento que alguien te despierta y que arranca de ti, de forma natural y espontánea, el deseo de amarle, de entregarle lo mejor que eres y que tienes?. Forma parte del amor tanto la decisión consciente y libre, como ese deseo natural y apasionado de entregarse uno mismo de manera verdadera”.

Los Churchill, sin muchas más apariencias o romanticismos y altas dosis de arrepentimiento sobre todo por parte de él, estaban en estas coordenadas.