Silvia descansa en el regazo de la Virgen María


Aún resonaba el eco de la fiesta de los Dolores de la Virgen María cuando una madre experimentaba cómo su corazón era traspasado y herido por el aguijón funesto y terrible de la muerte al contemplar el fruto de sus entrañas marchito, el cuerpo de su hija yerto, extenuado de luchar día tras día. Una joven que plantó cara con extraordinaria entereza, firmeza y determinación, a esta espantosa y aterradora enfermedad que no solo aniquila las fuerzas del cuerpo sino que también aspira a robar el espíritu y la razón. Pero esta joven, desde su infancia y adolescencia en la Trinidad, saboreó y gustó el amor de Dios y la vida como el don más preciado y, por ello, aún en los momentos más dramáticos y crueles, mostraba con la viveza y dulzura de su mirada la alegría del don de la vida.

Una joven, que como María experimentó el tormento de la cruz, y lejos de hundirse y abandonar, la abrazó. Bien podríamos aplicar a esta joven aquellos versos del Stabat Mater: ¿Qué hombre no lloraría viendo a esta joven en tan gran suplicio? ¿Quién no se entristecería al contemplar a la querida niña sufriendo con Cristo? Seguramente que ella suplicaría en la pureza de su corazón a la Virgen Santísima del Desconsuelo en su Soledad: “Haz que soporte la muerte de Cristo, haz que comparta su pasión y contemple sus heridas. Haz que sus heridas me hieran, embriagada por esta cruz y por el amor de tu hijo”.

Una chica jovial que iluminaba con su sonrisa el encuentro con los amigos y, en sus cofradías, poniendo un haz de esperanza allí donde el pesar hacía mella y debilitaba a los más fuertes. En las noches oscuras del profundo invierno aparecía como una estrella refulgente en cada ensayo de las hermandades del Huerto y del Sepulcro para estar cerca de su padre que sobre los hombros llevaba la atroz carga de la dolencia del tesoro de su hogar y junto a su hermano que compadecía bajo la trabajadera del Señor Amarrado a la columna. Ella quiso en su desvalimiento asumir no solo su cruz sino también compadecer con Cristo yendo tras las huellas del Señor del Huerto sintiendo la hiel de quien se enfrenta a la prueba de la entrega de la vida o tras una urna, anticipo de la gloria, vistiendo una túnica que invita al recogimiento, signo de humildad y abajamiento, vida silente, alumbrando el caminar de María y consolando su dolor en la soledad.

Una joven que en su estación de penitencia sencillamente se convirtió en un ejemplo de lo que es amar sin medida. Un Viernes Santo en el que musitaría con la levedad de un alma enamorada de la divina Señora: “Haz que sea protegida por la cruz, fortificada por la muerte de Cristo, fortalecida por la gracia. Cuando muera mi cuerpo haz que se conceda a mi alma la gloria del paraíso”.

Sí, querida Silvia, hija del Dios vivo y verdadero, ya estás en el paraíso, ya estás en el estrado de la eternidad. Tomando prestadas las palabras de San Alfonso María Ligorio, me imagino que al llegar al cielo los espíritus bienaventurados habrán preguntado: “¿Quién es esta hermosa criatura tan bella que sube del desierto de la tierra, lugar de espinas y abrojos? ¿Quién es ésta que viene tan pura y tan cargada de tantas virtudes, apoyada en su amado Señor? ¿Quién es ésta que ha merecido entrar en la gloria con tanta honra y esplendor? Decidnos ¿quién es?

Y la maternal Virgen de la Candelaria, desprendiendo aroma a nardo y enjoyada como una reina dirá con voz suave y aterciopelada: he aquí mi hija Silvia, bienaventurada sea porque ha triunfado sobre el dolor y la muerte.

Querida familia, Silvia ya descansa en el regazo maternal de nuestra madre bendita la Virgen María.

3 Comentarios

  1. Mi querido D. José Juan, sus palabras hacen a mi Hija eterna y humana ante las adversidades, nos deja un Legado de Amor hacia los demás, de Valentía y de Paciencia, que nunca borrará su sonrisa de nuestro corazón, sufrió y acepto su sufrimiento, siempre con una aliento de esperanza por los que sufren, nos enseñó a vivir la vida con humildad y sencillez, contando los atardeceres y esperando los amaneceres como una florecilla que se abre a la luz de nuestro Señor para disfrutar cada instante de vida, continuaremos empujando con las manitas palante y sin decaer en nuestro son, con paciencia y con dolor pero con la certeza de que ella nos acompañará cada Domingo de Ramos y cada Viernes Santo, guiándonos con su haz azulado desde nuestro cielo cordobés.

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