Rara estampa de Navidad


Mi rara estampa para la Navidad ya inminente no está ambientada en Belén. Tampoco está a la sombra o al cobijo de un resplandeciente y refulgente árbol de Navidad. Tampoco tiene musgo, papel de plata o serrín ni está junto a la chimenea chisporroteante de un cálido hogar. Ni tampoco recoge la magia de la noche de Reyes. Mi rara estampa de Navidad tiene como marco una reciente peregrinación a Fátima. No entra dentro de los cánones litúrgicos de estos días pues tiene lugar en el trascurso de un Viacrucis – el mismo que va desde Cova de Iria a Ajustrel -. Y su protagonista no es dado como la señal de un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre y al que pondrán por nombre Jesús sino que su protagonista lleva por nombre Antonio Jesús, no pasa de los cuatro años de edad y en sus grandes ojos se puede atisbar el abismo de ternura y confianza con los que “en principio” es bendecido todo ser humano.

Mientras un grupo de cristianos – a los que se nos podrían aplicar palabras como las de Péguy al definir a la “gente más honrada”: “No están heridos. Su piel de moral constantemente intacta forma una especie de cuero y una coraza sin defectos. No presentan esa abertura que exhibe una herida horrible, una angustia inolvidable, una pena invencible, un punto de sutura eternamente mal cosido, una inquietud mortal, una ansiedad oculta en la trastienda, una amargura secreta, un perpetuo hundimiento escondido, una cicatriz eternamente mal cerrada […]” – intentábamos rezar de la forma más sesuda y concentrada el Viacrucis, Antonio Jesús vivió de la más espiritual de las maneras su propia Viacrucis jugando, “andoleteando”, llamando nuestra atención e incluso durmiendo como si de forma inconsciente tratase de recordarnos, a su manera, la máxima evangélica: “Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos. Así pues, quien se humille como este niño, ese es el mayor en el Reino de los cielos” (Mt 18, 3-4).

Ver a Antonio Jesús en aquellos momentos en los que lo usual para una pretendida “lógica de adulto” sería pensar en lo incordio del niño me llevó a evocar unas palabras del poeta romántico alemán Novalis, poco antes de morir (1772-1801): “Puramente infantil, eso es lo mejor. Nada es más duro que soportar la propia debilidad. Dios todo lo puede y en todo ayuda”. No en vano, como decía el gran teólogo Hans Urs Von Balthasar – quizá el mayor del pasado siglo – “una mirada a la infancia perdida no es ya un simple sueño romántico, sino nostalgia de una inocencia e intimidad con Dios perdidas, algo que no se perdió nunca en Jesús y María, y que siempre está también ante nosotros mediante la gracia profunda del bautismo y de la siempre nueva remisión de los pecados”.

Antonio Jesús jugaba sin parar. Pero claro está que también la Sabiduría creadora de Dios se vuelve, según sus mismas palabras, niño; en efecto, cuando el Padre trabaja en la obra creadora, “jugaba todo el tiempo en su presencia, jugaba con la esfera de la tierra” y así “yo era su alegría cotidiana” (Pr 8, 27-31). Ahora bien, ni el juego creador de Dios, ni su juego redentor, son juegos de esos cuyas reglas se conocen por anticipado. Quien quiera jugar de verdad en este juego, como entrar en el mundo del niño que se va creando y cambiando poco a poco, sólo necesita una cosa: estar de acuerdo a priori con las más locas pretensiones.

Antonio Jesús también se durmió. El sueño de un niño entraña que en ese preciso momento no es accesible, no hay que molestarle, es preciso estar tranquilos y dejar para más tarde las preguntas y las peticiones, tampoco es tiempo para las demostraciones de ternura. Tal vez los discípulos que despertaran al Señor cuando dormía en la barca cometieron un error, aunque estuvieran en medio de la tempestad y a pesar de que una vez despierto, pues el Señor la hubiera calmado de igual modo. Los niños duermen, también más que los mayores, eso forma parte de sus ocupaciones normales. Precisamente en los momentos en que ellos no son accesibles, mantienen ocupados a los adultos; no se le puede abandonar ni un momento, para ocuparnos rápidamente de otras cosas; el niño retiene a su madre en una relación ininterrumpida. De este modo se explica una vez más cómo el Niño divino, al hacerse hombre nos implica en su condición infantil precisamente haciéndonos madres: “Yo os aseguro: el que no reciba el Reino de Dios como niño, no entrará en él” (Mc 10, 14-15).

Antonio Jesús lo observaba todo. Como la Palabra eterna hecha carne también el niño es un maestro en el arte de la contemplación. Observa durante horas arriba y abajo. La Palabra, en su condición humillada, se convierte en Palabra de contemplación como el niño; el despojo de todo poder propio, la incapacidad del niño para actuar, incluso sólo para expresarse, esta pobreza, la más profunda, constituye el modo y el presupuesto necesario para una verdadera contemplación.

En una palabra: en mi rara estampa de Navidad, y en palabras de Bernanos, Jesús-Antonio Jesús “no ha venido como vencedor, sino como alguien que suplica. Está como refugiado en mí, bajo mi custodia, y yo respondo de Él ante su Padre”. Ya sólo me resta decir: “¡Oh, qué hermoso si yo fuera como son los niños” (Höderlin, en sus años de oscuridad)