Eutanasia


Vivimos en una España en que, al menos aparentemente,  se quiere ignorar la verdad, o solo se pretende conocerla a medias, y saberla a medias es peor que ignorarla toda, porque ese conocimiento imperfecto hace que se crea y se dé por cumplido lo que a menudo ni siquiera se ha iniciado, cual es la búsqueda de lo verdadero y ético, desplegando aparatosamente una «virtud de fachada» según las ocasiones, que tiene más que ver con el encubrimiento de la verdad que con su verdadera búsqueda.

Algo por el estilo está sucediendo en España con la eutanasia. Hay un sector de la clase política, suficiente para tener mayoría parlamentaria, que va a votar a favor de la legalización de la misma. Se pretende así aparentar como «virtud» la provocación de la muerte en aras de una mal entendida autonomía individual, obviando que el respeto a la vida es el pilar ético de toda sociedad que se precie de tener unos principios de orden político y social saludables y acordes con las normas que rigen la justicia, la paz y la armonía sociales. Como si la defensa de la vida supusiese ir en detrimento del ejercicio de la libertad de los ciudadanos cuando, muy al contrario, supone garantizarle sus derechos que se basan en la propia vida.

Y es que se ha creado un debate que es: falso por intentar confundir, innecesario por inoportuno, e hipócrita por subversivo de la realidad. Falso, porque a sabiendas y torticeramente, se está creando la ceremonia de la confusión entre los españoles mediante el empleo de términos impropios que definen realidades que no son correctas, confundiendo la eutanasia con los cuidados paliativos; innecesario por inoportuno, porque la realidad española tiene, hoy por hoy, otras necesidades perentorias y problemas prioritarios más importantes que reclaman solución y que afectan a la inmensa mayoría de los españoles, y entre las que no figura este cuestión que sólo pretende contentar a unos cuantos «demagogos oportunistas» que sostienen a un presidente que piensa solo en sí mismo y en mantenerse a todo trance en el poder más que en el bien común. Y es un debate hipócritamente provocado por faltar a la verdad, porque por un lado se dice proteger a los ancianos en esta difícil situación de crisis sanitaria -especialmente a los de las residencias- y, sin embargo, por otro, se legaliza la muerte. Vamos, ¡a Dios rogando y con el mazo dando! Eso, y no otra cosa, la legalización de la muerte provocada e intencionada, es lo que va a aprobarse en el Congreso de los Diputados.

 No voy a entrar aquí en consideraciones y argumentaciones religiosas porque sabido es que en esto coinciden católicos, judíos y musulmanes: oposición frontal a la eutanasia y al suicidio asistido. Además, los argumentos sobre la base de las creencias religiosas serían largos de exponer. Para mí, que me confieso públicamente y sin miedo alguno como católico, me bastaría la Palabra de Dios para posicionarme en contra de tales prácticas. Pero no voy a abordar aquí el aspecto religioso de la cuestión, pero sí desde otros ámbitos o perspectivas. Y es que la eutanasia es reprobable desde el punto de vista médico, ético, social y jurídico.

Médicamente, la eutanasia no es otra cosa que la muerte intencionada o provocada de aquella persona que padeciendo una enfermedad grave, irreversible o terminal, en el ejercicio de su libertad, pide expresamente su muerte, todo ello con clara e indudable repercusión en la clase médica. Y cogida de la mano de la eutanasia, está el llamado «suicidio asistido», que se produce cuando media ayuda médica para que la persona enferma se suicide, facilitándole y proporcionándole para ello los medicamentos necesarios para que el propio paciente sea el que se los administre. Ambas conductas son claramente reprobables para el que esto escribe y, por supuesto, para los médicos que se precien de tales, al ser meridianamente contrarias al juramento hipocrático, a la deontología profesional médica, puesta al servicio de la persona humana y de la dignidad de la misma, del respeto a todo ser humano y, por lo tanto, del servicio y respeto a todo el cuerpo social. Esa obligación deontológica de tener como norte la vida del paciente viene recogida expresamente en el Código de Deontología Médica: “El médico no deberá nunca provocar ni colaborar intencionadamente en la muerte de ningún paciente, ni siquiera en caso de petición expresa por parte de éste”, lo que ha sido expresamente ratificado el año pasado por la 70ª Asamblea General de la Asociación Médica Mundial, con clara y manifiesta oposición de manera contundente y firme a la eutanasia y al suicidio con ayuda médica, y en Andalucía por la Comisión de Deontología del Consejo Andaluz del Colegio de Médicos. Sobre la base de la compasión al paciente no cabe amparar cualquier variante de la eutanasia, porque no existe amparo ético cualquiera que sea la modalidad con la que se quiera encubrir, porque la finalidad expresa de la eutanasia no es otra cosa que provocar adrede la muerte.

