Corpus Christi


Si en pan tan soberano,

se recibe al que mide cielo y tierra;

si el Verbo, la Verdad, la Luz, la Vida

en este pan se encierra;

si Aquel por cuya mano

se rige el cielo, es el que convida

con tan dulce comida

en tan alegre día.

 

¡Oh cosa maravillosa!

Convite y quien convida es una cosa,

alégrate, alma mía,

pues tienes en el suelo

tan blanco y tan lindo pan como en el cielo.

Miguel de Cervantes

Hoy, la ciudad de Córdoba amanece engalanada con sus mejores lienzos y tapices pendiendo de los balcones, fachadas exornadas y acicaladas con macetas que albergan plantas que se han ido fraguando en el duro invierno y florecido en la primavera en los recoletos y apacibles patios de nuestra ciudad; gitanillas, geranios, jazmines, claveles, clavellinas y azucenas desbordan las rejas y llenan de colorido las paredes de las sinuosas y evocadoras callejuelas alfombradas de juncia y gayomba, llamada retama de olor.

La luz del día en lo más alto para acariciar al Sol de los soles y una armoniosa melodía salida de la esbelta torre campanario de la Catedral, llaman a la chiquillería que por vez primera llevan en su pecho al Divino Tesoro; abren los ojos de los enfermos e impedidos, que esperan en recogimiento la bendición del Sanador de sus heridas; alientan los corazones de aquellos intrépidos jóvenes renovados y colmados por la gracia del Espíritu Santo; colman de ternura y dulzura el amor de los esposos que abren las puertas de sus hogares al Excelso Esposo; y consuelan con su son acompasado a los ancianos que esperan con gratuidad y templanza al Padre, dador de todo consuelo y esperanza.

Así vivía en mi niñez, allá en mi pueblo de Cabra, este día grandioso y sin parangón alguno como es la Solemnidad del Corpus Christi. Y en este tiempo que nos ha tocado vivir, contemplo el vacío y abandono, el silencio de una ciudad, la languidez de un pueblo donde parece pasar desapercibido uno de los días que relucen más que el Sol. ¿Qué nos está pasando? ¿Dónde ha quedado el fervor eucarístico? Aún estamos a tiempo, siempre lo estamos, de elevar la mirada y volvernos al dador de todo bien, postrarnos ante Él, contemplarlo en la Sagrada Hostia y entregar la vida entera a su divino amor. Sin este sustento del alma moriremos, ya lo afirmaban los mártires de Cartago: “sin la Eucaristía no podemos vivir”.

La tradición de esta fiesta hunde sus raíces en una mujer, Juliana de Cornillón, que vivió en Lieja (1191-1192), una ciudad inundada de un clima eucarístico que el Papa Benedicto XVI denominó “cenáculo eucarístico”. Por aquella época numerosos grupos femeninos estaban dedicados al culto eucarístico y a la comunión fervorosa. En este contexto, siendo Juliana ya religiosa agustina, a sus 16 años tuvo una visión a la cual siguieron otras durante la adoración eucarística que le llamaban a comprometerse a que existiera una fiesta “en la que los fieles pudieran adorar la Eucaristía, crecer en la fe, ejercitarse en las virtudes y reparar las ofensas al Santísimo Sacramento”.

El Obispo de Lieja, Roberto de Thourotte, acogió esta propuesta e instituyó esta solemnidad del Corpus Christi en su diócesis. Se unirían otras diócesis más. Pero en este tiempo ocurrió un hecho significativo, y es que Santiago Pantaleón de Troyes, que tuvo la oportunidad de conocer a Juliana, llegaría a ser Papa con el nombre de Urbano IV y en 1264, instituyó para toda la Iglesia esta solemnidad el jueves siguiente a Pentecostés. En la bula “Transiturus de hoc mundo” (11 de agosto de 1264) con la que instituía esta fiesta, decía: “Aunque cada día se celebra solemnemente la Eucaristía, consideramos justo que, al menos una vez al año, se haga memoria de ella con mayor honor y solemnidad. De hecho, las otras cosas de las que hacemos memoria las aferramos con el espíritu y con la mente, pero no obtenemos por esto su presencia real. En cambio, en esta conmemoración sacramental de Cristo, aunque bajo otra forma, Jesucristo está presente con nosotros en la propia sustancia. De hecho, cuando estaba a punto de subir al cielo dijo: “He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20)”.

¡Qué bello sería recuperar esta fiesta! Que realmente fuera expresión solemne y festiva de nuestro amor a Dios eucaristía. Nosotros mismos, de forma particular, y la sociedad en general quedaríamos transformados en la fuente de la inmensa caridad. Todo sería distinto. El mundo entero comenzará a florecer de justicia, belleza, paz, hermosura sin igual… sería imagen viva del paraíso porque también seríamos fuente del amor sin medida como afirmaba el Papa Francisco: “la Eucaristía hace madurar un estilo de vida cristiano. La caridad de Cristo acogida con el corazón abierto nos cambia, nos transforma, nos vuelve capaces de amar, no según una medida humana, siempre limitada, sino según la medida de Dios, o sea sin medida”.

Pasto, al fin, hoy tuyo hecho,

¿cuál dará mayor asombro,

o al traerte yo al hombro

o el traerme tú en el pecho?

Prenda son de amor estrecho

que aun los más ciegos las ven.

Luis de Góngora