Córdoba por Orson Welles


A sugerencia de un amigo he leído en estos días la biografía que sobre Manolete escribió, allá por los setenta del siglo pasado, el fotógrafo bilbaíno José María de Lara Ortiz de Pinedo, amigo personal de nuestro más afamado diestro. La biografía, interesante donde las haya y cuto título es Manolete “Yo me mando”, está prologada por el mismísimo Orson Welles y es en este prólogo donde quisiera detenerme en este artículo.

El cineasta dice de Manolete que es una de esas cuatro o cinco personas que ha podido conocer en su vida a las que podría calificar como “grandes hombres”. Es más, afirma Welles que “nunca había conocido un hombre más grande que Manolete” y que “si fuera español estaría orgulloso de haber vivido en el mismo siglo que él. De su magnetismo y carisma da cuenta narrando la siguiente anécdota en un restaurante de Los Ángeles: “En una ocasión fuimos juntos a un restaurante donde nadie había oído hablar del torero y mucho menos de Manolete. Entramos, él iba tan solo unos pasos por delante, y nadie reparó en mí a pesar de que yo era entonces una estrella de cine. En cambio, todo el mundo le miró a él, y nadie tenía idea de quién era”.

Pero hay un pasaje del prólogo en el que Welles, tratando de describir a su más que idolatrado diestro, describe, en mi modesta opinión, lo más sublime del alma de Córdoba, lo más profundo de su esencia. Así, para Welles, Manolete “pertenecía a una España que la gente olvida. Porque oímos hablar mucho de su folklore, de la influencia de los árabes, de los gitanos y de todo lo demás. Pero en España hay una inmensa influencia de la ocupación romana, que no fue tanto una ocupación sino más bien una civilización. Porque no debemos olvidar que Córdoba fue en su momento una Segunda Roma”. Desde este punto de partida, Welles, considerando como “algunos de los más importantes genios romanos fueron de Córdoba”, describe lo que viene en denominar como la “celebre gravitas” que “era la antigua virtud romana conocida y celebrada en la República antes de la época de los Césares” y que “siguió viva en Córdoba cientos de años después de haber desaparecido, prácticamente, bajo la decadencia de la Roma Imperial”.

Leer esta más que atinada reflexión conduce inexorablemente al calado de la reflexión de tantos historiadores o pensadores para los que “cuando, en la época imperial, se apartan los ojos del bienestar presente y sus destructores efectos para dirigirlos a la prisca virtusromana, se está dando entrada a un poderoso pensamiento reformista, dotado de formidable fortaleza moral […] A todo el mundo se le alcanza que este ejemplo, tan lejano ya en la historia, podría trasladarse sin mayor dificultad a otras situaciones y a otros sujetos históricos del presente” (J. Ratzinger dixit).

Para Welles era una evidencia que Manolete constituía el mejor ejemplo de esa gravitas ya que se trataba – y son palabras suyas – de este “Séneca de la Plaza de Toros”. Welles veía en Manolete una extraordinaria figura de “romano, español y cordobés”. Es más, añadía: “Tenía algo de santo y algo de Don Quijote., porque no debemos olvidar que Don Quijote consideraba que los molinos de viento eran gigantes, y, a su vez, Manolete trataba a los toros como si fuesen molinos de viento”.

Es un hecho que a Welles se le podría aplicar la reflexión que sobre los periodistas norteamericanos hacia G. K. Chesterton: “Aunque el periodista de los Estados Unidos se permite alguna que otra vulgaridad en que ya no caen los periódicos ingleses, siente un verdadero interés por los problemas espirituales más vivos, que ya no recoge la prensa inglesa por desidia o incapacidad”. Luego lo usual ahora sería poder preguntarnos si conservamos algo de esa “gravitas”, de ese “senequismo”; si en la “estándar alma cordobesa” queda aún algo de ese “quijotismo”.