Distintos son los «cuidados paliativos», como viene declarando la clase médica en general, en la que los médicos prevén y alivian el dolor y el sufrimiento del paciente con «un conjunto coordinado de intervenciones sanitarias dirigidas, desde un enfoque integral, a la mejora de la calidad de vida de los pacientes y de sus familias; y afrontando los problemas asociados con una enfermedad terminal mediante la prevención y alivio del sufrimiento junto a la identificación, valoración y tratamiento del dolor y otros síntomas físicos y/o psíquicos o las necesidades espirituales» (Comisión de Deontología del Consejo Andaluz del Colegio de Médicos reunida el 16 de octubre de 2019). Y esos cuidados paliativos son los que, en realidad, deberían ser prestados por nuestros sistema sanitario, allegando y empleando recursos para su prestación cuando ello sea necesario.

Todo ello no supone incurrir en la llamada «obstinación médica»·, que podría ir en contra del derecho básico del paciente a que inútilmente se siga manteniendo una intervención diagnóstica, quirúrgica o de soporte vital innecesarios y de claro sufrimiento, cuando la enfermedad diagnosticada es irreversible, y ello resulta inútil y va en claro detrimento del beneficio y bienestar del propio paciente.

Cabe decir que la propia clase médica ha alertado del peligro que puede suponer la liberalización de la eutanasia y el suicidio asistido. Ahí están las declaraciones de los Colegios y los Consejos de Médicos que se han pronunciado sobre esta cuestión.

Desde el punto de vista ético y con clara repercusión social, ambas conductas son esencialmente reprobables, porque una cosa es paliar el sufrimiento de la persona y otra cosa muy distinta es acabar con ella, su eliminación con la muerte. Y es que no hay vida humana carente de valor. La dignidad es consustancial al hecho de ser persona: desde que nacemos hasta que morimos estamos revestidos inalienablemente de la dignidad de seres humanos. Nazca, viva o muera, el ser humano tiene una dignidad inalienable e irrenunciable siempre, pues el nacimiento y la muerte no pueden considerarse aisladamente de la dignidad personal.

Por otra parte, éticamente no es sostenible que sea la propia persona la que haga uso de la llamada autonomía personal para decidir sobre su propia vida, pues ese derecho no cabe absolutivizarlo hasta el extremo pretendido con la eutanasia o el suicidio asistido porque, puestos así: ¿por qué está prohibida la esclavitud? ¿admitiríamos legalmente que una persona se vendiese como esclavo voluntariamente? O en materia de trasplantes, ¿por qué no admitimos la legalidad de la venta de órganos? ¿si son mis órganos, por qué no puedo traficar con ellos y así conseguir pingües beneficios? Y es que mantener y defender esa postura refleja aparentemente altruismo sobre la consideración del desviado e infundado «respeto» a una decisión personal del que quiere que le provoquen la muerte dada su situación; pero solo aparentemente, porque en el fondo tal decisión repercute en todo el cuerpo social y refleja una actitud aislada del ser humano que no tiene en cuenta la necesidad ética que debemos tener todos de preocuparnos y de velar por los enfermos, por los que padecen, por los que sufren, porque eso, al igual que el respeto a la leyes -en no pocas ocasiones, injustas, como puede ser esta- , o la obligatoriedad de pagar impuestos, o de respetar las normas de tráfico, están pensadas y hechas para garantizar precisamente nuestra libertad individual y también la de todo la sociedad, porque eso es lo que le da cohesión y armonía y ayuda a la solidaridad entre todos los ciudadanos. Acertadamente Tomás y Valiente, siguiendo lo afirmado en la Antígona griega y en la Antígona de Bertolt Brech llegó a afirmar: <<no hay nada en la creación más importante ni más valioso que el hombre, que todo hombre, que cualquier hombre>>. Y el Papa Pablo VI en su encíclica Populorum Progressio: <<Lo que cuenta para nosotros es el hombre, cada hombre, cada agrupación de hombres, hasta la humanidad entera>>.

