Un ramo de flores a San Rafael


No me extrañaría nada que una vez pasada la Semana Santa se fomente el caldo de cultivo necesario que desemboque en otra Magna

Ramo de flores a San Rafael.
Ramo de flores a San Rafael. /Foto: JC

Hablar en estos días de algo que no sea el coronavirus está mal visto. Y me parece bien. La gravedad de la situación ha hecho que quede anulada cualquier otra cuestión informativa y que los españoles -una vez más- se hayan merendado a sus autoridades y hayan sido más rápidos y precavidos que ellas, con la adopción de medidas contra la transmisión del coronavirus, por más que algunos pasasen la vergüenza de ser desalojados de parques y playas. No son días de vacaciones, no.

La evolución de la pandemia hace que nos quedemos en casa por más que las decisiones no sean definitivas. Lógico. En el Ayuntamiento de Córdoba se han firmado un bando y dos decretos en tres días. Habrá más, seguro. La regulación se irá amoldando a los efectos del coronavirus y será cambiante, según las fechas, en una situación inédita, ya que la otra vez que el PSOE decretó el estado de alarma sólo afectó al espacio aéreo. Ahora hay términos inusuales que protagonizan el primer plano de la actualidad y que ya manejamos como si lo hubiésemos hecho de toda la vida: confinamiento, pandemia, cuarentena, inmunología.

En estos días de incertidumbre la única certeza estaba en el calendario. La Semana Santa se aproxima y, tras las suspensión de las Fallas, se quería saber qué iba a pasar con las procesiones. La pregunta rondaba en el ambiente y rara era la rueda de prensa en la que -si había preguntas, claro- se interrogaba al político de turno sobre lo que iba a pasar. Las respuestas han sido variopintas, pero tenían el denominador común de que nadie le quería poner ese cascabel al gato; vamos, que nadie se quería comer ese marrón. 

La situación era delicada, porque en el supuesto de que en una ciudad o región -un territorio, que diría un cursi que se las quiere dar de moderno- decidiera sacar los pasos a la calle corría el riesgo de convertirse en un foco de atracción peligrosísimo de cofrades y curiosos de otros lugares donde sí es efectiva la prohibición. El sentido común sólo marcaba dos salidas: o la decisión se tomaba desde La Moncloa para toda España, algo improbable conociendo al personal, o las decisiones, en un sentido u en otro, se producían unánimes y en cascada. Al final ha sido lo segundo.

Una vez que Sevilla decidió que no habría procesiones en sus calles, todas las demás ciudades han seguido la senda marcada. En el caso de Córdoba, la decisión ha partido del Ayuntamiento, Obispado y Agrupación de Cofradías. Como tenía que ser. 

Este golpe no ha dolido prácticamente nada al cofrade, concienciado y responsable, que ya tenía el cuerpo hecho. A quien sí ha preocupado, y mucho, es al apuntado a una hermandad y que sólo la pisa una vez al año, y al aficionado a la Semana Santa, porque sólo disfruta con lo accesorio y no con fundamental. Este último caso corresponde a quien desprecia el armonioso conjunto y sólo se queda con una mínima parte de él, ya sea la coreografía de los acólitos, la cera, el encaje, la flor o el fuerte de bajos de la marcha. 

La situación es inédita para unos y para otros. Desde la segunda república no se vive una suspensión de las procesiones y pocos quedan de aquella generación que vivió tan duros momentos. Ahora le toca a los cofrades afrontar con madurez unas semanas que, cuanto menos, van a ser muy extrañas, porque hace ochentaytantos años no hubo procesiones, pero sí hubo Viernes de Dolores y este año, si no cambia la situación, sí será la primera vez en la historia en que una cola de cordobeses no se forme ante la puerta de San Jacinto para que ese día cobre todo su sentido en Córdoba.

Aún así, no me extrañaría nada que una vez pasada la Semana Santa se fomente el caldo de cultivo necesario que desemboque en otra Magna o en algo por el estilo para que quienes reducen el complejo universo de la Semana Santa a un costal o una marcha puedan satisfacer sus instintos. Tiempo al tiempo.

Mientras tanto, con las iglesias prácticamente cerradas sólo nos queda encomendarnos a San Rafael, como acertadamente ha decidido el obispo, y sentirnos representados en ese ramo de flores que el viernes se depositó a sus plantas en la iglesia del Juramento.