Aprender a esperar


Este pasado fin de semana me congratulaba con las noticias que aparecían en diversos medios de comunicación con respecto a la inauguración del alumbrado navideño y cómo todas las gentes salían a disfrutar del mismo y comenzaban a interesarse por las primeras compras. Sí, me alegraba porque se palpaba un deseo profundo de búsqueda de la felicidad, de compartir, de experimentar nuevas sensaciones que nos liberen de la tediosa cotidianidad y nos hagan olvidar por unos instantes ciertos pesares y dolores.

No obstante, me preguntaba hasta qué punto el sentido profundo de esta celebración no quedaba difuminado en tanta luminosidad y colorido, dónde subsiste la enseñanza de la humildad y pobreza del gran acontecimiento del nacimiento del Hijo de Dios. Es más, estas semanas previas, ¿son una verdadera preparación espiritual?, ¿o simplemente es preparar el encuentro familiar, amigos?… Quizás la cultura consumista se ha instalado en lo insondable de nuestro ser ocultando la luz de Belén, convirtiéndose lo accidental en sustancial, tan solo aflorando un hálito de solidaridad en los numerosos gestos de campañas de alimentos y visitas a centros donde aparece en toda su crudeza el dolor, sufrimiento, debilidad y la fragilidad humana.

Pienso que convendría aprender a esperar. El tiempo de Adviento, que significa llegada o venida, son las cuatro semanas anteriores a la Nochebuena; nos permite realizar una preparación interior adecuada para vivir con gozo y alegría desbordante lo que nos limitamos a preparar solo en el aspecto humano. Todo cabe y todo es posible. Pero no es menos cierto que pierde sentido si nos quedamos sencillamente en lo superfluo y superficial. El Papa Benedicto XVI afirmaba que “el significado de la expresión “Adviento” comprende también el de ‘visitatio’, que simplemente quiere decir “visita”; en este caso se trata de una visita de Dios: Él entra en mi vida y quiere dirigirse a mí. En la vida cotidiana todos experimentamos que tenemos poco tiempo para el Señor y también poco tiempo para nosotros. Acabamos dejándonos absorber por el “hacer”. ¿No es verdad que con frecuencia es precisamente la actividad la que nos domina, la sociedad con sus múltiples intereses la que monopoliza nuestra atención? ¿No es verdad que se dedica mucho tiempo al ocio y a todo tipo de diversiones? A veces las cosas nos “arrollan””.

Este esperar la venida del Hijo de Dios tiene como tres claves o tres miradas. Una mirada al pasado, contemplar y celebra el nacimiento de Jesús en Belén hace más de dos milenios, un acontecimiento histórico como escuchábamos este pasado domingo en el evangelio (Lc 3,1-6), Dios toma la condición humana en un contexto de humildad y pobreza; una mirada al presente, Dios viene a mí, Jesús nace en mi corazón, por eso auscultamos nuestro interior, nos arrepentimos de nuestras debilidades, confesamos las impurezas y disponemos el alma como un lugar límpido y sencillo donde Jesús nazca e irradie todo su esplendor y, a través de nuestro quehacer cotidiano, transformar el mundo; una mirada al futuro, prepararnos para la segunda venida en gloria y majestad del Señor, una venida que no sabemos ni el día ni la hora, para lo cual hay que estar vigilantes todos los días de nuestra existencia imitando en todo y siempre a Jesús.

Nos toca aprender, nunca es tarde, aprovechemos con entusiasmo un tiempo nuevo, un tiempo para vivir del amor y ternura de Dios.