Jurídicamente hablando, desgraciadamente la historia se vuelve a repetir con este gobierno –no quiero entrar en el calificativo que me merece, pues serían muy contundentes los epítetos- y que, por desgracia, no está exenta de repetirse con cualquier otro: una decisión adoptada por una mayoría parlamentaria puede hacer que una norma sea  legal, pero necesariamente que sea ética, justa y lícita, si se vulneran los derechos inalienables ínsitos en la dignidad de la persona y se distorsiona arbitrariamente la realidad -lo que, por otra parte, debería generar serios problemas de conciencia en algunos parlamentarios, caso de que tengan recta conciencia al respecto-. Como afirmaba Montesquieu en el Espíritu de las Leyes: <<Una cosa no es justa por el hecho de ser ley. Debe ser ley porque es justa». Criterio este que ya sostuvo Cicerón en su tratado De legibus: <<Porque si el derecho fuese creado por la voluntad de los pueblos, los mandatos de los gobernantes y las sentencias de los jueces, justos serían el robo, el adulterio y la falsificación de los testamentos, si estas cosas fueran autorizadas por los votos o resoluciones de la muchedumbre (…). Ni siquiera la impropiamente llamada virtud de un árbol o de un caballo depende de la opinión, sino de la naturaleza. De igual modo, en la naturaleza radica la separación entre las cosas honestas y las torpes>>. Y Erasmo de Rotterdam: <<la fuerza de lo honesto está en la realidad de las cosas, no en el número de los hombres>>. Y es que Igual sucedería si un parlamento legalizase el asesinato o el homicidio, o dijese que dos y dos son diez. Como decía Bullón y Fernández <<…aunque todos los poderes políticos de la tierra declarasen lícito el asesinato seguiría siendo tan inadmisible como antes la estrambótica resolución>>.

La realidad ética es que sobre la base de un mal entendido consenso no puede hacerse depender esta cuestión de la compra presupuestaria de un puñado de votos, suficientes para la obtención de una mayoría parlamentaria, porque la ética y la verdad de la vida no deben condicionarse a la apreciación política sectaria y partidista. Debe existir consenso social a la hora de defender los derechos humanos de la persona, pero no se pueden condicionar los mismos, ni hacerlos depender, de mayorías parlamentarias. La política debe someterse al Derecho, y el Derecho, debe sujetarse a la Ética. Es el poder el que debiera someterse a la recta razón y la razón, en cuanto tal, a la verdad. Y es que el Derecho, como decía Antonio Hernández Gil, <<…es sensible a las intromisiones políticas>> desmarcándose del <<sometimiento a lo dado como derecho por el Estado en el positivismo normativista>>, pues <<la teoría del derecho natural, y más ampliamente la teoría de la justicia, propugnan un trascendentalismo que rompe las ligaduras normativas en busca de un derecho mejor y superior>>. No se puede hacer política sobre la más reprobable indiferencia ética.

 En definitiva, la aprobación de esta ley supondrá, sencillamente, un fracaso social por no ajustarse a la ética y a la justicia, que sustentan también la querida profesión médica;, dejará abierta la puerta a posibles abusos derivados del poderío del fuerte sobre el débil, incluso a la suplencia de la verdadera voluntad del paciente por parte de quien pueda estar interesado, sencillamente, en su muerte.

Juan José Jurado Jurado.

Académico correspondiente de la Real Academia de Ciencias, Bellas Letras y Nobles Artes de Córdoba.